Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Ojalá no te volviera a ver

Para algunas personas comer no es una actividad natural. Hay niños que necesitan tener un botón que envíe el alimento directamente a su estómago.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2022-1), con el profesor David Mayorga.

En el mundo existen una inmensa cantidad de enfermedades atípicas capaces de impedir que los niños ingieran alimentos por vía oral. Tal fenómeno les produce estancamiento en el crecimiento debido a la falta de nutrientes en sus cuerpos. Para solucionar esto, en los casos en los que no se prevé mejoría a corto plazo, es necesario implantar un botón gástrico en el abdomen de los menores para que a partir de allí pueda conducirse el alimento directamente al estómago. Este, aunque es un proceso ciertamente traumático, no lo es tanto si se compara con todos los procedimientos a los que los niños deben someterse antes de llegar al botón, lo que no niega que todas las familias viven con la esperanza de un día no volver a verlo.

Cuando observaron el pasado, vieron que todo mejoró, que sí hubo avance, que por fin lograron lo que anhelaban. Verlo afuera ha sido quizá la esperanza que los hace resistir cada día, y con aquella ilusión del futuro despiertan. Aún no saben cómo contarán la historia con la que han soñado miles de veces, no saben cómo terminará el cuento, pero tienen claro que ha empezado otro día y que este es tal vez un paso más para alcanzar la meta, para finalmente llegar al momento en que su realidad no sea su presente.

Con el día empieza el ritual, cotidiano desde el momento de su nacimiento: lavarlo, arreglarlo, percatarse de que no tenga ni una sola herida, es muy delicado, puede hacerse daño; alistarlo y a comer. Suena la licuadora, hoy tenemos pollo y verduras de color, brócoli o zanahoria. Ayer fueron blancas como la coliflor. Todo se vuelve uno, los sabores se interrelacionan, harían una explosión en sus bocas; ya está listo. Entra lentamente, cae por el tubo que va al estómago casi por inercia, hay un grumo, podría atorarse, continúa. Logra terminar toda la porción, ¿está lleno?, ¿sintió algo? No lo sabemos, simplemente terminó su porción. Cerramos la cavidad y comienza el día, pero volverán al mismo proceso por lo menos cinco veces más durante la jornada.

Entender cómo comen resulta curioso, pues, en últimas, puede tomarse como algo práctico. Imagínenlo, estamos haciendo alguna actividad, de repente paramos, vaciamos una jeringa dentro de un tubo conectado a un botón y seguimos con nuestra vida, no se ensució nuestra boca, no derramamos comida sobre la ropa y el día continúa sin ningún sobresalto. Debo aceptar que esta idea parece sacada de un libro futurista en el que comer es un acto tan fugaz que ni siquiera podemos sentir los sabores de lo que ingerimos. Pero, quien puede imaginarse lo que significa levantarse cada día con cuatro, cinco, seis, siete años y ver que en su estómago hay un hueco, uno del que sale un botón, como si se hubieran convertido en máquinas. Se pincha el botón y la comida quedó adentro. Pues de algún modo, así es. Tienen un proceso tan automatizado que la experiencia de llevarse un trozo de comida y disfrutarlo tanto que la vida se resuma en ese momento es algo completamente extraño para ellos; y, a menos que un día puedan deshacerse del botón, será extraño para siempre.

La rutina continúa para Marcos P, Irina, Fiorella, Jesús, Lukas y Marcos, niños que en el mundo real viven con un botón y que, aunque están separados geográficamente pasan por situaciones similares cada día. Todos comparten una característica: ninguno logra que a través de su boca entren alimentos y se dirijan al estómago. Durante el día estos seis niños luchan con los síntomas de las distintas enfermedades que padecen y que les han generado una inmensidad de experiencias dolorosas que a su corta edad no deberían conocer. Excepto Irina, pues tiene insensibilidad congénita al dolor, pero eso no significa que sus experiencias no hayan sido igual de duras a las del resto. Igual que todos, Irina luego de poco tiempo de haber nacido, dejó de comer, eso hizo que su crecimiento se estancara, pues no recibía los nutrientes necesarios para crecer regularmente. Marcos con cuatro años pesa 10 kilos y mide 87 centímetros, casi igual que Fiorella con siete años.

No podríamos entender la magnitud de las distintas enfermedades que padecen los niños.
Condiciones genéticas, del desarrollo, enfermedades “raras” que nadie puede curar porque nadie sabe qué son, síndromes con nombres indecibles es lo que podemos encontrar en estas historias. Además de la insensibilidad al dolor de Irina, Marcos P tiene displasia intestinal epitelial; Fiorella, síndrome de Cornelia de Langue; Marcos, encefalopatía hipóxica isquémica; Jesús, leucodistrofía y Lukas, epilepsia y síndrome de Lennox Gastaut. Y ¿por qué eso es importante? Porque todos estos niños “se han criado en un hospital, están acostumbrados a estar rodeado de enfermeras, son más sociables en los hospitales que en la calle”, cuenta Cintia Pérez, la mamá de Marcos P quien puede socializar, porque algunos otros niños simplemente están en sus casas dependiendo de sus familias para seguir viviendo.

Durante el día, los niños tienen distintas dinámicas dependiendo de sus condiciones. Todos conocieron el botón tras haber llevado sondas, tras haber estado conectados a máquinas y tras haber vivido en un hospital durante ocho meses por las constantes neumonías por broncoaspiración; y lo único cierto, es que el botón de algún modo los liberó. Marcos P va al colegio, Irina juega con su hermana y su mamá todo el día, Fiorella quizá salga a tomar el sol, Jesús y Lukas también podrían salir a tomar un paseo y Marcos deberá quedarse en casa. Todo esto, por supuesto en un día normal, algunos otros días visitarán el hospital. Vivir así, aunque libera un poco la movilidad de los niños, condiciona a sus familias.

“Mi vida cambió completamente, tuve que dejar mi trabajo, tuve que dedicarme completamente a Fiorella. La dinámica familiar cambió, la relación con nuestro hijo, aunque no queríamos, cambió porque hay que estar con la niña en lo que necesita”. Los padres de nuestros protagonistas han tenido que dedicar su vida al cuidado de las enfermedades, a visitar hospitales y a ver cómo constantemente sus hijos se debaten entre estar bien o estar muy mal. Todas las mamás expresan tristeza, impotencia, desespero porque no pueden controlar las condiciones médicas de sus hijos y solo pueden vivir con la esperanza de un día verlos mejorar, aunque en algunos casos saben que eso no sucederá.

Para los padres de nuestros niños, el botón no solo significa dependencia completa, también representa dinero. Dependiendo el país, tener un botón puede resultar más o menos costoso. “En España, la seguridad social cubre todo el proceso, con mucho papeleo se logran beneficios incluso de vivienda y transporte”, cuenta Cintia, la mamá de Marcos P.  Ella ha tenido que pasar por engorrosos trámites, ha recibido ayuda de la seguridad social en todo el proceso de su hijo. Por el contrario, Patricia ha tenido que costear todos los procedimientos de su hija Fiorella. “En otros países el seguro se los proporciona, pero en Venezuela ningún seguro la quiere tomar, y todos los gastos corren por mi cuenta, entonces toca cuidar mucho el botón, pero es costoso tenerlo”. Caso que no es muy aislado al colombiano según lo que Paola Penagos, doctora, afirma: “en Colombia, el sistema obligatorio de salud cubre la cirugía y, en el caso de enfermedades asociadas con problemas de deglución, los insumos, pero las jeringas y cambios de sondas corren por cuenta del paciente”. Y no solo son los gastos del botón, también son los accesorios, las terapias para que puedan volver a comer y hay familias que no pueden costear esos procedimientos, por tanto, el progreso se ve cada vez estancado.

“Ya con el hecho de que no le dé una neumonía cada 15 días ya hemos ganado todo”. Las experiencias que han vivido las familias de estos seis niños han sido tan devastadoras que sentir que las visitas al hospital se dilatan un poco les genera tranquilidad. Ver que sus hijos ya no tienen una sonda que cuelga de su cuerpo sino un botón casi imperceptible, da alivio. Sentir que su hijo ya no baja de peso sino que se mantiene en 10 kilos es un avance. Al final del día, cada uno de nuestros seis niños habrá sentido que su estómago se llenó seis veces en el día y sus padres se prepararan para lo que el mañana les depara. Así pasan los años y algún día, en el futuro, las familias mirarán al pasado y verán que todo mejoró, o no lo hizo, que hubo avance, que el botón le permitió, muy entre comillas, una mejor calidad de vida a Marcos P, Irina, Fiorella, Jesús, Lukas y Marcos.

De ese modo, viviendo de esperanzas, las familias creen fervientemente que el botón gástrico ha cambiado sus vidas, pero anhelan un día no tener que volverlo a ver.


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