Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Sacrificio en vano y destino en contra

El 3 de octubre de 1997, una comisión judicial que acababa de realizar una diligencia de extinción de dominio en una finca de un narcotraficante fue atacada por un grupo de cerca de 70 paramilitares. En total, 16 terminaron heridos y otros 12 funcionarios fueron asesinados, entre ellos José Luis Castro Barón.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2020-2), con el profesor David Mayorga. 

Escucharon su nombre, “José Luis Castro Barón”, saliendo de los viejos altavoces de la radio de la sala. Ya tenían un frío presentimiento recorriéndoles la espalda, pero esperaban que no, rogaban al cielo e incluso al infierno que no.

Agarradas de las manos, como sosteniéndose la una a la otra para evitar que cayeran, suplicaban que José Luis hiciera parte de la lista de heridos.

Pero su intento fue en vano porque las lágrimas y los gritos de dolor de María del Carmen Barón, su madre, inundaron la habitación y ensordecieron a Marcela Castro, su hermana, que estaba en shock viendo fijamente un punto vacío en la pared. No notó cómo se le resbalaron un mar de lágrimas ni cómo se detuvo su respiración, tampoco le importó que su corazón casi se frenara. Solo podía repetirse una y otra vez, como una maldita grabadora, que su hermano, sí, su hermano mayor, de apenas veintidós años, había muerto a manos de una guerra que no debía luchar, a la que no pertenecía.

Como era costumbre, a la mayoría de edad, cuando buscaba trabajo, fue emboscado por una redada del Ejército en un bus, le preguntaron por su libreta militar. Al no tenerla, fue sometido a los exámenes consecuentes y, por cosas del destino, dijeron que no era apto para prestar servicio, así que lo dejaron ir, “pero él, en su ingenuidad, olvidó pedir algún certificado de ello”, explica Marcela.

La situación económica no era favorable y al no tener libreta militar la búsqueda de trabajo se limitaba, así que junto a un amigo decidió presentarse de nuevo, esta vez esperando el certificado que le ofrecería un descuento en el precio de aquel dichoso trozo de papel tan necesario. “Ambos iban seguros de que los dejarían pasar con el certificado porque su amigo tenía tatuajes y en ese entonces no los permitían en el Ejército”, cuenta Mary Luz, la hermana del medio, que en ese momento se encontraba viviendo en Beirut.

Para su desgracia, y con la suerte en su contra, en medio de uno de los años más terribles para Colombia en cuanto a orden público, en 1996, el Ejército necesitaba más hombres y las excusas que los hacían no aptos se fueron a la basura. Ahora debían prestar servicio militar. “Al amigo lo mandaron para el Guaviare, una zona un poco difícil, y a mi hermano lo enviaron al Meta”, dice Marcela, comenzando a hacer pausas más seguidas para tomar aire, ese aire que le falta en los pulmones cuando tiene que recordar aquella historia desgarradora. 

Unos meses después, en medio de un juramento de bandera, Marcela y su madre tuvieron la oportunidad de visitarlo. “Fue la última vez que lo vimos”, comenta Marcela casi en un susurro, traga saliva, baja ligeramente la cabeza y retoma la historia. José Luis no estaba a gusto allí, no se sentía bien con lo que tenía que hacer y solo contaba los días para terminar. Como por un milagro o tal vez una maldición, lo reasignaron a una comisión especial del GAULA en la Brigada VII. “Nosotras estábamos felices porque él estaba en un lugar seguro, no lo mandaron a contraguerrilla, donde se suponía era más peligroso”, continua su hermana. Lo era porque a un soldado como él, que no había terminado el bachillerato, le correspondía la tarea más difícil, hacer parte de la primera fila que, prácticamente, se sacrificaba de primeras en la guerra de esa patria maldita.

Al recibir la noticia, la tranquilidad inundó a su familia, a las tres mujeres de su vida. Para el 97, Mary Luz volvió de Beirut, se reencontró con su madre y hermana y esperaba ansiosa, igual que ellas, la vuelta de José Luis, que el 3 de septiembre cumplía un año de prestar servicio. Iban a celebrar Navidad como nunca antes, por fin todos juntos, por fin todos bien. “Cuando pequeños no la celebrábamos y tuvimos un hogar muy disfuncional, y pues esa vez esperábamos que fuera algo especial”, explica Marcela mientras se le escapa una lágrima por la mejilla; aun así, continúa: “Desafortunadamente, el 3 de octubre mi hermano muere en un ataque paramilitar, supuestamente”, dice con la voz quebrada.

Marcela lo supuso cuando el día anterior, en noticias, vio que estaban haciendo una operación de extinción de dominio en San Carlos de Guaroa, que estaban en medio de un combate entre el Ejército y un grupo del CTI.

“El 3 de octubre en la mañana encendí la radio y estaba esperando el boletín, con Marcela, en la sala”, cuenta María del Carmen, su madre. Marcela agrega que nunca olvidará ese momento, pues tiene grabadas las palabras como un tatuaje en la cabeza y en el pecho: “Siempre recuerdo que dijeron su nombre y después de eso dice el locutor: y los heridos son…”. La noticia fue tan fuerte que no podían creerlo ni aceptarlo, llamaron varias veces para preguntar, esperanzadas en que la respuesta fuera otra, en que en la radio se hubieran equivocado, en que hubieran escuchado mal. Pero no, efectivamente les confirmaron que José Luis, su hermano, su hijo, estaba muerto.

“No lo pudimos volver a ver, porque recoger el cuerpo de la zona fue difícil y la persona del CTI que llegó a vernos nos recomendó no ir, que nos quedáramos con el recuerdo de él y eso hicimos, no quisimos verlo en ese estado, no hubiéramos podido lidiar con ello”, dice su madre.

Con el tiempo fueron conociendo los detalles, esos que les hicieron preguntarse si realmente existía un Dios. Porque quienes estaban encargados de la extinción de dominio del presunto narcotraficante Gustavo Soto García en San Carlos de Guaroa eran el CTI, la Fiscalía y el DAS. No el GAULA.

La ubicación era a unos cuantos kilómetros de Villavicencio, donde se encontraba José Luis. “El comandante del CTI era amigo del comandante del grupo GAULA, así que dijeron: Bueno, présteme algunos soldados. vamos a hacer la vuelta… y así fue”, cuenta Marcela con indignación en su voz y rabia en su mirada; desgraciadamente su hermano estaba entre los soldados escogidos, pues el comandante señaló a las personas con los apellidos que iniciaban con las primeras letras del abecedario.

De la A hasta la C fueron los nombres que tuvieron el destino de ir a aquella misión que no les correspondía. “Cuando iban llegando, había un grupo de paramilitares y se enfrentaron con ellos, pero ganó el CTI, pues no eran muchos”, dijo María.

Después de ese momento cumplieron la extinción de dominio y al devolverse fueron emboscados por los mismos paramilitares, solo que ahora los triplicaban en número; sin preparación y por sorpresa, no pudieron reaccionar y la muerte que acompaña la guerra los arrastró sin piedad alguna.

“Murió por una bala en el cuello, muy cerca, casi a quemarropa. Murió solo, sin nosotras”, suelta Marcela, ya entrada en llanto y con la voz entrecortada. “Un amigo de él que logró sobrevivir, cuenta que él antes de irse solo llamaba a la mamá”, continúa.

Mamá, mamá, mamá, fueron las últimas palabras de José Luis, que murió en una de las tantas masacres del siglo XX a manos de la guerra civil tan arrasadora que enfrentó el país.

Según la ONG Colectivo de Abogados, “por solicitud del abogado de las víctimas, Luis Guillermo Pérez, integrante del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, Cajar, la Fiscalía 67 de la Unidad de Derechos Humanos declaró como crimen de lesa humanidad la masacre de 12 integrantes de una comisión judicial que se dirigía a San Carlos de Guaroa, Meta, el 3 de octubre de 1997”.

Su muerte fue un sacrificio en vano y el dolor que causó, al igual que las otras 11 víctimas de aquel suceso, no se borrará nunca, tal vez se calmaría un poco si se hubiera hecho justicia, pero según María del Carmen, “ya van 23 años desde que pasó y a mí nadie me ha respondido. Ya denuncié, pero nunca me dieron nada, ni una respuesta, supuestamente porque el caso aún no está resuelto”.

Y es que ahora es menos probable su resolución, considerando que hace casi un mes, en el programa Zona Franca del Canal Red+, se realizó una revisión de los correos de Manuel Marulanda. El 4 de octubre de 1997 ‘Tirofijo’ escribió lo siguiente a los miembros del Secretariado: “Las tropas de donde les indiqué se han retirado un poco. Los tiros no han faltado en esa montaña. El desenlace final del operativo no sabemos hasta dónde alcance. Los de San Juan de Arama y San Carlos de Guaroa fueron las Farc”.

Sin conocer quiénes fueron realmente los responsables de la masacre donde murió su hijo, María del Carmen, ya cansada de insistir y luchar por una justicia irreal en un país que solo acumula masacres con los años, termina por decir: “yo la verdad ya me rindo, nada me va a devolver a mi hijo y al Estado nunca le importó eso”.


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