Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Juan Prada, todo un cuadro

La realidad del arte abstracto en Bogotá, reflejada en las peripecias de un pintor que inyecta sus calles con la magia de lo indefinido.

Perfil realizado para la clase de Pensamiento crítico y argumentativo II (segundo semestre, 2021-2), con el profesor Guido Tamayo.

Tal vez si hubiera dado con el chelista, quien era mi propósito inicial, serían los sonidos de mis memorias más vivaces. Pero como a fin de cuentas y en su defecto, mi ¡Eureka! fue un pintor, no me es difícil acudir a los recuerdos que guardo de Juan Sebastián Prada: los movimientos fluidos de sus manos gastadas, inequívocamente de artista, la genialidad que lo llevaba al desenfado al pintar y la reticencia inicial de sus respuestas. No obstante, de seguro lo que mejor recuerdo es el verde fresco de sus ojos, como el de las alas del colibrí que pintado sobre un lienzo y pegado con cinta al ladrillo arcaico de la fachada que acogía su arsenal de obras, acompañaba desde el fondo a los rasgos agrestes de su rostro.

Juan accedió a “hacerme el favor”, como lo dijo, con un encogimiento de hombros. En aquella cuadra de La Candelaria, me habló tranquilo, abstraído de a ratos en los violetas y anaranjados, en los pincelazos absolutos y los rebeldes chorros de pintura que dejaba derramar sobre los lienzos, para componer, en arrebatos de líneas y borlas abstractas, las más inesperadas figuras. Y entre tanto él me pintaba su vida con una narración caprichosa, siempre yendo más allá de mis preguntas, nunca dejé de pensar que Juan, a sus cortos 26 años, tenía cara de haberse andado un desierto entero.

Me senté sobre unos lienzos que dispuso en el suelo para que no me ensuciara, fui adentrándome a su vida en reversa: de Bogotá a Ocaña y luego de vuelta. Habiendo dejado a su madre y hermana en Norte de Santander, llegó a la capital en 2017, sin planes, futuro ni estudio, buscando lo que la mayoría de jóvenes bohemios persiguen. Sin embargo, tras estrellarse incontables veces en la trifulca laboral bogotana, optó por aquel ingenio innato que conectaba su mente y sus manos en la certeza biológica de ser un buen pintor.

“Solo me quedaba el arte”, dijo trazando las primeras líneas de lo que sería un enredo de bisectrices y curvas, que con el pasar de los segundos, cual telar, empezaría a cobrar la forma y hasta el ritmo de unos bailarines de joropo. Y cómo no rendirse a ese talento ineludible, guía espiritual del vaivén descuidado en el que andaba, de la calle Séptima a la Once todos los fines de semana; inspirador de su emancipación y de los 10 cuadros que a diario componía.

A lo largo de su niñez estuvo en siete colegios. Era “jodón”, -me dijo pintando de nuevo, según las leyes insurrectas de su técnica de caóticos, vehementes remolinos- tanto así que ni siquiera ingresándolo a un colegio femenino, su madre, presa de la desesperación de verlo expulsado de cuanta escuela, logró que Juan, eso sí, artista invicto de todos los concursos de plásticas y caricaturista experimentado de sus profesores, soltara los colores y superara el grado octavo.

Cuando le pregunté por Colombia fue breve. Lo tiene espantado, no halla la hora de irse a Europa, tal vez a Francia o a Italia, con sus lienzos y nada más. Ni su novia, a esa que llama “compañera”, con quien ha compartido cuatro años de su vida, representaría para él un umbral de duda. Se va porque se va, porque en “Colombia no valoran lo que yo hago”, aseguró con cara de pocos amigos y el talante de los resignados. Aunque su resolución no amerita menos. Ha probado ser capaz de llegar a las altas graderías del arte, como cuando una de sus pinturas, ‘Desplazamiento, cuerpos de madera vieja’, fue escogida para la portada de una exposición de la Cámara de Comercio y ARTBO. Además, al escucharlo relatar la vez que un francés le compró todas las obras, supuse que los motivos le sobran para confiar en el triunfo de su arte en el país de Da Vinci o en el de Jackson Pollock, su más grande influencia artística e inspiración para invertir los últimos cincuenta mil pesos que tenía, tras estar desempleado, en la primera obra de su proyecto en Bogotá.

Tras relatarme las pericias y el hambre superadas en virtud de su don ineluctable, cuando levanté la mirada de sus manos con vitíligo -seguramente debido al uso sin reparos de fuertes esmaltes-, para contemplar su perfil hermético, arcano por donde se le mirara, no lo concebí tan libre como lo hacían lucir sus prendas de gitano urbano. Era esclavo de una pasión, concluí al notar el frenesí de su vicioso proceso artístico, inacabable de no ser por los límites físicos de su naturaleza humana. Pintó tres cuadros en las dos horas que estuve junto a él, tiempo suficiente para pillar la razón de su gusto por el expresionismo abstracto en su enajenamiento y en los segundos dilatados que tardaba en contestarme: Juan era una abstracción de sí mismo, un pintor auténtico que desafiaba la extinción, bajo la moda de las coherencias ordinarias y la lógica asesina de sentires, de aquellos que como él, se habían desdoblado con un arrojo casi místico ante la materia inanimada y habían sido capaces de convertirla en un arte más allá de la percepción visual;  lo más cerca de la magia que estuvo alguna vez el ser humano.

Salí entonces de mis cavilaciones y le pregunté por el destino de su obra, la ganadora de la portada. Con su respuesta plasmó el punto final de mi hipótesis o lo que sería para un genio científico, la patente de su descubrimiento: “…allá en la Cámara de Comercio. La tuve que dejar perder…esa era la intención”.

 


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