Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Coja, ¡pero baila!

La salsa en Bogotá se mantiene como antes, aunque apenas es un recuerdo melancólico de su época dorada.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2022-1), con la profesora Laila Abu Shihab.

Mientras bajaba por las escaleras de su casa familiar en la zona de La Macarena, el pequeño Sauk Naranjo sentía, a cada paso, que la melodía le mordía los huesos. Se las ingenió para escabullirse por entre el hervidero de cuerpos meneando la cadera, que abandonados al llamado rabioso de la salsa, abotagaban la pista del Goce Pagano, una de las discotecas dedicadas a este género más antiguas y emblemáticas, desde su fundación en 1978. “¡Papá, papá!”, le gritó a Diego Naranjo, bajo el rugido de la sinfonía, “¡páseme una gaseosa!”. Sauk, ahora microbiólogo, pero nunca más lejos de los laboratorios, lo recuerda tomándose una cerveza. El rumor de la salsa vibra contra los vidrios a sus espaldas. Ya no está en La Macarena. En 1995, el tiro desatinado de un borracho, que dio en la ventana de un lujoso apartamento, sacó a todas las discotecas de la zona y arrojó al Goce Pagano a pleno centro de Bogotá, detrás de la Universidad de los Andes. Hoy es su anfitrión, lo heredó de su padre, pero…¿y mañana?

Para César Villegas, o Pagano, como mejor lo conocen, su abuelo y otrora líder estudiantil de la Universidad de Antioquia, revolucionario de cepa y salsa y fundador del primer Goce Pagano de Bogotá, ese mañana no vendrá. A sus 82 años, rodeado de un panteón de aproximadamente 15 mil vinilos y dos mil entrevistas grabadas en casete a grandes músicos como el puertorriqueño Héctor Lavoe, que parten desde la alfombra de su apartamento y escalan hasta el techo de madera, uno pensaría que este periodista es un dinosaurio romántico que se aferra a una era de oro.

Pero no, su pesimismo es una estocada de corte limpio y mortal: la salsa “auténtica” se ha desteñido hacia “un conformismo técnico”. Tras perder su sentido social con la aparición de la salsa romántica y la capacidad de soneo (o de improvisar), de sus músicos, la salsa le es irreconocible. No le augura más de tres o cinco años en la urbe.

En el portal de Hardsalsa Bogotá, una iniciativa que apoya el movimiento de la salsa en la capital, los bares dedicados a festejarla solo a ella pueden contarse, por poco, con los dedos de la mano: trece bastiones salseros entre los 15.253 bares y discotecas registrados en los últimos cuatro años en la Cámara de Comercio. Eduardo Montolla, director ejecutivo nacional de la Asociación de Bares de Colombia, un gremio representante de los establecimientos de la industria nocturna, aclara que los bares salseros asociados son solo dos y que el crecimiento registrado de este tipo de espacios,  frente al de música ranchera o mexicana, y al de reguetón, es de 0%.

Así es, en el océano nocturno, revoltoso y hasta perturbador de Bogotá, los abanderados de la guaracha, el bolero, el bogaloo, la mamba y el otro montón de hibridaciones salseras, caben en un barco tan chiquito como pachanguero, en el que es imposible no reconocerse las caras, echar cabeza y exclamar: ¡Ah, ya me acordé de ese!

Una noche decembrina de 1983: La más linda del mundo

Gabriel García Márquez llegó a la fiesta organizada por el periodista Enrique Santos Calderón, con su esposa Mercedes Barcha. Era en plena calle 74 con avenida Caracas, en una casa de tres pisos de madera, que crujían bajo el peso colosal del jolgorio bogotano. “He venido porque últimamente dos nombres me han llamado la atención: El Goce Pagano y el Sendero Luminoso”, le dijo a César Villegas en forma de saludo. El uno, era el nombre de la discoteca; el otro, el de una guerrilla peruana comunista. Pero el nobel colombiano no fue, ni de lejos, la única leyenda que azotó baldosa en la Caracas aquella noche: Dámaso Pérez Prado, el Rey del Mambo, llegó pisándole los talones.  Un día antes, apenas César se enteró de que el cubano detrás de ‘¿Qué le pasa a Lupita? ¡No sé!’, estaba en las oficinas de Caracol Radio con el periodista y amigo Antonio Ibáñez, se puso un abrigo largo sobre la pijama y salió en un santiamén de su casa. Lo alcanzó y hablaron tendido, como un par de perdidos que acaban de encontrarse. Entonces César aprovechó para invitarlo a la fiesta que se celebraría al otro día en El Goce Pagano. “¡No!”, había exclamado Pérez Prado. “Con ese nombre, ¡hay que conocerlo!”.

Fue así como César Pagano alineó los planetas para que estos dos colosos de la literatura y el mambo se estrecharan la mano en un saludo aparentemente frío y, a su impresión, desinteresado. Horas más tarde, Dámaso Pérez se entusiasmó de tal manera que destronó de su asiento frente al órgano a la pianista Conny Riveros, una caleña mítica por ser pionera en el género, y se puso a improvisar junto a la orquesta. Así quedó grabada la rumba en la memoria de Bogotá, como la noche de diciembre de 1983 en la que los personajes más ilustres del panorama cultural del hemisferio panamericano casi tumban una casa a punta de pachanga.

Oh, ¿qué será, qué será?

Con la mezcla de ritmos heredados de África como el danzón, un ritmo francés haitiano y las rumbas cubanas como el guagancó, los primeros ritmos afrocubanos como el jazz, el mambo y el son cubano terminaron atracando en las costas de Puerto Rico y Colombia. No obstante, se necesitó de su fama en Nueva York, entre las comunidades negras y migrantes boricuas marginadas del Bronx, para que la salsa como la conocemos tuviera lugar en un mundo caldeado por las guerrillas y las guerras. César Villegas le tiene un nombre al surgimiento de la salsa como protesta, motivada por un sentido social puro: rebeldía con alegría. En lugar de espadas, las minorías empuñaron repertorios anárquicos como los de Eddie Palmieri y su canción ‘Vámonos pal monte’, que, junto a Ismael Rivera, con el ‘Negro bembón’, en 1980, y otra decena de rebeldes, le cantaron a la discriminación de los pueblos negros y a la “la preferencia de los Estados Unidos de enrolarlos en guerras como la de Vietnam”.

Los ánimos con los que se apropiaron los bogotanos de la salsa no fueron diferentes. En el libro de crónicas salseras ‘Fuerza Zapato Viejo’, editado por Mario Jurisch Durán e impulsado por la alcaldía de Gustavo Petro, fue Washington Cabezas, oriundo de Tumaco, el pionero de la salsa en Bogotá y el primer arriesgado en aplicar el sabor antillano a los ritmos salseros existentes.

La salsa se vistió en la ciudad de la furia como una contracultura. Más que un género, era un reclamo de masas, ante el cual podían reunirse desde los “estudiantes de la (Universidad) Nacional y la Pedagógica”, hasta el “burgués”. Porque si bien empezó siendo entre los rolos más rolos la música de la chusma, fue la “chusma” la que “arrasó con todo”. En la década de los 80, entre un 55% y un 60% de los capitalinos eran salseros. No por nada, Sauk Naranjo extraña la época en la que la salsa era de todo, menos un ritmo tradicional. Para entonces, los últimos años de la década de los 80, El Goce Pagano le abría las puertas a un aproximado de mil personas de martes a jueves. Hoy Sauk, como anfitrión, recibe los viernes y los sábados, a más o menos 120 personas por noche. Calcula que un 40% son jóvenes y, que, de 10 universitarios, no más de cuatro saben bailar.

Aunque la pandemia representó para él los dos peores años de su vida, pues no percibió del establecimiento ni un solo peso y mantuvo la nómina de los empleados con unos ahorros que tenía destinados para comprarse un apartamento, Sauk puede afirmar que El Goce ha vuelto a ser el de siempre. No ha sido fácil, eso sí. Además de la pandemia y la transición cultural inevitable hacia otros ritmos, el apoyo del Distrito siempre se ha quedado corto. Las becas ofrecidas por el Instituto Distrital de las Artes (IDARTES) y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, adscrita a la Secretaría de Cultura, que contribuyen a la organización de grandes eventos salseros sin costo, en los que pueden participar los establecimientos como El Goce, no son suficientes. Dentro del Programa Distrital de Estímulos de IDARTES, es la Beca Salsa al Parque, con una bolsa de ocho estímulos—cada uno de 4.500.000—, la única convocatoria que, entre el rasguido de las guitarras y el beatbox del Hip Hop, invita a “sandunguear” la cadera. Los ganadores adquieren el derecho de presentarse una sola vez en el Festival.

Aun así, para Sauk y muchos como él, la salsa no está en su salsa. Por eso se motivaron a crear el Gremio de Espacios Culturales y Artísticos (GRECA), el cual será formalizado frente a la Cámara de Comercio en los próximos días. Su motor, o más bien el ritmo que los mueve, es el de influir en las políticas públicas del Distrito para que el trato a los bares salseros de la ciudad, como Sandunguera, el templo de la salsa clásica en Bogotá, Quiebracanto, fundado en 1979 y el mismo Goce, sea diferente al que reciben otros establecimientos nocturnos: “Deben entender que esta no es una fábrica de borrachos, esto es un espacio cultural para la gente”, sienta Sauk.

En junio de este año, las 125.000 personas convocadas en la Plaza de Bolívar por el regreso pospandemia del Festival Salsa al Parque, según IDARTES, pueden considerarse como la prueba fehaciente de que el vigor de la salsa a través de los años sigue intacto…¿o no?

La-33 fue una de las 18 orquestas locales, nacionales y extranjeras, invitadas el Festival. Guillermo Celis, su cantante, después de tantear el terreno en el rock, se topó de frente con la fiera que llevaría su voz a las tarimas de los cinco continentes: la pantera mambo. A Guillermo la salsa no se le asoma ni por las esquinas. Su semblante es más bien vampírico y sus ojos, siempre detrás de unas gafas oscuras, son un misterio. Los hermanos Mejía: Sergio, su director y bajista, y Santiago, pianista— ¡rolísimos y con pinta de roqueros! —, fueron seducidos más o menos de la misma manera. “Yo encontré muchas influencias del rock en Fruko y sus Tesos. Igual uno de joven escuchaba Metálica en la casa y luego se iba a la fiesta del barrio a bailar Wilfrido Vargas y Jerry Rivera”, recuerda Santiago.

Desde la creación de La-33 en una casa de Teusaquillo, en 2001, “el aire salsero” ha sufrido un visible debilitamiento en la capital, gracias a la incursión de los géneros urbanos.

El polo contrario de Guillermo Celis, el cartagenero folclorista David Cantillo, moreno candoroso y otra de las voces de La-33, es más que entusiasta. Y no sin razón: tras la pandemia, el regreso de su música a los escenarios, que guarda aún los elementos clásicos del boom salsero neoyorquino, pero que se lanza a probar suerte en territorios desconocidos como el reggae y rock, ha tenido una gran acogida en la ciudad.

Mientras unos le pronostican una larga vida a la salsa en Bogotá, otros más radicales, como César Pagano, que la mecieron en sus brazos, le pegan un tiro en la cabeza. Sea cierto o no lo que alguna vez cantó Hector Lavoe, que “¡todo tiene su final y nada dura para siempre”, algo es seguro: la salsa no volverá a ser la misma, que tan enrevesada y a la vez sentida, fue capaz de expresar dentro de una trompeta, lo que dentro de una bala pudo haber matado.

 

 


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