Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Bienbenio a tiela suto Palenque

Conozcamos desde sus habitantes un tesoro infravalorado de Colombia: San Basilio de Palenque, el primer pueblo negro libre de América.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2019-2), con el profesor David Mayorga.

En San Basilio de Palenque se contrasta notoriamente una inmensa riqueza cultural e histórica con una pobreza marcada por el abandono estatal y la falta de oportunidades.

Es el pueblo donde nació el legendario boxeador Kid Pambelé, de donde provienen las carismáticas palenqueras de las calles de Cartagena, aquí se mantienen tradiciones y ritos provenientes de la cultura africana, tienen su propio idioma y son además el primer pueblo libre de negros cimarrones en América, siendo liberados por su propia revolución en 1603. Todas estas características vuelven a Palenque un lugar extraordinario, que además es Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, declarado así por la UNESCO.

Pero toda la abundancia cultural de San Basilio de Palenque se opone al histórico abandono estatal al que han sido sometidos durante siglos: el descuido de sus calles, la desprotección de su población y la falta de servicios básicos que los persiguió hasta la intervención de Pambelé. Aún siendo un pueblo tan importante para la historia colombiana, Palenque permanece en la ignorancia de muchas nuevas generaciones del país, un sitio que está peleando por mantener sus tradiciones y su cultura a flote a pesar de sus problemas y el abandono.

En cualquier esquina de Cartagena se puede encontrar a las palenqueras, mujeres que con su sonrisa atraen a los turistas para venderles ensaladas y fotos (las segundas son las más caras), todas ellas provienen de San Basilio de Palenque, un pueblo que pocos conocen realmente, pero cuya riqueza cultural e histórica es tan invaluable como la de sus personas.

Ella se presenta como Petra, se llama Petrona Cáceres Herrera y en su pueblo natal le dicen Teo. En ese pueblo no conocen a casi nadie por el nombre, todos tienen el apodo impuesto por los años, por el trabajo, por la experiencia o por los niños. Pero desde que Teo se mudó a Cartagena se convirtió en Petra a tiempo completo, llegó hace más de treinta y siete años para vender fruta en las calles de la ciudad.

Todas las mañanas sale de su casa en el sector de La María, a las cuatro, y se dirige al mercado para comprar las frutas que serán el sustento de su trabajo diario, después de un largo trayecto llega al sector de Manga y se ubica donde siempre, junto al edificio de Barlovento 106, allá la conoce todo el mundo y espera pacientemente que entren los autos de los empresarios y políticos que viven en la acomodada zona, desde las ventanas de los pisos más altos le preguntan el precio del aguacate y sin moverse de su lugar ella ofrece su producto con una voz ronca y potente que se debe escuchar hasta la otra cuadra. Después de las 12 o de la 1 se irá a almorzar y empujará su carrito por las calles de Pie de la Popa, Torices, Canapote, Calle Nueva y el Torín. Recorre más o menos veinte kilómetros diarios. ¿Qué hace después de tan ajetreado día?

—Llego a mi casa, me siento y en la noche me echo tres polvos — dice sonriente y sin pena alguna.

Los polvos los echa con su esposo, con quien vive además de con una de sus tres hijas y sus dos hijos: Ariel y Uriel, pero en el pueblo a ellos los conocen como los mellizos boxeadores.

Otra cosa que hace Petra es comprar todas las semanas un número de lotería, esperando volverse millonaria algún día.

—Ojalá yo me la ganara para pasar todo el día culiando — dice convencida.

Petra es palenquera, aunque no se le reconoce fácilmente como una, porque no es como aquellas que se ven en el centro histórico de Cartagena, como las que están en las portadas de las revistas turísticas; ella viste ropas sencillas, predomina el negro, no carga las frutas en una palangana en su cabeza, sino en un carrito que le ha ayudado a descansar la espalda, pero no los pies. Modela su sencillo vestuario y contonea sus voluminosas caderas con alegría. Petra es palenquera, así como era su mamá, así como era su abuela, así como es su esposo y así como sus siete hijos y catorce nietos; todos son palenqueros porque nacieron en San Basilio de Palenque.

Se puede llegar a Palenque tomando un bus desde la Terminal de Transporte de Cartagena, esperar que recorra 57,7 kilómetros y te deje en Malagana, al lado de la carretera, allá debes hacer el regateo con los motociclistas, y cuando llegues a un acuerdo razonable te darán un paseo marcado por el sol, el viento y los paisajes hasta la plaza central de este pueblo que tiene tanta riqueza histórica, cultural y popular como pobreza, tan abandonado por el gobierno. En medio de su fortuna tiene a sus habitantes expectantes por la visita de extranjeros y turistas para mover un poco su economía.

San Basilio de Palenque fue el primer pueblo libre de América Latina. En la plaza principal puedes encontrarte a Benkos Biohó, al menos a su estatua, él dirigió la lucha contra los españoles que logró el primer palenque para negros cimarrones oficialmente libre de esclavitud en el continente. Los palenqueros y palenqueras de hoy son herederos de esa tradición de libertad, una población totalmente negra, traída desde las regiones costeras de África. Desarrollaron su propia lengua para poder hablar sin que los colonizadores les entendieran, es una lengua derivada del bantú, el español, el francés y el portugués antiguo. No todos los jóvenes de hoy se interesan tanto por aprender esta lengua criolla, pero los grafitis, los letreros y los mayores se encargan de preservarla en la memoria. Aún resulta útil, pues si antes servía para que no les entendiesen sus captores, hoy lo usan para que no les entiendan los turistas, tanto en Palenque como en Cartagena, las palenqueras del centro histórico se ríen entre ellas mientras observan a los transeúntes.

—La tradición allá en mi pueblo es hablar el palenquero, aunque ya a los niños no les importa tanto, pero es parte de nuestra cultura — dice Beatriz mientras equilibra sobre su cabeza el peso de una palangana a 50 kilómetros de Palenque. Ahora está en la ciudad amurallada, en donde todos quieren tomarse fotos con ella y con sus compañeras de oficio. Petra no se viste de colores para que le tomen fotos, Beatriz cobra por ello.

Tras la liberación de Palenque, sus habitantes tuvieron que rebuscar cómo estabilizar la economía de su ahora aislado pueblo, pues no eran fáciles las relaciones comerciales con el enemigo colonizador. Los hombres aprovecharon la tierra, las mujeres tomaron las exóticas frutas que ellos cultivaban, las ponían en grandes platos llamados palanganas, y caminaban durante horas hasta la movida Cartagena. Esa historia continúa en el presente, pero ahora el recorrido hasta la Ciudad Heroica es motorizado y ahora, con su consagración como símbolo de la ciudad y del país, la mayoría de lo que ganan no viene de vender sus frutas y dulces típicos, sino de sonreír para las cámaras de quienes las encuentran representativas y exóticas.

—Yo a veces también hago eso, mi trabajo normal es con el carro y así todos los días, pero a veces la alcaldía o la gobernación me paga para unas fiestas o eventos turísticos donde me tengo que vestir con la falda y los colores y me arreglo y todo eso. Me toca repartirles dulces y frutas a los invitados. Ahí me hago ciento veinte mil o ciento cincuenta mil en una noche — admite Petra, quien, aun así, piensa que a veces sus homónimas pecan de careras con los turistas.

Caminar por las calles de Cartagena es el equivalente a encontrarse con al menos una decena de palenqueras, todas te sonríen desde la lejanía cuando ven que tienes una cámara en la mano, te hacen señas para que te acerques, empiezan a posar para ti, te preguntan qué haces por ahí y te dicen que la fruta no está tan cara.

—Camilo, pero tú no me dijiste que había foto — dice Gledis en medio de la entrevista. Se sienta y pone su palangana en otra silla, mientras accede a continuar la entrevista sólo con una foto. Las palenqueras son más que conscientes de su valor cultural, y son absolutamente fieles a esa filosofía colombiana del vivo vive del bobo, ellas tienen que estar siempre vivas para aprovechar cada oportunidad y ganarse el mejor dinero. Eso no está mal, a fin de cuentas, su pueblo se levantó regateándose el dinero como fuese, y hoy en día aún lo hacen así, no son ricos, necesitan sobrevivir — Somos muy unidas, somos muy alegres, no nos desamparamos. En mi pueblo cuando muere un familiar siempre estamos ahí acompañando…

Palenque se ha ganado el reconocimiento como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad debido a su peculiar historia, organización, cultura y tradiciones. Entre todos sus ritos y costumbres preservados desde los tiempos de sus antepasados africanos está su particular relación con la muerte.

—Eso es muy doloroso, lo peor que le puede pasar uno, yo tengo una tristeza muy grande en mi corazón — a la Negra Fea (aunque tiene la sonrisa más bonita que se haya visto), hermana de Petra, se le llenan los ojos de lágrimas en un segundo con la mera mención de su madre. Petrona había contado que vestía todos los días de negro porque estaba de luto, porque estaba triste. Su mamá también era palenquera, murió hace unos años, en 2017, pero a sus hijas aún les pesa el corazón, y por medio de su vestimenta expresan su pesar y su dolor. Es dos de noviembre, todo este fin de semana están consagrando a los muertos, y saben que hoy se verán en el cementerio, llorarán desconsoladamente y sus dolores se intensificarán — Yo ahorita temprano no puedo ir al cementerio, me toca dejar el almuerzo y la comida listos primero porque sé que cuando vaya me voy a descomponer, no puedo dejar todo tirado.

—A mí me duele mucho acordarme de mi mamá, pero sé que sí pasó es porque era lo que Dios quería, y él la tiene en su gloria — dice Petra secando un par de lágrimas de su rostro.

Si bien esta idea del duelo está muy arraigada, también lo es la idea de la fiesta para la muerte. El lumbalú es una de las tradiciones más famosas de San Basilio. Es extraño de cierta forma, estos rituales de música, de alegría y de reunión muy propios de sus raíces africanas, convergen en el mismo espacio que los padres nuestros y la consagración del alma a Dios. Para ser un pueblo hereditariamente rebelde y golpeado directamente por el yugo español evangelizador, es a la vez un pueblo muy marcado por la tradición católica y muy creyente en los valores cristianos.

Justamente hay en el pueblo una reunión de familia que despide a un ser querido, la joven Lina murió hace nueve días con solo treinta y cinco años, es decir que hoy se celebra la novena y última noche de penarla. Era sobrina de Petra. El padre de la fallecida atiende pacientemente a toda la familia, suelta chistes por ahí y se encarga de supervisar y repartir la sopa a los invitados que charlan alegremente; la mamá de Lina está dentro de un oscuro cuarto acompañada de unas cuantas mujeres, mira con una solemne tristeza un pequeño altar levantado para su hija, con una foto de ella recién graduada, varias cintas, una de estas que dice su nombre, y velas que en su mayoría no están encendidas. Casi no habla, no dirige su atención al otro lado. Su duelo será seguramente muy parecido al que cargan Petra y su hermana.

La novena noche es especial al velar una persona en Palenque, si bien las noches anteriores se reúne buena parte de la familia es algo más íntimo, hay días donde se baila al son de la música favorita del fallecido, todos se juntan para dar el pésame, pero el noveno día y noche son los más importantes, porque ahí sí se reúne mucha gente, todos los amigos, familiares y conocidos posibles se arrejuntan alrededor de la memoria de quien los acaba de dejar, se hace una celebración en el cementerio y toda la familia se queda hasta las 4 de la mañana, a esa hora levantan un velo que había estado cubriendo el lugar de descanso de quien murió y después todos se van a casa. La fiesta concluye para unos y un duelo más intenso y profundo empieza para otros. Lina era palenquera de palenque, pero no se dedicaba a la labor de su madre ni de sus abuelas, curiosamente, ya las jóvenes casi no lo hacen.

—Uno siempre quiere que los hijos tengan el mejor futuro, una vida mejor que uno, a mí no me gustaría que mis hijas siguieran con esto porque digamos tener esto en la cabeza todo el día va dañando la espina cervical, va cansando el cuello y va matando mucho — Beatriz no quiere que sus hijos o hijas se dediquen a esta labor. Si bien se ven muchachas razonablemente jóvenes en las calles de Cartagena, la verdad es que las vendedoras de fruta van en su mayoría desde los 45 hacia arriba. Palenque se preocupa mucho por guardar y perpetuar sus tradiciones, pero el oficio de la palenquera ya no es tan necesario para las nuevas generaciones. Al igual que hace mucho ya no lo es el trabajo del agricultor palenquero.

—Se cultiva un poquito, pero ya no tanto.

— ¿Por qué?

— Porque los agricultores se disgustan porque la fruta que siembran aquí en el pueblo entonces se la roban. Allá en el monte van los que no son dueños y se la cogen. ¿Oíste? Entonces los hombres mayores, que tienen su trabajo como el señor mío, están disgustados porque la yuca que él siembra cuando él la va a buscar no la hay — habla Nubia, la cuñada de Petra. Ella fue en su momento palenquera vendedora de fruta en Cartagena, ahora se quedó a vivir en su pueblo natal, y arregla un pescado mientras suelta algunas palabras en palenquero sobre su pueblo, su raza y sobre los turistas.

Muchas palenqueras como ella se trasladaron en su momento a vivir a la Ciudad Amurallada, otras deciden hacer el viaje de 2 horas todos los días yendo entre Palenque y Cartagena. Pero eso sí, no hay fin de semana que todo palenquero o palenquera que esté en cualquier lugar de la costa se devuelva a su pueblo natal, o que al menos lo intente. Se reúne con sus hijos, con sus padres, con sus hermanos, con sus nietos. Eso hace Geo todas las semanas, ella es otra de las palenqueras “no típicas” (pero que se ven por toda la ciudad) que va con un carrito y no lleva exorbitantes colores para atraer turistas, ella solo se dedica a vender la fruta.

—Tengo sesenta y tres años, soy palenquera afrodescendiente. ¡Viva Palenque!

Las nuevas generaciones van en una nueva dirección, pero aún así mantienen los valores de la tradición africana que los precede. Aprenden en la escuela la historia de Benkos, sus padres les enseñan las palabras en palenquero que se leen en las paredes por todo el pueblo, la música es un componente fundamental de la educación, forman grupos de baile y canto, y algunos aprenden la labor de los mayores y ancestros que en su momento tuvieron que encaminarse a Cartagena para llevar a Palenque a la prosperidad.

Se valen de sus iconos: de Kid Pambelé, de Rafael Cassani Cassani, de las mismas palenqueras y de su particular y respetable sistema de organización. San Basilio de Palenque es eso, un palenque, representa la libertad, la familiaridad, la hermandad y la injusticia. Se vale de los vecinos que se gritan de puerta a puerta en un idioma desconocido del español, se vale de plantas medicinales y piedras especiales para perpetuar sus conocimientos ancestrales que están amenazados a quedar en el olvido, se vale de sus niños que no se quieren ir, de los hijos que quieren volver y de las madres y padres que allá quieren morir. Palenque es un lugar lleno de riqueza cultural e histórica que aún no quieren desaparecer, que entre su gente se mantiene fuerte y que ha alimentado el esplendor de Colombia con su alegría y la reivindicación de sus raíces.

 

 


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