Facultad de Comunicación Social - Periodismo

María y José

Esta es la historia de una psicóloga y un solitario que, siendo desconocidos, han transitado el mismo camino: llevar la vida a través de las flores.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2023-1), con el profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández. 

—¡Vea! Ese es uno de los cobradores —me dijo Don José, dirigiendo sus ojos al muchacho que se imponía al frente de su puestico

El joven se quitó sus audífonos intentando comprender lo dicho, al mismo tiempo que hacía un gesto de amenaza. 

—¿Qué dijo, cucho? 

—Que usted es un cliente, muchacho. 

Me quedé completamente fría. Yo me había hecho para atrás creyendo que era un cliente, pero no. Precisamente, segundos antes de que él llegara, yo le había preguntado a Don José cómo le iba con el tema de los gota a gota. Ahora, tenía de frente a su cobrador enviado. Me miraba con algo de inquietud -quizás era una muchacha bien vestida, con un celular costoso y que se había perdido buscando flores bonitas- y algo de sospecha -¿estaría preguntando por cosas que no debía?-. Preferí no intervenir y, más bien, pretendí no prestar atención a su conversación. 

—Vine por lo que me prometió. Ayer era lunes y usted no pagó —le dijo el cobrador a Don José. 

—¿Hoy? Pero… 

—Sí. Hoy. Me dijo que pasara cada lunes y hoy ya es martes. Le toca pagar. 

Don José miró a los lados. Se levantó de la silla como pudo y sacó la billetera de su bolsillo. Pude ver, desde lejos, que tenía un billete de 20 mil y 3 de 2 mil.  

—¿Puede cambiarme este de 20? No quiero quedarme sin sencillo. 

Cogió el billete. sacó un fajo de su bolsillo y le regresó 16 mil a Don José. La cuota semanal que debía pagar era de 4 mil pesos y si no lo hacía, tendría que aguantarse las amenazas de quienes vinieran a cobrarle después. El joven guardó la plata, hizo un gesto de aceptación, se puso sus audífonos y advirtió: 

—Cucho, la otra semana nos vemos. Ya sabe. 

María: La psicóloga de las flores 

En una de las esquinas de la plaza de Paloquemao, donde apenas se oyen las voces atravesadas por el ruido de autos, camiones y busetas, se encuentra el puesto de flores de la Sra. María. 

Tiene un poco más de 60 años. Vive en el 20 de julio con su mamá, quien tiene 89 años y padece cáncer, y su hermana, a quien le paga 50 mil pesos al día por cuidarla. Es madre soltera y tiene tres hijos, a los que les enseñó a trabajar y ganarse la vida, a punta de flores, desde que eran pequeños. Así como ella, que desde los 8 años tuvo que salir con su mamita a vender mercado -o lo que tocara-, para tener con qué vivir y comer. 

Se levanta a las 2:00 de la mañana, pone la misa y se prepara para salir de su casa. Siempre se va en taxi porque prefiere la comodidad y sabe que, al llegar a su puesto, encontrará a sus flores, listas para abrir sus pétalos y ser vendidas. Paga 10 mil pesos diarios para que se las cuiden. Y aunque no sabe si le habrán robado algunas, no se preocupa por eso. La rutina es la misma cada día. Esperar a que lleguen los clientes, a pie o en carro. Convencerlos de que miren los ramos disponibles y que, dentro de sí, piensen en la persona que lo recibirá y compren uno. 

*** 

Yo llegué a eso de las 12:00 del medio día. Me miró con un poco de duda y decepción cuando se dio cuenta de que no iba, precisamente, a comprar flores sino más bien a indagar sobre su vida.  

—Pregunte, chica. Yo le voy respondiendo mientras hago estos ramos —me dijo con algo de afán. 

Empezamos hablando sobre su vida, su familia y cómo había comenzado a vender flores. Era notorio que llevaba bastante tiempo en el negocio. 

—¿Hace cuánto vende flores, Sra. María? 

—Hace más de 20 años. De esto vivo y con esto pago mis cositas y mantengo a mi mamita.  

—Y ¿qué tan bien le va? ¿Cómo cuánto se vende al día? 

No me miraba a los ojos ni tampoco prestaba mucha atención a mis preguntas. Su concentración estaba en los posibles compradores que se aparecerían en cualquier momento. 

—Pues… hubo un día en el que me puse a llorar. Solo vendí 30 mil pesos —me dijo con la voz entrecortada, como si tuviera miedo de volver a vivirlo—, y pues… eso no alcanza para nada. Pero, de resto, uno se vende por ahí 300, 500 mil o un milloncito. Lo de siempre 

Estaría diciendo mentiras si no aceptara que su respuesta me sorprendió. 300 mil pesos al día. Yo no podía creerlo y eso se notó en mi respuesta. 

—Vea pues. 

—Sí. Eso es lo que necesito para cubrir lo del taxi, comprar las flores, pagarles a mis hijos, pa’ que me cuiden acá y para los medicamentos de mi mamita. Cada semana tengo que comprarle cremas y pastas. Eso me sale como por 130 mil. 

Poco a poco, agarraba más confianza. Me fue contando sobre sus hijos, sus gustos en la comida, los tratos de los clientes y su inquebrantable fe en Dios. Ella tenía muy claro, y así me lo hizo saber, que todo lo que había logrado era gracias a Él. Dios le enseñó a ser fuerte, tratar bien a las flores, hablarles y salir adelante. Eran muchos los obstáculos que se le habían cruzado por el camino y; sin embargo, seguía viva y trabajando.  

—La gente de ahora es muy floja, chica. No trabajan. No se esfuerzan. Uno tiene que trabajar si quiere vivir y estar bien. Y pues, eso hago yo. Aquí vengo todos los días de la semana. Sin descanso y sin parar. 

 Mientras charlábamos, se parqueó una Duster. Ella corrió a ofrecer las flores y le dijo al conductor. 

—Los ramos. Los ramos. Venga, amigo. ¿Qué necesita? 

—Vengo de parte de… A recoger unos ramos —le dijo el hombre. 

—¡Llegaron por los ramos! —les gritó la Sra. María a sus hijos, dándoles aviso para que empezaran a cargarlos en la camioneta.  

—Faltan cinco por hacer —replicó el hijo mayor.  

Me hice para un lado y dejé que esta familia trabajara. Los dos hijos mayores, la menor y la Sra. María corrían de un lado a otro con ramos al hombro.  

—Este es uno para usted —le dijo la Sra. María al hombre, al mismo tiempo que le entregaba un ramito pequeño—. Muchas gracias por haber venido, acá lo esperamos. 

“Esa fue la venta del día. Es un encargo por lo del mes de la mujer”, me dijo ella, después de que le preguntara por esas ventas grandes e importantes. Minutos después, llegó una muchacha ofreciéndoles el menú del día. 

—Hoy tengo pescado, ensalada, patacones, sopa de arroz y…  

—Yo quiero un pescado. Sin sopa porque no me gusta. Y lo quiero ya, está haciendo como hambre, por favor —dijo la Sra. María, asegurando su almuerzo. 

—La verdad es que me gusta comer bien. La comida me sale por 17 o 20 mil pesos —me confesó. 

Estuve con ella por, más o menos, treinta minutos. Al principio, sus respuestas eran algo cortas y tajantes. Pero, a medida que fuimos hablando, empezó a contarme más cosas sobre su vida. Tiene Sisbén, pero no le gusta ir al médico. No toma pastas y prefiere hacerse agüitas o fingir que no está enferma. Me dice que “para enfermarse no hay tiempo. Tengo que levantarme y venir a trabajar. Yo hago como si no me doliera nada y, al final, se me pasa”.   

Sus hijos ya no viven con ella. Cada uno tiene su familia. Y ella tiene a su mamita en la casa, esperando a que llegue a verla y compartir, antes del que tiempo se les acabe. Va a misa cuando puede y le da gracias infinitas a Dios por haberla permitido salir de los rincones más oscuros y los problemas más difíciles. Antes de irme, me cuenta sobre uno de esos sucesos que la dejaron marcada por siempre. 

—Yo llegué a deberle 32 millones de pesos a un gota a gota. Eso es lo que uno hace cuando no tiene con qué pagar. Y pues, Dios me dijo “si en eso te metiste, de ahí tienes que salir”. Y así fue. Aunque me mandaron al de la moto y me amenazaron de muerte, yo les pagué. Les pagué absolutamente todo. 

José: el solitario de las flores 

Dos cuadras más atrás, exactamente al frente de la entrada de la plaza de Paloquemao, se sienta Don José a vender sus ramitos de flores. 

Tiene 60 años. No está casado, no tiene hijos y vive completamente solo. Prefiere estar lejos de su familia, para evitar problemas y estar mejor. Nació en Bogotá. Vivió entre la capital y Cachipai, donde se sintiera feliz, tuviera trabajo y no se aburriera. A los 14 años empezó a vender flores en la Plaza España y, como en el 77, se pasó a las cuadras de la 19. 

Está viudo, o al menos eso dice, cuando se le pregunta por su última novia: Sara. Él, a duras penas, tiene como transportarse, pagar arriendo, comprar sus florecitas y saldar sus temibles deudas. Tampoco le preocupa no tener a nadie a su lado. Su compañía son las flores y así se quedará hasta que la muerte toque su puerta. 

*** 

Caminaba por la 19 y me encontré con el puesto de Don José. Y a pesar de que no era el más grande, ni el más imponente, él tenía algo en su mirada que era especial. Me acerqué y le comenté sobre, si pudiera decirse así, mi aventura. Con una sonrisa, aceptó. 

—Sarita, pero ¿qué podría decirle un viejo como yo? —me confesó, mirándome a los ojos—. Mi vida ha sido muy dura y no sé qué quiere saber. 

—Quiero saber lo que sumercé quiera contarme. Todo es importante. Yo me haré aquí, a un ladito, por si llega algún cliente —le dije. 

Se sorprendió un poco con mi respuesta y, rápidamente, se acostumbró a mi presencia y a mis preguntas. No nos escuchábamos muy bien. El ruido era impresionante y agobiante. Pero ahí estábamos, conversando sobre la vida del solitario con el corazón más tierno que he conocido. 

—La verdad es que aquí uno no vende mucho. Hay muchos días malos y algunos buenos. Se hace lo que se puede y pues… al menos me alcanza pa’ vivir. 

—Y ¿cómo hace cuando se enferma? ¿Tiene Sisbén? 

—Pues si tengo —me dijo casi riéndose—, pero pues eso no sirve de mucho. Yo estaba como en el nivel 54 y me bajaron. Pero jum. Siempre que me enfermo, voy donde una doctora y ella me dice que tomar. 

Hablamos sobre sus deudas, los gota a gota y la Alcaldía. 

—A veces vienen y nos dicen que debemos irnos. Casi que nos echan. Hasta nos dicen que nos darán beneficios y nos llevarán para otro lado. Pero por acá no han vuelto. Eso nunca hacen nada. 

Al momento se acercó una clienta. Rápidamente me quité y le di espacio a Don José para que vendiera sus flores. 

—¿A cómo son estás? —le dijo una señora, mientras señalaba un ramo de astromelias blancas. 

—A 3 mil, mi señora. ¿Quiere llevarlas? Mírelas. 

—Mmmm. No, gracias. Después paso. 

La señora se fue. Y, lastimosamente, mientras estuve ahí -durante casi 30 minutos-, no se aproximó nadie más. 

—Y, entonces. ¿Cómo así que está viudo? ¿Cuál fue su última novia? 

—Se llamaba, así como usted. Sara —me dijo con un tono de voz más animado, al mismo tiempo que le brillaron los ojos. 

—¿De qué se murió? —le pregunté. 

—¿Se murió? 

—Luego no me dijo que estaba viudo —le dije, entre risas. 

—Ah no. Es que ella se fue. Estuvimos juntos mucho tiempo. Como un año. Pero quería a un man con plata, y pues yo no tenía. 

Era mejor no enamorarse, porque el amor solo decepcionaba y dejaba adolorido el corazón. Ahora disfrutaba de la compañía de una que otra amiga. No le molestaba estar solo. Y, aun así, yo sentía que mi compañía le había alegrado el día. No se había resistido a hablar conmigo y, más bien, se sentía muy cómodo con nuestra charla. Se reía. Me contaba sus anécdotas y, con una que otra frase, me enseñaba sobre la vida. Antes de irme le dije: 

—Bueno. Ya me tengo que ir. Regáleme, por favor, un ramo de astromelias rojas para mi nona. 

—¿Que le regale? —me dijo sorprendido, asombrado y preocupado. 

—Es decir, que me lo venda. No se preocupe. Yo se lo voy a pagar. 

—Ah bueno, señorita. Así, sí. —me dijo riéndose—. Tome, Sarita. Muchas gracias y espero volver a verla. Venga y visíteme, por favor. 

Me recibió el billete de 10 mil, lo guardó y hasta me regaló un ramo de rosas rosadas -uno que me estrujó el corazón, me sacó una lagrima y me marcó para siempre-. Se levantó de su silla, me dio la mano y se despidió de mí con una sonrisa inmensa.  

*** 

La calle 19 está adornada con flores de todos los tipos. Vendedores dentro de las tiendas, en puestos ambulantes o que corren entre la avenida, convenciendo a uno que otro comprador. En esos pétalos, pistilos y tallos está puesta su vida, su trabajo y su supervivencia. Eso es lo que tienen. Su fuente de dinero, bienestar y algo de felicidad. “El que no trabaja es porque tiene plata”, me aseguró Don José. Y es verdad. María y José trabajan, a pesar de la edad que tienen, porque su vida no es fácil y porque si no lo hacen, se perderán entre la pobreza o la muerte. 


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