Facultad de Comunicación Social - Periodismo

La dictadura religiosa

La legitimidad estatal no se ha dado en ningún punto de la historia colombiana por nuestra visión política como por nuestro apego a la religión.

Ensayo realizado para la clase de Pensamiento Crítico y Argumentativo I (primer semestre, 2023-1), con el profesor Sergio Arturo González Vargas. 

A nivel global, el concepto de «modernización» se comprende como aquella transición inescapable en la cual cada Estado-nación dio el paso desde las antiguas tradiciones de un mundo ruralizado y sin técnica a otro, donde se alteraron por completo las bases sociopolíticas y donde prevaleció la ciencia y el desarrollo industrial en pro de la búsqueda del bienestar social.

Esta transición moderna -incipiente desde las grandes revoluciones que marcaron el mundo y su curso: la Revolución Industrial y la Revolución Francesa- está llena de matices e individualidades al tiempo de estar sometida a una red infinita de dependencias e influencias. Es por este motivo que al analizar el texto de Rubén Jaramillo Vélez, «La Postergación de la Experiencia de la Modernidad en Colombia», se podría afirmar que ésta, posterior a la supuesta independencia, jamás logró establecer un Estado legítimo que llegara a unificar tanto a sus individuos como a sus instituciones. Se cae en una inestabilidad constante con un oscuro horizonte y, a pesar de la autoproclamada labor de “unificación” por parte de la iglesia y la religión, esta fue más bien una arma de dominación y retroceso. 

La legitimidad de un Estado moderno, así como todo, depende de una gran variedad de factores que deben funcionar entre sí para un buen funcionamiento en general. Según uno de los sociólogos más importantes del mundo moderno, Max Weber, uno de estos factores es el monopolio de la guerra; entendiendo como importante la violencia para la existencia de una civilización, pero que, al tiempo, esta es solo legítima si esa violencia es respaldada por la cohesión de todos los individuos y no únicamente por parte de una minoría.

Surge la cuestión de una de las problemáticas más notorias del contexto colombiano. William Ospina en las primeras páginas de su texto «La Franja Amarilla» presenta una fuerte crítica hacia este fenómeno de independencia: “Nuestra historia suele caracterizarse por esa tendencia a pensar que basta repetir con embeleso las palabras que expresaron una época para ya participar de ella; basta que gritemos Liberté, Egalité y Fraternité, para que reinen entre nosotros la luminosa libertad, la generosa igualdad, la noble fraternidad, para que ya hayamos hecho nuestra revolución, pero en realidad nos apresuramos a proferir esos gritos para evitar que llegue esa revolución y para simular que ya la hicimos” (Ospina, 1996, p 6).  

Reconociendo la importancia del proceso de la independencia como indispensable en la conformación de un Estado legítimo y, por consiguiente, para la creación de instituciones sólidas que busquen el bienestar social de sus ciudadanos, existe la cuestión sobre si realmente logramos la emancipación hispánica o si, más bien, fue la lucha de una minoría privilegiada, usando a su favor el descontento generalizado de un pueblo sometido a la explotación. Como se expone en el presente texto, lo comprendido como ciudadanos colombianos por revolución de independencia es en sí la postergación y eternización de valores occidentales hispánicos ligados a la religión que nos mantienen en una circunstancia de retroceso y tradicionalidad conveniente.

Para entender mejor aquellos ideales comentados por Ospina en su ensayo, la serie de Netflix, «Le Révolution», en medio de su caracterización ficticia, relata la cotidianidad de un pueblo previo a su revolución. Representa la lucha del pueblo contra aquellos señores nobles que lo tienen condenado al sometimiento, la desesperanza, el hambre; sobre todo, al abandono total. En su segundo capítulo, destacamos la siguiente frase, “Los siglos se forjan por los que no tienen miedo de morir por una causa o de pelear por la justicia; solo se necesita que un hombre se levante para que el pueblo se levante también”. En Colombia, al pensar acerca de nuestra propia revolución, nos encontramos con el nombre de Simón Bolívar, a quien le otorgamos históricamente el nombre de El Libertador, pero ¿realmente lo fue? o ¿fue el impacto de su procedencia familiar aquella que permitió la divulgación de un título trascendental; siendo el un hombre que únicamente luchaba por los ideales de su clase con un discurso poderoso que le permitía llegar hacia aquellos menos favorecidos por el sistema de clases existente; llenos de perjuicios y desconocimiento sobre lo necesario para una independencia veraz y duradera? 

Este hombre militar de origen criollo, debido a su condición social de nacimiento, tuvo la oportunidad experiencial sobre los efectos de aquellos ideales en sus jóvenes viajes a Europa, y a pesar de su directa convivencia, dentro de su gran campaña de liberación contra los españoles, no logró efectivamente establecerlos en este vasto territorio porque su lucha y los de su clase, “…distaba mucho de estar respaldado por hechos concretos: por procesos efectivos y desarrollos socio-económicos, culturales e idiosincráticos que se correspondiesen con este espíritu. Se trataba más bien de una abstracta identificación por parte de sectores minoritarios ilustrados, que tal vez no resultaría exagerado calificar de ingenua.” (Jaramillo, 1990, párrafo 5).

Es decir, aquellas palabras simbólicas mencionadas anteriormente con Ospina, en este contexto latinoamericano, nunca se llegaron a poner en práctica y es ingenuo, como se menciona, pensar lo contrario: no habían hechos concretos ni procesos efectivos que permitieran la divulgación y educación de estos en los sectores menos favorecidos. Esto se podría discutir por variedad de factores, pero el más relevante es que infortunadamente nunca se creó un sentimiento auténtico de unión contra los opresores extranjeros convirtiéndose este lema revolucionario en una herramienta de discurso más proclamada por los criollos en las calles para así ocultar sus propios intereses, los cuales, estaban distanciados de los de la sociedad mayoritaria y, por ende, incrementar la barrera existente de exclusión entre el poder de unos pocos sobre el resto de la población y además, posteriormente generar una división dentro de ellos mismos.  

El péndulo histórico de la incertidumbre política viene desde ese entonces; desde la falta de legitimidad originada en el surgimiento del nuevo Estado, desde la transformación de los criollos en aquellos que tomaron bandos distintos según sus convicciones más cercanas, así como lo destaca Rubén Jaramillo, “tanto el partido ‘liberal’ como el ‘conservador’ habían sido liberales en el sentido de las ideas de la Ilustración y de 1789”. Ambos bandos partieron desde un sentimiento mutuo de emancipación y libertad, pero en vez de usarlo a favor de la creación de instituciones estables, ordenadas y moralmente equilibradas, fueron más los recelos y las ganas de poder las que han dejado una mancha de sangre insoportable en la historia. Se dilata ese comportamiento egoísta y de malicia intrínseca de nuestra cultura colombiana; cada quien, con cierta distinción y poder, toma el bando más conveniente e impone su ideología frente a quienes menos tienen sobre como distinguir lo mejor para lo denominado el ´bien común,´ en fin, se cumple el popular refrán ´el vivo vive del bobo´; este visto como aquel ciudadano vulnerable que no tiene el medio para realmente transformar su realidad y le queda mejor estar estancando bajo el régimen individual de otro.

Esta oscilación incesante de bandos le ha quitado mucho a la nación en su proceso de modernización. El primer proceso posterior a la aclamada independencia se da con la Constitución de Rionegro de 1863, en la cual se fundó a los “Estados Unidos de Colombia” decretando un modelo federalista inspirado por la Constitución de Filadelfia de 1787. Este documento organizó el sistema político del país del norte que recién había logrado su independencia de la potencia inglesa, Estados Unidos. En esta se decreta como aspecto general que cada estado dentro del territorio se rige bajo sus propias normas, sin embargo, se unen bajo una ley general para formar una nación soberana e independiente la cual se identificó con el nombre ya previamente mencionado.  

Durante este periodo de federalismo y dominación liberal, al cual el gran historiador antioqueño Jaime Jaramillo Uribe, le otorga el nombre de “Olimpo Radical”, se dieron muchos avances que lograron poner en marcha algo similar a un proceso de modernización. “Se estableció el telégrafo eléctrico, se fundó el primer banco comercial; se organizó la Universidad Nacional que había desaparecido en la década anterior al 60, se impulsaron las profesiones técnicas y las ciencias…No obstante las vicisitudes de la política y la economía, el país tuvo en las décadas de los años 60 a los años 80; una de sus más brillantes épocas intelectuales”. Se dio, tal como se expone, un gran paso hacia la conexión del país y la generación de organismos pro del progreso común; todos estos acontecimientos acercaron a la nación hacia una industrialización visible e igualmente tangible. Además, como lo afirma la historia, Jaramillo y el autor colombiano Álvaro Tirado Mejía, este modelo político permitió de alguna manera tener paz al “descentralizar la guerra” porque la falta de concentración y dominación del poder de una clase hacia otra no permitió que los conflictos alcanzasen un nivel nacional capaz de alterar el orden estatal.  

En pocas palabras, aquel periodo histórico fue el boom del desarrollo moderno en nuestro país; fue la primera vez que se promovió el verdadero sentimiento de libertad en distintos ámbitos para los ciudadanos… Quizás uno de los movimientos más importantes en destacar de este momento; el país vive por primera vez una libertad de prensa total (en épocas anteriores por su arraigo autoritario, a pesar de la Carta de los Derechos del Hombre de Antonio Nariño, nunca se había podido consolidar este sistema) en la cual, como describe el Banco de la República de Colombia, se estableció en 1861 durante El Pacto de la Unión, la reafirmación que cualquier pensamiento era libre de ser expresado sin limitación alguna, fuese escrito o por medio de discurso. Todo esto, sin embargo, pronto se acabaría y caería en un autoritarismo religioso disfrazado.

A pesar de la fuerza de este modelo político y de sus grandes desarrollos capitalistas e industriales, la apertura hacia el mercado internacional con la exportación de materias primas y su decadencia se dio a partir de la década de 1880 con la crisis del tabaco que obliga nuevamente al poder a concentrarse en la capital. Es a partir de ese momento donde se pasa de la constitución de 1863 a la de 1886 con Rafael Núñez, lo que posteriormente se conocería como la «Regeneración». Tirado Mejía resume esta transición de federalismo hacia centralismo con la siguiente afirmación: “(…) se impone la necesidad de consolidar un poder autoritario central, que en lo político cumpla la función de crear un mercado y una entidad nacional (…)”.  Es decir, para recuperarnos de las consecuencias ocasionadas mayoritariamente por la crisis del mercado internacional, las cuales afectaron nuestra industria joven y frágil, fue una necesidad estatal devolvernos hacia ese modelo previo que teníamos de la colonia.  

El documental «La Guerra de los Mil Días», producción colombiana de RTVC, da a conocer el contexto, convicciones y consecuencias de este periodo longevo originario de 1886 hasta la constitución vigente del 1991. Rafael Núñez, mencionado anteriormente, es uno de los máximos exponentes de este periodo y a pesar de que sus inicios fueron liberales en los cuales se produjeron grandes avances como la llegada del ferrocarril en 1908, el proteccionismo en pro del mercado local, posteriormente y de manera muy contradictoria, tomaría posturas tremendamente radicales en el conservadurismo. Junto con Miguel Antonio Caro, en esta constitución se puede observar la gran influencia católica nuevamente instaurada y la manera descomunal de como la vida social que se daría a partir de ese momento, se vería alterada, al eliminar sigilosamente las libertades logradas con la constitución anterior.  

La religión es considerada importante por las cuestiones de la fe. La humanidad le ha otorgado un valor inigualable y a pesar de esto, los procesos que ha llevado a cabo en el progreso de nuestra nación son bastante cuestionables. El expresidente argentino Domingo Faustino Sarmiento relaciona el proceso religioso con el imperio y el modo de colonización con el siguiente enunciado, “Ellos (los ingleses) llevaban consigo el sentimiento de libertad y personalidad excitado en lo más vivo y caro para el hombre -la creencia religiosa-, y al emprender la colonización no iban al Nuevo Mundo en solicitud de otro y como aventureros militares sino en busca de una patria(…)”. Es decir que, a diferencia del proceso españolizado, los ingleses no llegaron con la visión de explotación y esclavitud total sino con el ideal de un nuevo Estado estable y por delante llevaban a su religión: la protestante, que se expandía por la Europa del momento pero que nunca alcanzo a reformar la España del momento.  

En este contexto la religión jugó un papel de censura y de prevalencia hacia la superstición, nos quedamos rezando, perdiendo la autocrítica y reflexión. Desde la colonización; con la dominación sobre nuestras raíces ancestrales indígenas por medio de los procesos de adoctrinamiento, pasando por la independencia; la prohibición de Bolívar y la iglesia hacia intelectuales filosóficos como Jeremías Bentham que se centraba en temas de instauración de Estados legítimos, hasta el momento de la Regeneración donde de la mano del conservador Miguel Antonio Caro; ese Estado católico vuelve nuevamente a implantarse sin importar que fuese contraproducente con el planteamiento de Núñez de garantizar una “libertad religiosa” tal como lo hizo en su momento la religión protestante en la conformación de los Estados Unidos.   

El conservatismo radical que implantó Caro en Colombia tuvo consecuencias devastadoras: desplazamientos, censuras, guerras y de algún modo una dictadura conservadora que duró 45 años, que dio fruto a las batallas bipartidistas que tiñeron de rojo la historia de la nación. Esta hegemonía de carácter religioso católico fue la responsable de crear un Estado dividido, sin embargo, si se tiene en cuenta que jamás había sido legitimo ni unificado terminó por extinguir cualquier esperanza de algún día serlo. Jaramillo al citar a Indalecio Liévano Aguirre, político y diplomático colombiano, comentó lo siguiente sobre este proceso: “Quisieron imponer en el país un régimen civilista y republicano, y lo lanzaron en medio del más oscuro y atrasado de los feudalismos, como fue la época federal colombiana; quisieron consagrar el régimen de los derechos individuales y no lograron otra cosa que construir el procedimiento capaz de anularlos todos. Desearon la paz y fomentaron las guerras religiosas; desearon el orden y precipitaron al país en la anarquía (…)”.

Esto con el fin de describir el proceso llevado a cabo por parte de Núñez y Caro en esta época que como ha sido mencionado, a pesar de ciertos avances industriales en el aspecto social y religioso, hubo un retroceso que nos llevó a un oscurantismo peor del que se vivió durante la Edad Media.  

Es importante recalcar acá que, en contexto estadounidense, a pesar de la existencia del Estado y la religión, la autogestión civil que comenta Jaramillo Vélez fue en sí lo que permitió la creación estatal, en cambio acá en Colombia, los ciudadanos fueron desde el inicio dependientes de los que gobernaban y no exigían, sino que se conformaban con la realidad. Esta ha sido y continúa siendo una de nuestras más grandes falencias. Hemos permitido en este caso que la religión tome un papel demasiado entrometido en las decisiones tanto económicas-mercantiles como en las sociales y que la laicidad del Estado no sea más que una ilusión, siendo esto lo que principalmente nos tiene en un estanque sin salida y anclados al subdesarrollo persistente como sociedad.  

Una frase del libro «Colombia no es una isla» de Bernardo Vela hace la siguiente afirmación, “(…) la sociedad colombiana del siglo XIX no contó con un orden político moderno que se legitimara con base en la garantía efectiva de los derechos de libertad e igualdad, la construcción de una ciudadanía incluyente y el reconocimiento de la autonomía de las regiones”. Con todo esto podemos afirmar que esta legitimidad estatal tan necesaria y garantizadora de progreso, no se ha dado en ningún punto de la historia colombiana, vetando así la oportunidad de ver un mejor futuro para la nación que busca su autonomía propia y que desafortunadamente, tanto nuestra visión política como nuestro aferro a la religión, han sido los responsables de este martirio histórico.  


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