Facultad de Comunicación Social - Periodismo

“Yo no era militar”

Las memorias que deja el atentado terrorista del 19 de octubre de 2006 en la Universidad Militar Nueva Granada, presentada en forma de relatos personales.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2023-1), con el profesor Fernando Cárdenas. 

El 19 de octubre de 2006, a eso de las ocho de la mañana, una camioneta Ford Explorer explotó dentro de las instalaciones de la Universidad Militar Nueva Granada en Bogotá. Hoy, diecisiete años después, se revelan las memorias de sus víctimas. 

JOHANNA MORENO 

Me levanté de la silla y caminé hacia la oficina del director. Necesitaba una carpeta de egresos que estaba allá. Pero antes de llegar escuché el estallido. ¡BUUUUUM! Tan fuerte que las ventanas de nuestro piso se rompieron en mil pedazos. El suelo tembló. Mis oídos y mi menté también. Por unos segundos pensé que había caído y perdido la conciencia. Pero no. Seguía de pie y tenía que reaccionar. Tenía que buscar un lugar para refugiarme. 

Sentí miedo. No sabía qué hacer. Llevaba apenas dos meses trabajando en la Asociación de Egresados de la Universidad como auxiliar contable y, definitivamente, no me habían preparado para un ataque de este tipo. No sabía si era una bomba, un estallido en los laboratorios o de cualquier otro artefacto explosivo. Nunca me había imaginado que pudiera estar en medio de un suceso así, a pesar de que tenía pleno conocimiento del lugar en el que me encontraba y lo que eso implicaba en un país como el mío. 

Corrí hacia donde estaba mi escritorio y me escondí debajo de la mesa. En cuestión de segundos mis compañeros también se habían refugiado debajo de los suyos. Y aunque Javier, uno de ellos, estaba a centímetros de mí, yo no podía escucharlo. No podía oír absolutamente nada.  

Sentía mis latidos. Cada vez más rápidos y descontrolados. Mi respiración, agitada e intranquila. Veía mis manos temblar sin poder detenerlas. Mi tensión subía como si corriera sobre una pendiente empinada. Creía saber qué era lo que había sucedido. Y aun así, un pito intenso e incontrolable retumbaba en mi cabeza. No se detenía. No se silenciaba. Y no. No se disipó hasta mucho tiempo después. 

CESAR TIBOCHA 

Yo era laboratorista de robótica. Estaba dándole una serie de asesorías a un grupo de estudiantes. Nos encontrábamos en el sótano del edificio E, a dos laboratorios de la puerta de seguridad. Parecía una charla como las demás. Tanto ellos como yo disfrutábamos de una tranquilidad que, hasta ese momento, no había sido turbada por nada. De repente, algo estalló.  

Y no había sido una explosión pequeña, sino una verdaderamente perturbadora. Me percaté de cómo estaban los jóvenes y se me vino a la mente mi compañero. No pensé en una bomba o un atentado. No. Otro laboratorista, que trabajaba contiguo a mí, se encargaba de manejar uno de los tanques térmicos. ¿Y si había sucedido algo con uno de los tanques? ¿Y si le había pasado algo a mi compañero? Tenía que asegurarme de que él estaba bien. 

En cuestión de segundos la alerta se encendió. Recibimos llamados de emergencia y tuvimos que activar el protocolo de salida. Quería buscarlo y saber si estaba bien. Pero primero tenía que guiar a los estudiantes hacía la salida de emergencia. Debía asegurarme, ante todo, de que ellos estuvieran a salvo. Tenía una hipótesis sobre lo sucedido pero aún no estaba seguro de ello.   

En medio de los gritos y el miedo, todos nos dirigimos hacia la puerta de seguridad. En ese momento me di cuenta de que no era lo que había pensado. La puerta estaba hecha boronas. Completamente destrozada. Y a unos cuantos metros, un carro ardía en llamas. Un carro… o una camioneta. Eso no importaba. La universidad había sido blanco de un ataque terrorista. Inesperado, riesgoso y criminal. Aquí no solo había militares y policías, sino también estudiantes, civiles, profesores. Personas comunes y corrientes. Personas que no tenían bando en una guerra indiscriminada.  

Pero, eso no fue todo. Dentro de ese vehículo, que expulsaba fuego y humo, había una pipeta. Voló hasta el cuarto piso de uno de los edificios y entró en uno de los salones. ¿Habrían estudiantes allí? ¿Estarían bien? En esos momentos, mi cabeza intentaba pensar y a la vez no comprendía nada. Solo nos quedaba correr e intentar salvarnos. 

SANDY LÓPEZ 

Era un día común y corriente. A eso de las ocho de la mañana, casi las nueve. Mis compañeros y yo trabajábamos y revisábamos informes contables. Nuestras oficinas estaban ubicadas en el edificio administrativo de la universidad. De un momento a otro, se escucho un estruendo durísimo. El piso se nos movió, más fuerte que en un temblor. No era eso, ni algo parecido. Estábamos bien y apenas pudimos nos dirigimos a la salida de emergencia. 

No éramos los únicos. Casi todo el mundo ya estaba afuera. No se veía nada. No sabíamos nada. Pero el caos estaba presente. En un principio nos dijeron que habían puesto una bomba en la parte trasera. Nada más. Teníamos que salir e irnos de allí. Esas eran las órdenes. No podíamos regresar, sacar nuestras pertenencias personales o ir a ver el lugar en el que había sucedido la explosión. 

La gente corría. Los gritos no cesaban. El humo se acercaba cada vez más a donde estábamos ubicados. Y aunque queríamos saber si habían personas heridas, qué había sucedido o quienes habían sido. Tuvimos que irnos. 

Apenas salí de la universidad, vi a los carros de bomberos entrar. La situación era grave. Eso no podía negarse. Al menos yo estaba bien y regresaría a mi casa sana y salva. Eso esperaba. Eso anhelaba. Yo no tenía nada que ver con la guerra que ocurría en mi país. No era un blanco de guerra. Sin embargo, tenía mucho miedo de que algo así volviera a suceder. Era imposible saber si volvería a salvarme. 

YO NO ERA UN OBJETIVO. NO LO ÉRAMOS 

Yo apenas era una auxiliar contable. César era un laboratorista. Sandy era técnico administrativo. Ninguno de nosotros era militar o algo parecido. No nos habíamos metido en esta guerra porque quisiéramos. No deseábamos, de ningún modo, estar metidos en semejante situación. Jamás llegamos a imaginarnos que podríamos presenciar un atentado con carro bomba. Y sí. Claro que trabajábamos en la Universidad Militar Nueva Granada. Pero no teníamos bando. No era nuestra culpa. Ni siquiera sabíamos cómo reaccionar, dónde ocultarnos o cómo defendernos.  

Después de eso, nuestras vidas no volvieron a ser iguales. Regresamos a nuestros puestos de trabajo al siguiente día. 23 heridos. Una camioneta destrozada. Una estudiante de derecho que había sido la infiltrada. Muchas preguntas que se fueron respondiendo con el tiempo. Pero nada, absolutamente nada nos devolvió la tranquilidad. Estábamos en alerta constante. No sabíamos en qué momento algo estallaría o si entrarían a hacernos daño.  

Éramos simples civiles. Personas comunes y corrientes. No sufrimos heridas mayores. Quedamos marcados. Nuestro corazón, nuestro cuerpo y nuestra mente no olvidan ese sonido. Desconcertante. Abrumador. Cargado de temor. Un atentado es algo que jamás se borra o se olvida. Se queda ahí, como un cicatriz invisible. 


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