Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Foto de María Camila Arteaga.

Sangre en la estación

Un celular y una moto convirtieron a Diego Rojas en una víctima más de la violación de derechos humanos en Colombia. Hoy, es una de las voces que reclaman justicia por los 2.387 casos de violencia policial que, según la ONG Temblores, se han presentado en el paro nacional, desde el 28 de abril.

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2021-1), con la profesora Laila Abu Shihab. 

Diego Luna Rojas huía por la estación Las Américas de Transmilenio como un toro que sabe que si se detiene va directo al matadero. Su pierna izquierda casi no lo dejaba mantenerse de pie. Sin embargo, ahí estaba, cojeando y corriendo con el corazón en la garganta. Sentía que la cabeza le colgaba. No sabía si el mareo se debía a toda la sangre que había perdido o al olor metálico y nauseabundo de esta. Tenía que salir de ahí antes de que su torero de uniforme negro y escudo antimotines lo encontrara. Estaba solo, herido y alerta. En ese momento, en la mitad de la estación, escuchó unas voces llamándolo. Parecía cuestión divina que tres desconocidos hubieran llegado para ayudarlo. A Diego no lo salvó la policía, lo salvó el barrio, el 3 de mayo de 2021.

“¡Diego! ¡Diego! ¡Diego!”, repetían las voces. Se trataba de una mujer alrededor de los cincuenta años, ama de casa; un señor un poco mayor que ella, miembro de la Defensa Civil, y un estudiante universitario que rondaba los treinta. Diego nunca los había visto, pero cuando comprendió que no eran policías vestidos de civiles no pudo estar más feliz. La mujer se llamaba Angélica. En latín significa aquella con gran parecido a los ángeles. Justo lo que fue para él. Los tres eran vecinos del conjunto Alameda San José 2, a dos cuadras del Portal. “Nosotros hemos visto todo lo que hace el ESMAD. Una de dos, o lo desaparecen o algo le pasa”, comentó Angélica.

En Colombia “algo” suele ser un eufemismo usado para todo. Golpizas, arrestos injustos, violaciones sexuales de menores de edad y homicidios son algunas opciones. Desde el 28 de abril, cientos de miles de personas han salido a las calles de todo el país a protestar por las reformas propuestas por un Gobierno que parece de espaldas a sus ciudadanos, y que se han sumado a la lista de problemáticas e injusticias del país, aquejado además por las consecuencias económicas y sociales de la pandemia de covid-19. Cuando Diego se unió a la convocatoria social, el 1 de mayo, sabía que cualquier cosa podía pasar. No estaba listo para que le pasara a él.

El lunes 3 de mayo su primo, Yeisson Monsalve, llegó al apartamento de Diego y sus padres en Bosa La Libertad. Eran las 9 de la noche y él estaba listo para dormir. Entonces, Yeisson comenzó a motivarlo: “oiga, la gente está escribiendo”, “que si no los vamos a informar”, “vamos solo media horita”. La última frase lo convenció. Media horita fue suficiente para grabar y para meterse en problemas. El sábado 1 de mayo habían salido solo a mirar, pero Yeisson propuso que grabaran. Entre la difusión del contenido por grupos de WhatsApp y otras redes sociales, en pocas horas llegaron casi a las 12.000 visualizaciones. La gente los apoyaba. Los felicitaban. Les pedían que fueran a vigilar alguna zona porque estaban preocupados. Otros, con más confianza, los invitaban incluso a tomar tinto en sus casas. Eran informantes, improvisados, pero informantes reales. Sentían que tenían una pequeña responsabilidad social en medio de una de las peores crisis políticas, sociales y económicas de la historia de Colombia.

Impulsados por ese nuevo rol, los primos se alistaron para salir. Al igual que los dos días anteriores empacaron agua con vinagre, por si el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) decidía sacar las granadas de gas lacrimógeno. En ese caso solo tendrían que lavarse la cara y seguir. Si el ambiente empeoraba, bastaría con salir volados en la moto de Yeisson.

Esa noche pasaron por la estación de servicio de Bosa Chicala, grabaron un rato y siguieron por toda la Avenida Ciudad de Cali hacia el norte, hasta que llegaron al Portal de Las Américas. A diferencia de las noches previas, la protesta se veía calmada. Demasiado calmada. Había aproximadamente 200 personas. El “desorden” podía traducirse en vías bloqueadas, una fogata y una llanta rodando. A las 9:30 de la noche no había nada más que jóvenes riendo, cantando y bailando. Chicos haciendo arengas. Al frente el escenario era otro. La Policía y el ESMAD estaban formados en el portal, inmóviles y atentos al más mínimo movimiento de los manifestantes.

“La tranquilidad duró 20 minutos”, explicó Diego. Su primo le dijo que se subiera al puente para tener una mejor vista panorámica en la transmisión en vivo que estaban haciendo. “Si se arma boleo de piedra arranco en la moto y lo recojo en la pata del puente”, le prometió Yeisson. Confiando en eso, aceptó subir al puente peatonal. En menos de cinco minutos apareció el segundo escuadrón. Los policías venían manejando las motos y los agentes del ESMAD eran pasajeros. Una vez que el segundo escuadrón se formó, la primera línea se lanzó hacia los civiles. ¿Por qué empezó todo? ¿Por qué un profesional que está contratado para detener la violencia, la inicia? Nadie tenía la respuesta, aunque las teorías eran varias.

La gente se dispersó hacia el norte y el sur. Los que fueron para el norte lograron escapar. Los otros quedaron atrapados. Entre los interceptados estaban una señora y su hija de trece años. Los policías comenzaron a golpearlas, a pesar de los gritos de la madre pidiendo que pararan. Yeisson, que estaba abajo, logró verlas un poco más de cerca. Diego, armado de valor, enfocó la escena y gritó.

—¡Suéltenlos! ¡Suéltenlos!

—¡Vayan por él! —se oyó la orden firme y apenas perceptible en el video.

Lo siguiente que vio fueron tres policías subiendo por el lado derecho del puente. Siguió grabando el acercamiento. “Ellos vienen por mí”, dijo antes de salir corriendo al otro lado. “Cójanlo”, gritaron desde abajo. Cuando Yeisson llegó al otro lado con su moto ya era tarde. El puente estaba rodeado; Diego no tenía salida.

Con la cabeza fría recurrió a su arma de legítima defensa.

—Estoy grabando —les informó.

—¿Y qué pasa? —le respondieron burlones los agentes.

Según el Código Nacional de Policía, en Colombia grabar no es ningún delito. Estar en una protesta, tampoco. Además, que la autoridad impida que se grabe sin justificación es causal de mala conducta.

—Estoy de espectador —insistió.

No había dañado nada, no había insultado a los miembros de la fuerza pública, ni siquiera estaba haciendo arengas. Aun así, lo jalaron de la capucha gris fluorescente para obligarlo a caminar. “Mientras andaban, uno de los policías se puso una chaqueta y un impermeable encima”, explicó Diego. No hacía frío. Este oficial misterioso llevaba el casco puesto y se bajó el visor. Se disfrazó con la habilidad de alguien que lo hace casi diariamente.

Una vez cubierto, le pegó en el estómago para quitarle el celular. Uno, dos, tres golpes. No importaba la fuerza que usara, Diego no se iba a rendir tan fácil. En las grabaciones de su celular se escucha la conversación que mantuvo con los policías y cómo se quejaba por los golpes. Diego trató de proteger su teléfono, y la evidencia, hasta el último momento. Lo dejaron tranquilo hasta llegar al portal. Ahí empezó la ‘diversión’. El joven sudaba del miedo al pensar qué pasaría adentro. Cruzó el torniquete bajo la mirada de los operadores del Transmilenio. En unos minutos lo sabría.

Observó todo a su alrededor para retener cada detalle que no podía mostrar con su celular. Lo llevaban con la cabeza gacha y el dispositivo solo grababa el piso. A la derecha había un pasillo de zona restringida. Se detuvo y sintió algo que lo dejo frío. Había gas lacrimógeno. Lo más probable era que minutos antes hubieran lanzado granadas de gas lacrimógeno en el pasillo, porque el ardor que le llegó a sus ojos fue instantáneo.

—¿Por qué hay gas lacrimógeno? —preguntó, pero nadie le respondió.

Un momento después, que pareció eterno, lo llamó otro policía. “Venga, que lo van a requisar”, ordenó. Cuando se iba acercando, una frase provocó la embestida.

—Comandante, él está grabando un “en vivo”.

Le dijeron que guardara el celular. Una vez más se negó. Entre tres policías, incluido el comandante, se lo quitaron a la fuerza y acabaron la transmisión. Ahora sí, nadie observaba. Los mismos tres agentes de antes empezaron a pegarle bolillazos en las piernas, en las canillas y en las rodillas. Le pegaban con la furia de años de frustraciones. Una furia enérgica y demoledora que lo hizo caer al piso en pocos minutos. Una vez vieron el cuerpo tirado se pusieron de acuerdo sin mediar palabra: no era suficiente. Uno de ellos se dedicó a golpearlo mientras que el otro lo tomó de la capucha y lo arrastró hasta una habitación a la izquierda. Alguien se estaba divirtiendo. Cuando se está en el negocio de la violencia hay que ser innovador. 

En la esquina del cuarto había un escritorio con un computador. Detrás estaba un policía que no despegaba la mirada de la pantalla. El paseador de capuchas ubicó a Diego al lado derecho del escritorio, para que lo siguieran golpeando con mayor comodidad. Los quejidos y llantos ajenos lo alertaron aún más. El cuarto estaba lleno de chicos. Eran once muchachos como él, jóvenes y golpeados. Uno de ellos intentó levantarse. “¿Por qué se va a levantar?”, lo interrogó el policía, “mi novia está en el pasillo”, respondió. Sí, había dos chicas llorando en el pasillo. Una usaba leggins blancos con puntos y parecía embarazada. La autoridad hizo oídos sordos y continuaron con su labor en los rincones ocultos de la estación. Eran aproximadamente las 10 de la noche.

En un momento, los quejidos de Diego parecieron molestarle a uno de los policías, pues le gritó que se callara. Era difícil saber qué no les molestaba. Aunque no les veían las caras, la fuerza que usaban y el tono de sus voces les daban una idea. Diego nunca había tenido problemas con las autoridades. Tampoco había estado en un CAI y mucho menos lo habían lastimado. Lo único que se atrevió a hacer con el cuerpo paralizado por el miedo fue asentir y susurrar: “Sí, yo me callo, pero no me peguen más”.

Mala elección. La respuesta no le gustó al policía. Sacó el bolillo y le pegó de nuevo, esta vez en la cabeza. Inconscientemente, Diego llevó sus manos a la zona golpeada. Su mano estaba pintada de rojo; no quería ni imaginar cómo estaba su cabeza. “Miren lo que me hicieron”, gritó con la voz encogida por el llanto. “Deje de sangrar o lo pongo a trapear a usted”, le respondieron. Era una orden imposible de cumplir. Quien escuchara eso seguro pensaría que era una broma.

Se acabaron las risas. Uno de los uniformados levantó a Diego y lo llevó hasta el baño para que se lavara la cara. Se echó agua por toda la cabeza, pero no dejaba de sangrar. Mientras se secaba, escuchó que llamaban a la puerta y que luego cerraban. El policía que lo custodiaba había salido. Diego se asomó, no lo vio y empezó a cojear en un intento por correr. Llegó a la parte pública de la estación y observó a los operadores de Transmilenio. Ellos lo miraron fijamente, parecían apenados. Habían visto a un joven entrar y ahora veían salir sus restos. Algo de Diego los conmovió. Aunque no lo suficiente para hacer algo.

Los oficiales del ESMAD entraban mientras él salía. Era casi imposible salir del cuarto sin que el policía que estaba en el computador tomara los datos de los que entraban. No le dijeron nada. Diego mantuvo su paso acelerado. Mientras bajaba las escaleras un policía le gritó: “abajo la resistencia”. Otro le dijo que se escondiera. Tal vez sabían que Diego se había escapado, pero habían decidido dejarlo ir. O quizás solo esperaban que bajara la guardia para volver a llevarlo al cuarto de torturas.

Diego continuó caminando. Dos policías iban a su lado. Sospechaban. Él se sentía nervioso y agotado. No sabía cuánto más podría seguir. Al menos tenía energía para gritar. Y eso fue lo que hizo. Cuando vio que tres personas se le acercaron gritando su nombre, su impulso fue responder. Sí, él era Diego. Ellos esperaban que así fuera. Ya habían preguntado por él afuera y era como si se lo hubiera tragado la tierra. Uniformes verdes y negros respondían al unísono que no sabían nada de un muchacho con sus características. Una de las hijas de los salvadores fue quien les informó que en los últimos minutos del video, se veía que Diego entraba a la estación. Ahí se encontraron. Los uniformados se dieron la vuelta porque él ya no estaba solo.

Los cuatro se pusieron al día. Quiénes eran esos desconocidos y cómo lo encontraron. Por el “en vivo”. Qué le pasó al chico. La Policía. Luego de presentarse, fueron todos juntos a reclamar el celular de Diego. Los trataron de embolatar. Y después de un alboroto grupal terminaron entregándolo. Se dieron cuenta de que habían tratado de reiniciarlo para que los videos no se subieran. Los “en vivos” se subieron hasta el último minuto de la transmisión, cuando los policías le quitaron el celular. 15.000 personas lo habían visto.

Si algo tenían claro esos vecinos era que de ahí no se iban sin el muchacho de 25 años. El pueblo eran todos. Angélica estaba dispuesta a fingir que Diego era su hijo y hacer un escándalo. No se le puede decir mentiras a una madre. Incluso a una madre falsa. Una madre sufre cada herida de su hijo como si fuera suya. Al menos la madre de Diego tuvo la tranquilidad de ver las transmisiones en vivo al día siguiente, cuando su hijo estaba sano y salvo en su casa.

Angélica le propuso grabar todo lo que le había pasado. Pero Diego, aún en shock, respondió: “No, por favor, solo vámonos, allá adentro es terrible”. En el camino, Diego llamó a su primo y a su cuñado. Se reunieron en la casa del hombre de la Defensa Civil. Calmados, escucharon todo el relato mientras el chico recibía curaciones básicas. Diego había tenido mucha suerte. Él salió, los otros no. Las otras 10 personas de la estación ahora solo eran rostros borrosos en su memoria; desaparecidos sin nombre. Al día siguiente iría al hospital junto a un abogado. Esa era su forma de hacer las cosas. Se lo debía a los que se habían quedado en el cuarto a la izquierda ese 3 de mayo. Era justicia para él y para todos los que entraron en esa habitación.

Si él había logrado salir para qué armar tanto escándalo, pensaban algunos. Seguía completo. No le faltaba un ojo ni la pierna izquierda. Solo lo habían golpeado, en repetidas ocasiones, sin parar. Al igual que a Elvis Vivas, un joven de 24 años que el ESMAD mató en Madrid, Cundinamarca, según El Espectador. Diego estuvo expuesto a gas lacrimógeno en una habitación de la que salió por su sangrado excesivo. A Jovita Osorio, de 73 años, la asesinaron con gas lacrimógeno en su propia casa en Cali. Pero al fin y al cabo, Diego no se ahogó ni lo mataron. ¿Era una exageración? Y si es así, ¿por qué, de acuerdo con la ONG Temblores, se han presentado al menos 2.387 casos de violencia policial en este paro nacional, hasta el día en que se escribe esta crónica?

La mañana siguiente, Diego y su primo Yeisson madrugaron para ir a la EPS más cercana. A Diego le hicieron un triage para determinar la gravedad de sus lesiones. Luego, llegaron el general de la Policía Metropolitana de Bogotá, Óscar Gómez, y el secretario de Gobierno, Luis Ernesto Gómez. Los tres tuvieron una reunión breve en la que escucharon los hechos. El secretario confesó que había visto todos los videos y que en ningún momento había observado ninguna contravención. La noche del lunes 3 de mayo no hubo toque de queda.

Unos días después, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, aseguró que se realizarían las investigaciones necesarias para esclarecer los hechos y rechazó las detenciones realizadas esa noche en el Portal Américas, como se observó en sus declaraciones en Twitter.

El único crimen de Diego fue grabar las actuaciones de los policías antidisturbios. Legalmente no podían llevarlo a ningún lado. No obstante, lo hicieron. Lo golpearon. Lo mantuvieron en un cuarto con gas lacrimógeno entre siete y diez minutos. Lo obligaron a callarse. Le dijeron que si seguía sangrando lo iban a hacer trapear el piso. Le quitaron su dignidad.

Antes de salir el 3 de mayo era solo un joven de 25 años, con un trabajo de contador público y un sueño de comprar su casa propia algún día. Hoy siente que algo ha cambiado. Ahora alza su voz por todos los que han sido callados. La resistencia no se cayó, como le gritó un policía esa noche, la resistencia está más viva que nunca. El Portal de Las Américas ya no existe. El 19 de mayo nació el Portal de La Resistencia.


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