Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Legataria de la última conquista

Sandra Ramírez, senadora del partido político Comunes, se enfrenta a una batalla lejos de la selva: asegurar el proyecto político de las extintas FARC.

Entrevista realizada para la clase de Introducción al lenguaje periodístico (tercer semestre, 2022-1), con la profesora Laila Abu Shiha.

Un día incierto de 1982 en Santa Elena del Opón, Santander:

Griselda Lobo, de 17 años, junto a sus hermanos menores, ve pasar de nuevo a la guerrilla de las FARC frente a su finca. Les teme un poco, pero menos que la última vez que los vio. Entonces, una figura irrumpe en el ya cotidiano desfile y lo cambia todo: es la compañera Eliana, a la cabeza de la “guerrillerada”, un montón de hombres armados. Griselda no lo piensa más de dos veces: quiere ser como ella. 

1 de abril de 2022, Bogotá.

Caminando frente a mí, una cabeza y pico más baja que yo, menuda y saludando a todos de “mi amor”, me es imposible imaginarla con un arma a cuestas por los 35 años que vivió entre las filas de las FARC. A pesar de identificarse, por más de dos décadas, como la compañera de Manuel Marulanda Vélez, ‘Tirofijo’, para los gobiernos que lo vieron liderar las FARC por medio siglo, Sandra Ramírez no conjuga con la guerra. No se le ve cuando camina, no la escucho en su acento santandereano, ni la veo en sus ojos cuando me mira. Nos sentamos en un soso escritorio de una sala, hay fotografías que decoran las paredes y retratan a sus camaradas. Son fotos de su autoría, y aunque pareciera que no posee un espacio destinado exclusivamente para ella en la sede de Comunes, el partido político de las FARC tras firmarse el Acuerdo de Paz en 2016, no lo necesita; docenas de fotografías tomadas por ella, citan su nombre en toda la casa.  Las armas, al fin y al cabo, no han sido lo único que la senadora Sandra Ramírez ha disparado.

Para la Griselda Lobo de 17 años, su nombre de pila, hija de padres campesinos de “hacha y machete”, era inconcebible seguir el rol machista impuesto a la mujer por la sociedad colombiana de aquel entonces. Ser la señora de la casa estaba lejos de la academia, una aspiración tan simple como inasequible para los campesinos colombianos. La joven Griselda, en cambio, primero alcanzó las armas, al igual que los 18.667 menores de edad que fungieron como combatientes en las FARC a lo largo de sus cinco décadas de levantamiento armado, según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). No obstante, Griselda no fue secuestrada. Todo lo contrario: solicitó el ingreso a la guerrilla luego de que pasara frente a su casa bajo el mando de una “compañera”. ¿Una mujer dando órdenes a un grupo de hombres armados? Algo que nunca había visto antes.

Cuando le dio por irse, tardó un mes convenciéndolos. Sí, ella a ellos, de que la dejaran entrar, y ellos a ella de ir a estudiar. Tras reflexionarlo hasta el cansancio, como le recomendaron, se unió a los farianos en 1982, sin el permiso de sus padres.

Alejada de la imposición de la cocina, ya no más Griselda, sino Sandra, como se hizo conocer, encontró en la guerrilla todo lo que había esperado como mujer: espacios de liderazgo y educación. Aprendió enfermería, fotografía y a ser radioperadora. También fue mamá de un varón a los 19 años, aunque tan solo por 8 días, pues lo entregó a sus abuelos tan pronto lo tuvo. Y si las FARC fueron para Griselda Lobo un precedente, Manuel Marulanda Vélez fue el “mito” con el que dio en medio las montañas de la Uribe (Meta), en el campamento Las Palmas. Ella con 20 y él con 58.

“Tengo entendido que usted lo conoce al integrar su equipo de seguridad. Usted era su radioperadora. ¿Cómo fue la primera vez que vio al comandante Manuel Marulanda?”, pregunto y ella sonríe. Algo entre la emoción y la picardía le brilla en los ojos.

“Antes de conocerlo, uno se hacía una imagen del él. Y es que no le decíamos ni comandante, sino el cucho y el viejo, el cucho y el viejo. Los cuentos de él corrían por las filas: que Manuel lo miraba a uno y sabía qué estaba pensando…que esto y aquello. La primera vez que yo vi a Manuel, no creí que fuese él, porque yo lo que vi fue a un campesino de sombrero, vestido de civil con su camisita de cuadros y su pantalón gris. Su color habitual siempre fue el azul, no sé por qué. Yo me asomé entonces desde lejos y dije: ¡Ah! Llegó un campesino. Pero una compañera que estaba a mi lado me dijo: ¡No, no, no, Sandra! ¡Es el comandante Marulanda! Y yo: ¡Ay, mi madre!”, me relata, imitando la sorpresa de aquel momento para luego soltar una carcajada: “A mí la imagen de él nunca me cambió. Él siempre fue un campesino, pero uno supremamente analítico de la realidad del país“.

Ocho años después de que Manuel Marulanda muriera en sus brazos, en 2008, por un ataque cardiaco, la transición de combatiente a ciudadana fue un golpe de incertidumbre y soledad. Luego de que Marulanda representara a la guerrilla en los dos intentos fallidos del Acuerdo de Paz en los gobiernos de Belisario Betancourt, en 1984, y de Andrés Pastrana, entre 1988 y 2002, le llegó el turno a Sandra Ramírez en la apuesta por la paz: tuvo la oportunidad de viajar a La Habana como firmante del Acuerdo de Paz en 2016. Pero volver a ser ciudadana se convertiría en una trinchera de la cual emergió desarraigada, arrancada de la “familia de desconocidos” que la había rodeado por 30 años mientras ella amaba, luchaba y vivía dentro de las FARC. ¿Cómo no “hermanarse” si se abrazaban entre ellos cuando el Ejército los acosaba por horas con bombardeos implacables, bajo los cuales llegaron a pensar que sería su último momento? ¿Y dónde dejar los sacrificios de unos por otros, las muchas veces que el Ejército llegó a rebasarlos en número? Porque, a fin de cuentas, según Sandra, no eran tan grandes como los mostraban. “Cuando decían que nos veían de a 500, éramos en realidad 30 o 70”.

No quiere volver a la guerra, no piensa dar un paso atrás. La vivió a flor de piel y son incontables las veces que la sintió descender sobre ella, como aquella ocasión en la que “nos mataron al Mono” en un bombardeo que azotó al Bloque Oriental de las FARC por dos horas, en la zona metense de La Macarena, y terminó con la vida de alias ‘Jorge Briceño’ o el ‘Mono Jojoy’: la estocada final, para ella infame, de la operación Sodoma del 23 de septiembre de 2010.

Sin embargo, su insistencia y las esperanzas puestas en el Acuerdo de Paz van más allá de querer alejarse de los horrores de la guerra. También sigue adelante por las víctimas, por los reclamos y el de la madre, la esposa, el tío, el hermano y los abuelos que les preguntan a los reincorporados de las FARC por sus desaparecidos, víctimas de una guerra que, acepta, se degeneró hasta llevar a los combatientes de la guerrilla a ver solo en blanco y negro. En la que el dolor de la población civil atrapada en medio de los enfrentamientos entre el Ejército, los paramilitares y ellos, se redujo a tan solo un rumor sofocado bajo el mantra radical de “el amigo de mi enemigo, es mi enemigo”, que ubicó en la mira de la guerrilla a personas inocentes.

Cuando le pregunto por personajes tan controversiales como Tirofijo, Mono Jojoy, Alfonso Cano y Pastor Alape, me lanza un listado de virtudes que no me sorprende en lo absoluto: ambientalista, comprensivo, un intelectual limpio y muy buena persona, en ese mismo orden. Mediante su historia obtengo un fogonazo veraniego de lo que para Sandra Ramírez fueron las FARC: más que un ejército, una familia que defiende a capa y espada cuando le suelto una síntesis de ‘Aprenderás a no llorar’, un libro de Human Rights Wacht que a partir de los testimonios de excombatientes construye la ruta de la militancia infantil en el conflicto armado interno del país. Frente a la disfuncionalidad de las familias, según el libro, muchas niñas recurrían a las FARC, donde terminaban estableciendo, en algunos casos, relaciones sexuales de poder con comandantes mucho mayores. Le pido que se aleje de su caso antes de poner la pregunta sobre la mesa: “¿Usted cree que el panorama de la mujer en la guerrilla era realmente justo?”

Veo que le incomoda lo suficiente como para reacomodarse sobre la silla y cerrar su expresión con seriedad antes de contestarme: “Yo no le niego que haya ocurrido, pero los culpables de los hechos, de los que nos dimos cuenta, dos casos en lo que estuve en las FARC, con su vida pagaron. No me da pena decirlo porque yo también alcé la mano para que así fuera”. Me lo dice sin pelos en la lengua, desparpajada y mirándome a los ojos.

Durante los seis años que le siguieron a la firma del Acuerdo de Paz y el proceso de desmovilización y reincorporación, las FARC pasaron de ser esa gran “familia” de “desconocidos”, de la que habla Sandra Ramírez, a convertirse en un movimiento político y social diezmado desde el principio. Según el último informe trimestral de la Secretaría General de las Naciones Unidas, son más de 300 los firmantes de paz asesinados desde la firma del Acuerdo. Hoy solo la mitad de los 13.000 excombatientes suscritos hacen parte de los proyectos productivos dentro de los 24 Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) habilitados en el país, los cuales continuamente son amenazados por los grupos armados ilegales.

Sandra tiene muy presente que las cinco curules de Comunes al Senado son un punto álgido, tras un ultimátum desesperanzador: de no haber sido por los escaños asegurados por el Acuerdo de Paz para los periodos 2018-2022 y 2022-2026, Comunes habría desaparecido del Congreso debido a la caída de sus votos por debajo del umbral del 3% establecido. Es por ello que esta excombatiente, quien conoce el fondo de la soledad vivida en el proceso de reinserción, es insistente en la importancia del papel articulador de Comunes, que busca el acompañamiento a los excombatientes y a sus familias frente a los retos cotidianos que plantea el vivir en sociedad, mediante formas asociativas de las que hacen parte cooperativas y fundaciones como Ana DC, la cual presta ayudas alimenticias a los reinsertados dentro la ciudad, y la Asociación de Profesionales por la Paz.

Por lo demás, su positivismo es histriónico: golpea la mesa, se apoya de unos garabatos vehementes en una libreta y a su ceño lo domina un baile impetuoso contrario a la derrota. Le augura un gran cambio a Colombia; el incremento de progresistas en el Congreso, por parte del Pacto Histórico y el Partido Verde, le despeja la vía a la bancada de Comunes para al fin implementar el Acuerdo de Paz de manera integral. Eso sí, me lo deja muy claro: a pesar de ser apoyado por otros partidos como el Pacto Histórico, Sandra Ramírez no ve en el Congreso un partido político que, en caso de faltar Comunes, lo releve en la defensa y protección de los excombatientes y sus familias.

A la bancada de Comunes se le viene un trabajo grande encima, el tiempo y las cosas por hacer les pisan los talones. Tienen mucho que perder, o más bien, a los muchos que detrás de ellos penden de su ingenio en el congreso, en las calles y en las comunidades para convencer a Colombia de que Comunes merece un puesto en el corazón legislativo del país. Y mientras lo logran, o no, los proyectos por zanjar son muchos: apoyar la implementación del programa de sustitución de cultivos ilícitos y brindar una oportunidad productiva a las comunidades por fuera de la frontera agrícola, dos proyectos de ley para la construcción de vías terciarias para facilitar la movilidad y la comercialización de los productos campesinos y…

–Venga, siéntese ahí –le dice a una mujer joven que se asoma a la sala, quien resulta ser su sobrina y nos acompaña por el resto del encuentro. Luego retoma el hilo casi al instante de perderlo:

— ¡Tenemos que acabar con la estigmatización! ¡Nos disparan del ELN porque dicen que somos gobiernistas! ¡Nos disparan las disidencias por ser según ellos unos traidores! ¡Tenemos varios casos en los que miembros del Ejército Nacional han asesinado a excombatientes! ¡Esta sí que es una pelea de burro amarrado con tigre suelto!


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