Entre sueños
Un niño que sufría desplantes y malos tratos de su padre, al crecer queda con secuelas de ese trágico dolor y al sentirse estresado y en problemas cae en un sueño profundo.
Cuento realizado para la clase de Lenguaje escrito II (segundo semestre, 2020-1), con el profesor David Mayorga.
En un vecindario alejado de la ciudad se encontraba Pedro, con un carácter fuerte, una sonrisa enamoradiza y de un corazón inmenso. Era amante de un balón y divorciado de las letras, perezoso por naturaleza. Era persona de pocos amigos y, cuando alcanzaba uno, lo atesoraba como uno de sus tantos regalos preciados.
Vivía con su madre y dos hermanos. Era el más travieso de los tres y siempre tenía en mente alguna barrabasada. Una noche, mientras todos dormían, agarró un balón y decidió jugar en casa sin tener presente que algo podía romper. Estuvo ahí horas y horas, hasta que se cansó y se acostó a dormir. A la mañana siguiente, su madre, toda preocupada, pegó un grito que se escuchó hasta las afueras de la ciudad porque su hogar estaba destrozado.
—¡Niñooos! ¿Cuál de los tres rompió todas mis vajillas?
Ninguno dio respuesta y para gran sorpresa, Pedro, quien fue el que ocasionó todo, cayó al piso dormido. Por supuesto, su madre se preocupó, lo llevó al hospital y los médicos dijeron que seguramente se había quedado dormido por el cansancio, que no era nada de qué preocuparse; el asunto de los daños quedó sin resolver. Poco tiempo después él decidió salir con sus amigos a dar una vuelta por la ciudad, comieron helado, hablaron, jugaron un rato fútbol —esto era lo más importante en sus salidas— y, por supuesto, las risas no podían faltar. Compartir la vida con sus amigos siempre fue felicidad para él, eran los de siempre, que desde chiquitos lo acompañaron y hacen parte de sus travesuras. Solo bastaron un par de segundos para que toda esa felicidad se acabara y todos tuvieran que volver a casa, pues ya era tarde y los estaban esperando para cenar, no sin antes quebrar uno que otro vidrio de la vecindad.
Pedro llegó a casa un poco sudado y cansado. Después de tomar una siesta y comer, alguien gritó en la calle. Al asomarse a la ventana, medio vecindario estaba gritando en su puerta y él, por arte de magia, en menos de un minuto, nuevamente estaba dormido. En su mundo de ensueño recordaba el terror de su infancia con un padre maltratador y borracho que, al llegar con un escándalo diario, corría a esconderse en un clóset con sus hermanos y allí amanecía. Horas de sueño incómodas dejaron secuelas, y al no soportar presiones, su cuerpo se defendía cayendo en una narcolepsia que lo desconectaba del mundo entero.
Episodios repetidos en su niñez, adolescencia y adultez le dieron a su vida una magia inesperada, todas las acciones que le causaban estrés se solucionaban con un sueño. Al despertar, el impacto que causaba a muchos su sueño era motivo de risas y burlas; al pasar la vida tuvo muchas anécdotas para recordar. En su adultez ya no era el juego, era el amor. Recordó aquel día que se quedó dormido cuando la niña que le gustaba se le acercó para pedirle que le ayudara en su tarea, pues no supo qué tarea, ni qué ayuda, porque, de la emoción y el susto, cayó en desgracia o fue salvado por la campana. Al despertar la bella dama le ofreció un vaso de agua y la conversación fluyó ya sin susto ni miedo. Se hicieron amigos, confidentes y hasta novios, transcurrió su vida entre sueño y sueño, disfrutando de ella donde tiene más acción, en el eterno descanso, ahí convivió con animales, cuidaba de leones, que de haberlo hecho en la vida real hubiera sido fácil terminar en las fauces de uno de ellos; en muchos otros sueños era un rey que disfrutaba de grandes fiestas, licor y amor hasta al amanecer. Lo más difícil fue su elección para pasar la vida, justamente, un oficio en el que si se duerme pierde: eligió ser profesor de matemáticas. ¡Ay del alumno que no entendiera en su desespero por enseñar! Sonaba la campana y era objeto de burlas y risas, en el momento de evaluar siempre había uno más vivo que él y lo lograban exasperar hasta que la furia terminaba en sueño; al despertar, todos los exámenes eran excelentes, así que el que aprendió, aprendió; y el que no, disfrutó. Con cada nuevo acontecimiento de su vida, dormido o despierto, todo era un realismo mágico. Otro bello episodio que se perdió fue el nacimiento de sus hijos: cada que su esposa decía “¡Ya llegó la hora!”, él dormía plácidamente y, al despertar, ya podía cargar y jugar con el pequeño juguete que ojalá no causará estrés, porque cómo explicarle a alguien que la forma más rápida de arreglar un problema es durmiéndose sobre él.
Ya en la vejez le siguió un episodio aún peor. Una vida libre de problemas, estrés y zozobras dio como resultado una juventud eterna, una energía inquietante, una hiperactividad desbordada, cero cansancios, cero sueños, una vigilia eterna y un hambre voraz. El renacer de él era el ocaso de los demás coetáneos, un caso psiquiátrico y único en el mundo, un mundo de fantasía sin experiencias, sin crecer, sin éxito, sin correr contra el tiempo. Quién como él quisiera vivir solo lo bonito, lo relajado, lo tranquilo. Apagar un interruptor en el caos y volverlo a prender en la paz. Quién como él.