Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Dolor, justicia y olvido

En la entrada del Caribe colombiano cientos de familias siguen viviendo un duelo provocado por las secuelas de más de medio siglo de conflicto armado en Colombia.

Reportaje realizado para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2020-1), con el profesor David Mayorga. 

La famila Rivera Stepper, dueños de lo que se conocía como “Riverandia” a las afueras del municipio de San Alberto, Cesar, vieron arder en llamas los sueños e ilusiones que décadas atrás sus antepasados habían construido. Las convicciones políticas y la historia de un país marcado por la guerra, les hizo someterse al sufrimiento y al desgarrador llanto por la pérdida de un ser querido.

San Alberto es un municipio en el departamento del Cesar a 350 kilómetros de la capital, Valledupar. Está ubicado sobre la apertura de la Carretera Troncal de Oriente, en el territorio que de Aguachica lleva hasta Bucaramanga. Limita al norte con el municipio de San Martín, al sur con el departamento de Norte de Santander, al occidente con Santander a través del río Lebrija, y al oriente con el Municipio de Ábrego, Nte de Santander. Sus plantaciones agrícolas principalmente de palma africana y su diversidad de flora y fauna con especies de aves, mamíferos y reptiles como los garrapateros, azulejos, armadillos, tigrillos, nutrias, leones, venados, iguanas, camaleones, entre muchas más, hacen de esta localidad un gran foco económico por la producción de aceite de palma y sus grandes extensiones ganaderas. En 1955 fue fundada por Luis Felipe Rivera Jaimes quien junto a su esposa de ascendencia alemana, Ana Isabel Stapper, colonizaron las extensiones de tierras y construyeron el pueblo que hoy es San Alberto. Tuvieron 15 hijos: entre quienes se encontraban principalmente Rodolfo Rivera Stapper y Álvaro Rivera Stapper, quienes más tarde se convirtieron en diputados del departamento del Cesar. En la década de los 80, hacía presencia en la zona el Frente Camilo Torres Restrepo del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Frente Ramón Gilberto Barbosa Zambrano del Ejército de Liberación Popular (EPL), el M-19 y tiempo después el Frente 20 de las FARC. El conflicto comenzó a evolucionar con los secuestros y extorsiones que cometían estas guerrillas contra los terratenientes, ganaderos y finqueros. Rodolfo Rivera Stapper fue uno de ellos. Y su finca, Riverandia, era perseguida continuamente por los grupos armados ilegales.

Rodolfo Rivera Stepper era reconocido en el sur del Cesar, especialmente en San Martín, San Alberto, y Río de Oro. Militante del Partido Conservador. Siempre se opuso a la presión que ejerció la guerrilla contra los ganaderos y terratenientes.

—Primero me sacan los pies por delante que una vacuna—respondía a las amenazas guerrilleras. Sus discursos como político en contra de las vacunas, secuestros, extorciones y asesinatos motivaron un ataque contra miembros de la familia Rivera por parte de las guerrillas y en 1989 uno de sus hermanos fue asesinado.

Su carrera política comenzó con la Alianza Nacional Popular (Anapo) y luego con el Partido Conservador, fue diputado en cuatro oportunidades en el Cesar, concejal en San Alberto y representante a la Cámara, en el período de 1986 a 1990.

A finales de los 80, ocurrió lo que se llamó la Crisis del Algodón y junto con el abandono del Estado colombiano, provocó que campesinos, hacendistas y finqueros convocaran el Paro del Nororiente Colombiano. Al ver que las medidas que el gobierno implementaba no cedían los ataques indiscriminados por parte de las guerrillas de la zona, los  terratenientes comenzaron a financiar grupos de autodefensa y a traer, desde Puerto Boyacá, paramilitares conocidos como “Los Masetos”, quienes tomaron las armas en forma de defensa contra los secuestros guerrilleros. El exdiputado Rodolfo Rivera Stapper, el agricultor Roberto Prada Gamarra y el finquero Luis Obrego Ovalle fueron quienes crearon las primeras autodefensas del sur del Cesar ubicadas inicialmente en la hacienda de los Rivera Stapper,  “Riverandia”, donde ese 5 de octubre las FARC luego de asesinar a Rodolfo Rivera, entraron y quemaron  la casa del excongresista.

Sebastián Blanco Rivera, nieto de Rodolfo Rivera y heredero de lo quedó después del atentado del 5 de octubre de 1994, relata el duelo por el que pasó su familia al ver que todo lo que generaciones pasadas construyeron, se consumía en llamas y que su héroe y modelo a seguir había sido asesinado a las 2:00 de la tarde de ese miércoles por grupos guerrilleros.

—Él salió un día de la casa de Bucaramanga hacia San Alberto con mi tío (Luis Rivera), aproximadamente 4 horas de trayecto. Llegando hacía la finca se cruzaron con dos camionetas por el camino principal, se bajaron 8 hombres, entre civiles y guerrilleros. Mi tío salió del carro y comenzó la ráfaga de balas. Mi abuelo murió instantáneamente por 5 balas en el pecho de una 9 milímetros y mi tío fue herido por una de ellas en la dentadura, saliendo por la mejilla. Luego, entraron y quemaron  toda la hacienda. Allí habían trabajadores de nosotros. Mataron a varios, incluso hubo mujeres a quienes violaron.

Sebastián me cuenta esto recordando ese pasado que ha tratado de olvidar, pero  el dolor que su familia sigue sintiendo lo aflige día a día.

En las haciendas, comúnmente se contrataba un cuidandero que recorría los senderos de  los cultivos y el ganado. Uno de los que cuidaban las extensiones de tierras cercanas escuchó la balacera y al darse cuenta que habían asesinado a Rodolfo y al parecer a su hijo Luis, salió a correr al pueblo a llamar a Martha Rivera —hija de Rodolfo—, una ejecutiva en Bogotá, quien le dice a ella “chinita, pasó, pasaron las amenazas”

—La familia cuenta con amistades de coroneles y generales, y por dichos contactos, ella pudo llegar a San Alberto de manera rápida mediante un helicóptero. Allí pudo salvar y llevar a una clínica de Bucaramanga a su hermano Luis y cargar el cuerpo de su padre en sus manos.

Martha, aunque ha querido sanar su corazón y borrar de su memoria esa escena,  recuerda cómo sobrevolando desde el helicóptero veía a Riverandía arder en fuego. Sabía que en ese momento su vida corría peligro y al haber contestado esa llamada, como un abrir y cerrar de ojos su vida había cambiado por completo.

—Después del asesinato de mi abuelo, tuvimos que abandonar las tierras, abandonar básicamente lo que nos daba de comer. Toda la familia se tuvo que ir de San Alberto y de Bucaramanga. Mi papá y mi mamá se vinieron acá para Bogotá, mi tía que trabajaba en la Fiscalía de Bucaramanga tuvo que radicarse en Medellín. Todos tuvimos que escapar y recibir seguridad. Teníamos escoltas, un círculo de seguridad para que no nos pasara nada.

La familia Rivera, llena de miedo, escapó del pueblo que sus antepasados habían fundado. Perdieron la posibilidad de sentir eso que une al ser humano con su tierra natal. Una guerra indiscriminada los condenó al duelo de la muerte de un padre, un tío, un hermano, un esposo, que al día de hoy no han podido dejar de sentir. La rabia los agobió y para ellos el perdón no existe.

—Nos arrebataron todo —dice Sebastián—. —Mi abuelo era muy importante para la familia. Me quitaron a un modelo a seguir, a un héroe, y desde que él no está, él ha vivido en mí. He pasado mis días queriendo estar con él y hacerlo sentir orgulloso esté donde esté. Todo lo que hago es por hacerlo sentir orgulloso a él. Da impotencia que uno pierda a la persona que uno ama y más si la persona está solamente cumpliendo su labor. Lo mataron por no querer seguir financiando a ese grupo guerrillero, esa fue su condena.

Día a día en Colombia, se publican noticias de muertos, asesinatos, bombas, tiroteos, guerra. El ser humano se convierte en una cifra más. Nunca nadie se imagina que eso le pudiera suceder, que le arrebaten la vida y el hogar. Eso fue lo que sintió la familia Rivera, se sentían ajenos a que les sucediera el más grande temor humano, la muerte.

—Fue difícil porque la gente lee ese tipo de cosas en las noticias y nunca piensa que le va a suceder a ellos —explica Sebastián.

El duelo es algo que carcome a la sociedad colombiana luego de más de 50 años de guerra. Hay quienes pueden perdonar y sanar; sin embargo, hay a quienes como para la familia Rivera, el dolor sigue por el resto de sus vidas.

—Todavía hay rencor, nos duele. Nosotros nunca le hicimos mal a nadie. Nunca pudimos regresar a la tierra que siempre fue de nosotros. Más que todo, a mis tíos y a mi abuela sí les dio muy duro porque fue donde se criaron y vivieron. Y saber que eran repudiados por el pueblo y no tenían un hogar donde volver, sí fue duro. Mi familia siempre se ha identificado con la corriente conservadora, pero a partir de eso, nunca han apoyado un proceso paz o charla con grupos armados. No han podido perdonar, y nunca lo harán a menos que vean a los guerrilleros esposados, con cadena perpetua o pena de muerte. Y con el actual proceso de paz, no. Queremos que nos devuelvan lo que nos quitaron.

 

***

—Si tuviera al frente al asesino de su abuelo, ¿qué haría?

—Le preguntaría por qué, por qué él, por qué hacer eso. No quisimos pagar la vacuna y pum, la muerte. Por qué nos quitó la oportunidad de tener a mi abuelo muchos años más. Por qué no simplemente nos quemó la hacienda, no vuelvan y ya, era algo material. Cuál era la necesidad de tener que matarlo.

—¿Qué haría su familia?

—Lo matarían. Lo torturarían. Lo que ellos quieren es que sienta lo que sintió mi tío estando tirando con una bala en la cara mientras su padre se estaba desangrando al lado suyo.

—¿Cree que pensaron en algún momento hacer justicia con sus propias manos?

—Yo creería que sí, es algo que queda en los pensamientos de ellos. Aunque yo sea de la familia, ellos son muy cerrados con el tema. Sin embargo, desde ese momento han tenido sed de venganza por quitarnos todo.

***

 

Luis Rivera fue quien estuvo los últimos minutos con su padre, allí en medio de la nada. Hoy en día tiene una cicatriz encima del labio, tiene una caja de dientes permanente, y lo que es peor, un dolor interno que no calma. La bala impactó por los dientes delanteros superiores, atravesó el labio y terminó saliendo por la mejilla. Tuvieron que reconstruirle esta parte del rostro. Es el más radical de la familia.

—Es de los que más ideología de derecha tiene, el que más rencor tiene. Él irradia con el odio, con la venganza, con querer que ellos paguen lo que le hicieron. Ojo por ojo, diente por diente —agrega Sebastián.

— ¿Y Carmen? —esposa de Rodolfo, abuela de Sebastián.

— A ella le arrebataron al amor de su vida. Le quitaron la posibilidad de ser feliz con alguien. Recuerda que edad tendría mi abuelo el día de hoy. Ella tiene 83, él tendría 85.

Hoy en día parte de lo que era Riverandia se convirtió en invasiones de casas. La gran casa familiar con el comedor extenso y el cuadro pintado en el fondo del pasillo quedó en el olvido,  debajo de las ruinas de un conflicto que tocó todas las barreras sociales. Los Rivera llevan más de una década en el proceso de restitución de tierras; sin embargo, nada ha prosperado.

No muy lejos de San Alberto, está Ocaña, en el departamento de Norte de Santander. Allí vive la familia Mora. Fue otra de las tantas víctimas de un conflicto eterno. Alejandra Mora tiene 20 años. Sus padres son de Ocaña y vivieron toda su vida allí, pero sus abuelos son de más adentro del Catatumbo. Su abuelo Ramiro, del municipio de Hacarí, fue diputado de Norte de Santander por casi 30 años, concejal 10 veces y el primer alcalde electo de Ocaña. Su abuela, Gloria, de Curva, un corregimiento de esa zona, trabajaba en Telecom. Su familia fue dueña de la Licorera de Norte de Santander y por ser propietarios de varias extensiones de tierra, la guerrilla a cambio de tranquilidad, les cobraba mensualmente una vacuna.

Hace más de dos décadas la licorera entró en bancarrota y su abuelo Ramiro decidió dejar las tierras e irse a vivir a Bogotá. El encargado de todo terminó siendo Hugo Fabio Mora, el padre de Alejandra. Por ende, las amenazas y extorsiones se dirigían ahora hacia él y a su esposa Ligia Durán. Como era común, hubo una persecución e intimidación hacia los hacenderos, finqueros y terratenientes de la zona del Catatumbo. Hugo tenía acercamientos con la política del municipio y el departamento. Un amigo suyo llamado Efraín tenía una bomba de gasolina en Aguachica, Cesar. Un día se dirigían a este lugar y cuando en medio del camino, los para un retén de las FARC. Bajan a Efraín, lo llevan y le dan una advertencia de muerte a Hugo. Efraín duró seis meses secuestrado Catatumbo adentro cuando por medio de una negociación de altas sumas de dinero con su familia, lo liberaron; sin embargo, las amenazas contra Hugo y su esposa Ligia no cedían: “Los vamos a matar, Queremos plata. Les vamos a quitar la casa. Lo vamos a meter a la cárcel”, eran algunas de las cartas que recibía diariamente en el portón de su casa.

—Las cartas eran escritas a mano. Se las dejaban en la casa y en el trabajo. Me acuerdo que cuando era pequeña veía un cajón debajo de la cama. Yo siempre preguntaba qué contenía  ese cofre, a lo que mi mamá me respondía que eran cartas de amor que mi papá le escribía a ella cuando eran novios. Cuando yo cumplí 17 años, mi papá tenía el cajón abierto, yo las empecé a leer y fue un shock muy duro, porque yo esperaba encontrarme cosas de amor. Quería saber cómo era la relación de mis papás antes, pero me topé con amenazas de muerte. Fue muy impactante.

Desde antes de que naciera Alejandra, su padre guardaba todas las cartas en un cofre de madera. Siempre que le llegaba una, terminaba en la oscuridad.

—¿Tiene recuerdo sobre qué decían las cartas?

—Solo leí una porque él estaba en el baño y cuando salió me encontró leyéndola y me la quitó. Dijo que había muchas cosas que yo no entendía, que no sabía y todavía no podía saber, que era muy chiquita para entenderlas. La carta que leí hacía referencia al año 2000, el año en que nací. “Le damos hasta agosto para que se vayan, o los vamos a matar a todos”.  Yo nací acá, en diciembre, mis papás se vinieron a vivir a Bogotá en septiembre.

La familia Mora se trasladó con acompañamiento del Ejército mediante helicóptero. Llegaron a Bogotá, junto con las amenazas. Sin embargo, Gloria se había quedado en Ocaña. La intimidación ahora fue hacia ella.

—Las amenazas ahora eran en contra de mi abuela, hasta que mi papá pagara la plata y no iban a dejarla salir así requiriera ayuda médica por su enfermedad. —“Usted sabe que no puede salir” “llegue hasta acá y nosotros estamos bien” “váyase para su casa y no le pasa nada” era cosas que le decían cuando trataba de irse.

Gloria murió en el año 2004 de un cáncer de colon y posiblemente el estrés, la angustia y la preocupación fueron los detonantes del tumor y su premeditada muerte.

—Él todavía recuerda a mi abuela y cae en llanto. Fue muy traumático porque siente que se la arrebataron únicamente por dinero, lo que hizo que aumentara su odio hacia ellos. El funeral de mi abuela fue en Ocaña y  mi papá no pudo asistir ya que se encontraba amenazado de muerte.

Los próximos años para la familia Mora fueron un constante cambio de casa y de ciudad; sin embargo, las FARC los perseguía a donde fuesen.

—Vivimos en varios lados, por lo que las amenazas nos llegaban acá a Bogotá. Estuvimos por la 26 en Quinta Paredes, en la 57 con 7, en la 134, en Metrópolis. Llegamos a vivir en una finca dos meses escondidos en Vianí, en una finca escoltados de policías y el Ejército. Ellos iban a tomar café a la casa de vez en cuando. Mi mamá les daba onces. Había una piscina y ellos se metían también, era muy raro, no es normal crecer así.

A los 9 años, toda la familia decide irse a Ocaña puesto que con la Política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe hubo un cese en las amenazas que recibían diariamente.

—Mi papá dice que cuando llegó la seguridad democrática de Uribe todo fue una maravilla, a él no le vuelven a llegar amenazas ni cartas. Nos acostumbramos a viajar en carretera, cosa que no hacíamos nunca. Antes había retenes de la guerrilla por todas las vías que rodeaban a Ocaña. Al parecer todo iba bien. Tuvieron un negocio. Tuve una segunda hermana. Consiguieron trabajo. De alguna forma, estábamos superando todo.

—Luego de eso, ¿todo empezó a ir bien?

—Un año después que llegamos, recuerdo que mi mamá le estaba cambiando la chapa a la puerta. Se la llevaron por un rato y luego vi entrar a un tipo vestido de militar con un machete. Mi mamá solo gritaba “por favor a mis hijas no, a mis hijas no”. Mi hermana y yo estábamos abrazadas debajo del comedor llorando porque era muy horrible, yo pensé que le iban a hacer algo mi mamá, pero estaba buscando algo únicamente. Por detrás, de repente entra otro tipo por la ventana y salen los dos corriendo. Tiempo después supimos que eran de las FARC. Estaban buscando algo, unos papeles, algo. Sin embargo, no iban detrás de nadie, no nos hicieron nada. Meses más adelante, los capturan. Yo le preguntaba, mami por qué hacen eso los policías y ella me decía que no eran policías. Yo me quedaba pensando.

— ¿Cómo tomaba todo en ese momento?

—En el momento yo no lo tomaba como algo malo o bueno, era algo que no conocía y estaba viviéndolo. El año pasado comencé a ir al psicólogo porque tuve una profunda tristeza y yo no sabía por qué, no entendía nada. No me acordaba de muchas cosas que había vivido en mi niñez. Yo no era capaz de demostrar mis sentimientos. Pensé que Dios me hizo así, que yo era así, pero resulta que no. Todo se debía que cuando era pequeña me pasaron muchas cosas traumáticas y simplemente las olvide, la respuesta del cuerpo fue dejar de sentir mis sentimientos como buenos o malos. Yo era como un ente que vivía y ya, no sentía nada. Le preguntaba a mis amigas que cómo se sentía el amor porque yo no era capaz de sentirlo. Nadie me preparó para esas cosas, no alcanzaba a digerirlas. Nadie me dijo qué hacer, cómo sentirme. Cuando le conté eso a mí papa el año pasado, para él eso fue muy duro. Me dijo “Estás muy pequeña y estos problemas no tendrías que tenerlos. Te arrebataron parte de tu crecimiento. No creciste como una niña normal”

En el 2016 los campesinos de Ocaña cerraron el municipio. Esta parte es de vital importancia para el país ya que es la entrada del Catatumbo y por allí ingresa y sale todo tipo de mercancía. El aislamiento duró dos meses. Tiempo en el que nadie podía salir, ni decir nada.

—El país nunca supo que habían cerrado Ocaña, a nadie le importó. A nosotros nos encerraron. Fue muy traumático porque fue como un toque de queda acá en Bogotá, pero por dos meses. Nadie podía salir a nada. Se escuchaban gritos de “se metieron los campesinos” y todos se enloquecían. Nos escondíamos debajo de la cama, de los zapateros, donde podíamos. Mi mamá tenía palos y toallas debajo de las puertas por los gases que echaban en la calle. Nadie se enteró, nadie dijo nada. Yo pensé que eso era normal, que estaba ocurriendo en todo el país, que todos vivíamos igual. Resulta que no, acá la gente vive chévere y allá uno vive asustado. Tiempo después, el ELN ponía bombas en el oleoducto de Caño Limón-Coveñas. Agua con petróleo pa’ todo mundo. Duramos  dos meses sin poder tomar algo digno y nunca nadie se enteraba de nada, nadie sabía nada. Incluso yo pensaba que eso era normal. Resulta que la muerte ahora era por agua, por una gota de agua. Nosotros hemos vivido en el olvido del Estado, en el olvido de todo el mundo —afirma Alejandra.

El creciente descontento social que había en Ocaña se vio representado en las votaciones por el acuerdo de paz en 2016 donde ganó el NO con 16.720 votos, a cambio del SÍ que obtuvo 10.753.  Los ocañeros respondían a la pregunta ¿Quieren paz? con, Sí pero no así. En estas regiones del país caracterizadas por el abandono del Estado es muy complicado que les hablen de paz y reconciliación cuando no han recibido acompañamiento en ningún momento y como respuesta tuvieron que usar la justicia con sus propias manos.

Según lo que relata Alejandra, en el segundo mandato de Álvaro Uribe (2006-2010), el municipio respiró tranquilidad.

—En la época de Uribe era diferente. Yo lo conocí. Él tenía casa allá. Él sí entendió la importancia de la región en ese ámbito. Se trataba de la provincia de Ocaña, la entrada al Catatumbo. Con él, se brindó la seguridad que todos anhelaban. Era algo utópico, un sueño hecho realidad. En cambio, allá odian y detestan a Santos. Nunca hubo un pronunciamiento de la Casa de Nariño en su periodo presidencial con respecto a lo que vivíamos. Nadie nunca escuchó a Ocaña, nadie veló por Ocaña, es como si esta parte del país no existiera. Yo siempre he dicho que esa es la República Independiente del Catatumbo. Allá no somos Colombia, no sé qué somos —agrega Alejandra llenándosele los ojos de ira, de zozobra, de impotencia.

—¿Qué hay del perdón?

—¡No! —Grita— No, jamás. Mi papá dice que él tiene que ver detrás de las rejas a todos los que le hicieron daño. Para él el perdón no existe. Dice que por qué tiene que perdonar si a él le arrebataron todo. La tranquilidad, la felicidad, la estabilidad económica, su mamá. Por qué tiene que perdonar. Él se va a sentir tranquilo cuando paguen lo que hicieron, quiere justicia, quiere vivir tranquilo. Él tiene un odio hacia la guerrilla tenaz.

—¿Y Ligia?

—Ella dice lo mismo, se apoyan en eso.

—¿Y cuál es su posición frente a eso?

—Yo al principio no entendía muchas cosas. Luego que yo conocí la historia y que la viví, lo entendí todo. Cuando empecé a vivir en carne propia lo que es tener el miedo por la vida de uno, era otra vaina. Cuando a mí me dijeron que de pequeña me habían dañado y arrebatado mi infancia…— se le quiebra la voz en llanto mientras sus ojos se llenan de lágrimas— fue horrible. Y ver a todo el mundo hablar con propiedad de cosas que nunca han vivido, ver a la gente en Twitter decir que hay que perdonar, ¡pero perdonar qué! es gente que ha vivido toda la vida acá (Bogotá) y no han vivido nada. Cómo se sienten con el derecho de hablar y de opinar, no tienen el derecho de hablar sobre esto. Cállense, de verdad cállense —Suspira y toma fuerzas para seguir hablando—Me da tanta rabia ver a la gente opinar. Me da impotencia ver a Santos hablar de la paz… ¡Usted no hizo una mierda, usted no hizo una mierda! De verdad es frustrante que a nadie nunca le va a importar Ocaña y que esa mierda va a seguir así hasta que yo me muera, eso ya lo entendí años atrás —respira de nuevo.

—¿Y las zonas donde también hubo conflicto y ganó el sí?

—Siempre he pensado en eso, pero es que allá hubo lo que no hubo donde yo vivo. Es acompañamiento, interés por la zona. Pasa lo de Bojayá y todo el mundo lo sabe, no hay persona que no sepa lo que pasó en Bojayá. Todos se encargan de que las víctimas de allá estén bien, salgan adelante. La empatía de Colombia es muy selectiva. Esa fue la zona que les gustó, la que acompañaron, la que salió adelante y la que perdonó. Ellos querían perdonar y salir adelante, los felicito porque es algo que ni yo ni mi familia vamos a poder hacer nunca. Si las FARC hubieran querido de verdad pedir perdón, por qué no lo hicieron en Ocaña. Y llegaron las mamás de los falsos positivos a llorar allá, que sus hijos qué… Y yo pues sí, fueron sus hijos pero qué pretenden que haga yo. A mí también me arrebataron todo. A mi papá le quitaron su mamá. A los amigos de mis papás les quitaron sus familias igualmente, degollados… Sienta usted empatía también por nosotros. Si ellas siguen yendo a Ocaña a llorar y a hablar mal de Uribe por sus hijos, la vaina va a seguir igual porque sencillamente Uribe en Ocaña es un Dios y si hay que montarle bandera, se le monta bandera. Si al man le pudieran hacer una estatua hoy, se la hacen. Mis papás amaban a los paramilitares y me acuerdo que yo hace unos años dije como: hijueputa, yo me pongo a ver todo lo que he vivido y me dan ganas de montar un grupo paramilitar. Cómo es posible que yo esté bien, que yo trabaje con el sudor de mi frente para montar mi casa, mi finca, mi tierra y lleguen, ¡unos triplehijueputas aparecidos, a decir que me tengo que ir y les tengo que dar todo porque sí! No, no es así. Mi abuelo vive con un revolver en la casa, al primer guerrillero que le diga que se tiene que ir le pega un tiro en la cabeza.