De las botas al telar
El acto de tejer se ha transformado en una herramienta para sanar heridas. En áreas afectadas por la violencia, el tejido se convierte en un puente hacia la reconstrucción de conexiones rotas. Las agujas no solo reparan, sino que también hilan historias y promueven la curación
Editado por: Laura Sofía Jaimes Castrillón
Crónica realizada para la clase de Taller de Géneros Periodísticos (Cuarto Semestre 2023-2), con el profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández.
Tejer se había convertido en una actividad que las mujeres de edad avanzada realizaban para hacer sonreír a sus nietos o hijos. Ahora para ellas significa una nueva forma de sanar el dolor y contar su historia. Aquella donde las agujas son protagonistas.
Solo tenían una misión: ser fuertes, seguir adelante, pero quienes han vivido cerca de los estragos de la violencia en las zonas que manifiestan el dolor, dejaron de tener aquella necesidad. Lo único que haría de su entorno algo más llevadero, era que alguien hiciera algo por restablecer y restituir, ”algo que moviera las fibras”. Con los años han existido diversas maneras de mitigar ese sentimiento, pero nunca nada pudo convencerlas de que se estaba haciendo algo por ellas.
La clave sería la conexión, no solamente entre la persona y su entorno, sino también con su cuerpo; en cada sentimiento y percepción que alguien pudiera a tener. Leandra Navarro, psicóloga, explica esto como un proceso esencial del cerebro que debe ser interpretado, traducido y colmado de sentido. Estas traducciones son las que se convierten en imágenes o recuerdos. Estos son los encargados de construir o destruir al ser humano, todo de acuerdo a las experiencias vividas dentro del entorno.
Esta es la verdadera tarea de las víctimas; darle una explicación a las imágenes que aparecen en sus cabezas en el momento en el que sus conciencias son estimuladas. Así las cosas, el camino para establecer aquel mecanismo de defensa iba a ser demasiado largo; porque para ello era necesario contar con gran número de espacios seguros que en sus territorios no podrían encontrar. Además de esto, era preciso disponer del apoyo de otras víctimas.
Esta última tarea era difícil, pues al hablar de traumatismo y dolores, el cerebro activa un sistema de autoprotección que bloquea todo tipo de conexiones entre el cuerpo y el entorno. Es por esto que hay que conocer detalladamente de qué se trata esta fibra del dolor; porque al ser la más traumática es la más delicada al momento de crear alguna relación.
Un hueco podría ser la analogía perfecta para describir el dolor. Un hueco que se tapa de tierra y cuando alguien pasa por encima de este, claramente se hundiría. Así es como muchas personas han descrito la reparación que se ha propuesto de parte del Estado, una superficial y tardía; porque algunas comunidades tuvieron que esperar casi diez años para que se fijaran en ellas y poder ser restauradas.
Este dolor causado por la no reparación se veía reflejado en desordenes hormonales, enfermedades del cuerpo y claramente enfermedades mentales como la depresión. Esta última tiene que ver con el dolor a flor de piel, uno que rompía las coyunturas, que se refundía hasta los tuétanos de cada persona que había perdido un hijo, una madre, un hermano o un amigo. Cada uno de los habitantes de estas comunidades deseaba con todas sus fuerzas algo o alguien que pudiera sanar las heridas causadas por un grupo de paramilitares y las que su tierra había sufrido.
Cuando se habla de reparación y de dolor, se habla también de reconstruir del tejido social. Un tejido social es la interconexión de vínculos entre comunidades dentro de una sociedad y estos vínculos son los primeros que se rompen cuando un evento traumático u hecho victimizante ocurre.
Sanar el dolor no solo se refiere a poner paños de agua tibia a las personas donde lo sienten. Tiene que ver con la restitución y reparación que implica “puyar a los demonios apunta de aguja”; y estos demonios tenían y trajes camuflados, y se movían como ratas.
El conflicto armado, específicamente en el corregimiento Mampuján, ubicado en la zona de Los Montes de María, rompió la confianza que existía en los habitantes de aquel lugar. Los Montes de María son un punto estratégico para agricultura y ganadería, pues su tierra es fértil, productora de leche y miel. Pero también es una zona que expresa dolor porque sus muros han sido derribados y sus habitantes se convirtieron en cenizas. Aquella madrugada del 11 de marzo del 2000, dejó de escucharse en Mampuján el sonido de las aves, para escuchar el canto de los fusiles y el coro de gritos que pedían auxilio.
La travesía del horror y del dolor se extendió a las veredas y corregimientos cercanos al epicentro de la tragedia, donde fueron masacrados 12 campesinos y 180 familias fueron desplazadas. Este recorrido duró varios años, en los que niños y niñas crecieron sin sus padres, y voces de nuevas masacres seguían apareciendo.
Después de tanto tiempo el ángel que las víctimas tanto esperaban apareció. Una mujer, psicóloga de profesión, fue quien incentivó a las demás mujeres de la población a reunirse para tomar las agujas de su vida. La primera enseñanza fue a hacer bordados simples en la tela; figuras geométricas, líneas y pequeños puntos. Luego vieron que la tela era buena, y entonces fue unánime.
La luz se había hecho. Las mujeres comenzaron a recuperar la confianza en ellas mismas y en sus comunidades. Empezaron a tejer entre ellas y no tejían solamente un pedazo de tela, tejían su vida, su historia y la memoria que tendrían al pasar del tiempo. Transmitieron esperanza, porque lo bonito es estar vivos.
Desde siempre en las distintas culturas de Colombia, tejer es una tarea ancestral, porque según ellas todo tejido viene de la madre naturaleza. Así como la tela de la araña funciona como su hogar y método de supervivencia, los telares para las comunidades significan paz, renovación y existencia. Esto tiene que ver con el despertar de “los dones espirituales”, porque cuando nacen se está preparado para poder vivir en sociedad
Según Gledis López, una de las tejedoras, este proceso de tejer en conjunto fue liberador porque al fin lograron entender que lo que más se necesitaba para poder sanar era ser escuchadas y tener a quien escuchar. Además de las mujeres, también los hombres se convirtieron en tejedores de paz al darse cuenta de que este arte era revelador y sanador. Aprendieron a perdonar y a reírse de las circunstancias, y que tejer no solamente era una tarea de la mujer sino de la comunidad para remendar lo que la violencia destruyó y lo que el Estado no ha podido restaurar.
Después de haber sido sanadas, estas mujeres anhelan que estos tejidos lleguen a otros, y como Gledis dice, hay que decirle a la gente que de las cosas malas se puede sacar algo bueno siempre y cuando haya esperanza. Hay que sacudirse y seguir adelante.
Sin embargo, el camino de estas víctimas no acaba solamente en coser telares y contar sus historias por medio de tejidos. Han pasado 23 años desde la masacre y estas personas siguen esperando la reconstrucción de su pueblo y las dichosas garantías de no repetición de las que habla la ley. Mientras que eso suceda, la población colombiana puede hacerse partícipe y ver cómo, bajo los árboles de tamarindo, se puede pasar de las botas al telar.