Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Amigos del ruido

Hay quienes viven detrás del ruido. Personas que construyen grandes proyectos, mientras usan máquinas que emiten exorbitantes niveles de vibraciones.

Artículo de opinión realizado para la clase de Taller de Géneros Periodísticos (cuarto semestre, 2022-2), con el profesor David Mayorga. 

Las sociedades crecen y, con ellas, el espacio físico que asegura un buen vivir. Se edifican altas torres ingeniadas en macroproyectos que obreros hacen realidad. Personas que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), no deberían tolerar más de 55 decibeles de ruido por tiempos prolongados, pero que al no tener más opción, diariamente y durante años se ponen al servicio de eficaces instrumentos que, además de desempeñar funciones específicas, también producen ruido, muchos trabajadores viven detrás de él.

Aturde, realmente aturde, estar ahí dentro. Suena la máquina, todo vibra, para. Suena ese otro artefacto, para. Gritan, no lo hacen más, se callan. Caen kilos de material, suena un estruendo, silencio. Silencio es un decir, pues es lo único que no se escucha en este lugar. Hay una pequeña pausa, y luego, vuelve a empezar. Afirmar que suena también es un decir, todo lo anterior se reinicia, pero no es armónico, no es ordenado, como si fuera la sinfonía de la locura, todo hace ruido al mismo tiempo.

¿Cuándo para?, nunca, ese ruido es incesante, insoportable, y con el paso del tiempo empieza a parecer eterno. Un día termina el proyecto y, por tanto, el ruido; excepto para quienes están detrás de los martillos mecánicos, las demoledoras, los taladros y las excavadoras: ellos se van con el ruido para escucharlo incesantemente.

Alrededor de las 7:30 a.m. comienza la jornada durante cierta cantidad de años. Con el paso del tiempo, la dimensión de las maquinarias presentes disminuye. Al principio, gigantes estructuras intervienen para disponer el terreno; una vez listo, otras ligeramente más pequeñas ayudan a dar estructura al proyecto para que al final sean máquinas tan grandes como un ser humano las que terminen los detalles. Para que cumplan sus determinadas labores, son activadas y desactivadas durante todo el día, y con ellas el estruendoso ruido que producen, ese que no permite ser interrumpido ni siquiera por los pensamientos de quienes las operan.

A las 5:00 p.m. cuando la jornada termina, el barullo auditivo se detiene no sin antes haber producido niveles entre los 69,6 y los 115 decibeles, lo normal en medio de aquellos macroproyectos del progreso que permitirán un mejor vivir a las personas con oídos que solo deberían soportar hasta 55 decibeles.

A las 9:00 a.m. Yair ya llevaba hora y media detrás de un martillo taladro que tiene una única función aparte de hacer ruido, levantar todo lo que esté a su paso. Trabajaba sobre un cúmulo gigante de tierra, piedras, restos de asfalto y varillas gigantes. A su alrededor, incontables señores con casco pero sin tapones de oído caminaban de un lado a otro, subían y bajaban, cargaban materiales y buscaban la forma menos riesgosa de poner ventanas y pañetar paredes, todo acompañado de la no preciosa melodía del martillo, y cuando este acabe, cambiará el emisor pero no el nivel de ruido, quizá sea el turno de la aplanadora o del taladro. Tras los pequeños momentos de silencio hay quienes miran con resignación cada nuevo movimiento de la máquina de Yair, él está detrás completamente aislado de la realidad porque usa esos cascos que cubren sus oídos taponados con espuma, alejándose de cualquier cosa que no sea el estruendo. Ese trabajo lo hará durante la jornada, hasta que sea necesario, y así por muchos días y meses, e incluso años.

Carlos y José, igual que Yair, ya son amigos del ruido. Han trabajado con él durante 30 años. Todos los días cumpliendo el mismo horario. Son expertos en el uso de cualquier tipo de maquinaria, y sus correspondientes melodías, máquinas usadas en aquellas construcciones carentes de estudios de ruido donde “se trabaja a la intemperie tratando que las frecuencias, las armonías, los decibeles y los ruidos se disipen en el ambiente”, dice Yecid Bustos, ingeniero civil a quien Yair contradice cuando hace una pausa activa a eso de las 10:30 a.m. “Siempre el ruido es bastante, claro. La máquina hace harto ruido… yo alcanzo a percibirlo, incluso con los tapones, y la vibración también. Hace quince días incluso me enfermé por usarla”. Treinta años trabajando con ruido que no se disipa en el ambiente sino en sus organismos, tienen unos niveles tan altos que deberían tolerarlo solo por media hora, pero lo hacen por más de ocho, recompensadas con un salario mínimo. Monto que, en palabras de José, “no alcanza ni pa’ la pola”.

“Yo creo que el pago debería ser por rendimiento, no como algo fijo sino por rendimiento. Aquí haga lo que haga uno se va a ganar lo mismo”, dice Arley, obrero también, pero con algo menos de experiencia. Y Carlos, a quien apoyan otros cuantos compañeros, dice que “el mínimo no alcanza para nada, el arriendo nada más cuesta eso. Imagínese la comida, los transportes…”. Pero así han vivido. Para ellos, la monotonía de los proyectos ya hace parte de lo normal. Casi como si los obligaran a aprenderse el procedimiento para recitarlo sin equivocación, todos cuentan que al entrar a cualquier obra los asegura una ARL, que constantemente les dan capacitaciones donde les hablan sobre los riesgos auditivos, cómo prevenirlos y las inevitables consecuencias que luego de 30 años, ya Carlos ha empezado a notar: “sí, claro, uno va perdiendo audición, va escuchando menos”, y que el resto de sus compañeros, como Arley, niegan porque dicen haberse acostumbrado a los ruidos fuertes sin dejar de aceptar que en unos años seguramente dejarán de escuchar.

Aunque cueste creerlo, no se hacen estudios previos sobre la emisión de ruido en las construcciones a cielo abierto. Hay días en los que la jornada de trabajo tiene una pequeña variación. Tal y como todos recitan, las ARL los capacita por medio de personas externas que hacen talleres para informarles sobre los riesgos laborales y cómo prevenirlos. Pero el escenario parece más una estrategia legal.

Paola Morales, tallerista de una de las tantas ARL existentes, describe estos espacios como algo no tan transparente. Efectivamente, se dan talleres a los obreros, pero con información aprendida autodidácticamente. “Ellos nos capacitan, bueno, aquí hay una trampa, se supone que nosotros en las empresas decimos que a nosotros nos capacitan, pero básicamente nuestra capacitación es que nos mandan un libro virtual, o nos envían la información, o muchas veces no nos las envían y yo, por mi parte, investigo y hago la actividad con los trabajadores”.

De ahí sale la información que todos se saben de memoria y que hacen ver como algo obvio porque se las han repetido incontables veces. Saben cuáles son los tipos de ruido, cuáles son los niveles tolerables, los que reciben diariamente, y también saben qué implementos los protegen, al menos en la teoría, que siempre es agradable al oído. Pero la realidad es otra, alguien debe hacer el trabajo y la única función de decirles los riesgos de estar en una construcción es capacitarlos para que trabajen en ellas.

Empieza a caer la tarde de uno de tantos días en estos treinta años, se va acercando la hora de parar todo y salir. A las 5:00 p.m. en punto, el escenario queda vacío. Con afán, empiezan a caminar en largas filas trabajadores que juntos forman un gremio de más de un millón de personas en el país; podrían jactarse de pertenecer al sector que más trabajo produce. En grupos de dos o tres hombres, muy difícilmente cuatro, salen de la construcción en busca de transporte. Ya han dejado su indumentaria guardada, la que se pueden quitar claro, pues, las marcas del trabajo los acompañan a cualquiera que sea su destino: las cortadas, las lesiones, las manchas, el cansancio, los dolores, el estrés y la, por ahora, poco perceptible perdida de audición.

Todos saben que llegará, algunos pueden reconocerla, otros dicen que el ruido no les afecta y que el tiempo los ha ido acostumbrando a los altos niveles. El ruido del trabajo les dejará una huella indeleble en su organismo, y todo por vivir detrás de él.