Ya no quiero ser periodista
La labor de un periodista requiere de valentía en un país como Colombia. Esta columna retrata el sentimiento de los estudiantes de periodismo.
Columna de opinión realizada para la clase de Introducción al Lenguaje Periodístico (tercer semestre, 2022-1), con el profesor David Mayorga.
El Espectador, representativo periódico colombiano, cumplió 135 años en marzo del año pasado. No me resulta un tiempo insignificante, por el contrario, este diario ha logrado mantenerse en un país donde la libertad de prensa es hostigada, perseguida y masacrada. Ojalá hoy tuviéramos la fortuna de decir lo contrario, pero la realidad es que el periódico lleva consigo muchos muertos inocentes, quienes por enfrentarse a los poderosos acabaron siendo parte de un lamentable número de periodistas asesinados. Estoy convencida de que hacer periodismo en cualquier lugar del mundo ya implica un riesgo inminente, pero en Colombia, esta labor es casi como meterse en la boca del lobo, un lobo capaz de exiliarte, dispararte o, lo que resulta aún peor, estallarte en pedazos.
Con la muerte de Guillermo Cano, director de El Espectador, a manos de Escobar y su entramado criminal, se dio paso a un periodismo temeroso, y aunque ya lo era desde antes de su muerte, a mi modo de ver significó que escudriñar en los huecos de los innombrables era el suicidio y la muerte anunciada para cualquier periodista. Por más que se intentó evitar esta muerte, finalmente llegó aquel diciembre de 1986, paralizando a toda la prensa y a todos los colombianos que creían fervientemente en el poder revolucionario del periodismo. De hecho, según cifras de la FLIP (Fundación para la Libertad de Prensa), en Colombia, desde 1938 hasta 2021, han sido asesinados ciento sesenta y dos periodistas por razones de su oficio. Una cifra escalofriante e increíblemente dolorosa, pero que deja al descubierto quién tiene más miedo.
Los que queremos dedicarnos a un periodismo real, alejado de los poderosos y sus beneplácitos súbditos “periodistas”, sabemos la valentía que debemos poseer. Dejar la complacencia a un lado para cuestionar lo establecido y para decirles a los poderosos en la cara que los mayores veedores no se encuentran dentro de los órganos de control, que ellos mismos colocan en esos puestos, en realidad están afuera, preguntándose, investigando y revelando al resto de los colombianos lo que tanto intentan tapar y esconder. De lo contrario, me atrevería a afirmar, aunque resulte un poco osado de mi parte, que lo demás como la sumisión, la correspondencia y la falta de interés hacia una realidad inocultable del país se aleja por completo de lo que significa el periodismo real.
Quienes dedican su vida a este oficio pueden parecer utópicos, buscan un país y una sociedad más justa, lejos del pasado genocida colombiano que está repleto de manos ensangrentadas, pero es que resulta una característica intrínseca del periodismo. Incluso, como lo narra Carlos Correa y Marco Antonio Mejía en su libro Las llaves del periódico, el director Guillermo Cano llevó hasta su muerte las ganas de luchar, sin máscara y sin una inmortalidad, únicamente siendo periodista. Por eso minutos antes de morir y sin saberlo, escribió “Así como hay fenómenos que compulsan al desaliento y la desesperanza, no vacilo un instante en señalar que el talante colombiano será capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y próspera”
Los poderosos se acostumbraron a las amenazas y la sangre para silenciar las bocas, pero los periodistas respondieron y continuarán respondiendo. He cuestionado miles veces esta labor y debo reconocer que cuando el panorama parece turbio, me repito a mí misma que ya no quiero ser periodista, que en Colombia a los periodistas los matan y que nadie asume una responsabilidad verdadera por estas muertes. Pero al final acabo convenciéndome de que, aunque en el trayecto los periodistas tengamos que tomar de la mano el miedo y caminar con él, las causas que perseguimos son aún mayores. Pero, sobre todo, la realidad es que quienes deben temer son ellos, puesto que ni siquiera con la muerte de nuestros colegas, las verdades, que por años esconden para no dejarlas gritar, dejan de ser eso, verdades.