Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Tejiendo memorias del Pacífico

Embárcate en un viaje con Amanda, donde cada puntada de su bordado narra leyendas del Pacífico y une generaciones.

Editado por: profesora Estefanía Fajardo De la Espriella

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (Cuarto semestre – 2023 I), bajo la supervisión del profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández.

El aire de Juanchaco no solo huele a mar. Lleva consigo los susurros del pasado, impregnados en el canto de las olas que lamen la orilla, en el silbido del viento entre las palmeras. En este rincón del Pacífico colombiano, cada amanecer es un presagio, oscuro y lleno de promesas aún no reveladas, mientras que el atardecer llega como una explosión de fuego, tiñendo el cielo de rojos intensos y rosas que parecen contar historias de amores y batallas perdidas en el tiempo. 

Fue en ese paisaje mítico donde conocí a Amanda. No era la primera vez que pisaba aquí, pero sí la primera vez que me encontraba con una figura tan imponente y a la vez tan maternal. Amanda no camina sobre su tierra, flota sobre ella, como si sus pies conocieran cada recodo, cada grieta, cada rincón escondido. Su piel, marcada por el sol y la sal, llevaba los rastros de una vida dura, pero también un brillo profundo, una serenidad que resultaba casi desconcertante. Lo que más me impresionó fueron sus manos, esas que hilaban y tejían como si en cada puntada estuviera entrelazando una historia, una memoria, un pedazo de su alma. 

Nos encontramos en una tarde y al verla trabajar le pregunté con curiosidad: “¿Qué significa para ti este arte, Amanda?”. Ella levantó la vista, con su mirada intensa y profunda, y me respondió con una sonrisa suave: “Cada bordado es un canto, una historia que no debe olvidarse. Mis manos cuentan lo que mis abuelas me enseñaron”. 

Con Amanda la conexión fue inmediata. No hubo necesidad de demasiadas palabras, solo la simple compañía en el silencio compartido. La primera vez que me senté a su lado, mientras sus dedos ágiles se movían al ritmo de la aguja y el hilo, sentí una calma que no había experimentado en mucho tiempo. Había algo en la forma en que trabajaba, en la precisión y cuidado de sus movimientos, que me envolvía en una sensación de paz profunda. “Aquí, el bordado es un abrazo”, añadió, mientras sus manos danzaban sobre la tela. “Es la forma en que mantengo vivo el amor de mis antepasadas”. 

El bordado para ella es más que un simple oficio; es una forma de resistir, de dejar huella, de asegurarse de que las historias de su pueblo y su gente nunca desaparezcan. Cada diseño que sus manos creaban estaba cargado de significado: las flores, las formas geométricas, los colores vibrantes, todo hablaba de un pasado rico, de una herencia que sus antepasadas habían preservado a través de generaciones. “Mira este patrón”, me dijo mientras mostraba un bordado con motivos marinos. “Este representa el océano, nuestro hogar. Cada ola tiene una historia”, agregó. 

A medida que pasaban las horas, comencé a sentirme más y más parte de ese espacio. El ritmo constante del hilo pasando a través de la tela, el sonido sutil de la aguja perforando el material, se volvieron casi hipnóticos. No solo estaba tejiendo en la tela; también estaba tejiendo en mí. Sentí cómo mis propios pensamientos, a menudo dispersos y agitados, comenzaban a alinearse, a seguir el ritmo pausado y sereno de sus movimientos. 

“Cuando estoy bordando, siento paz”, me confesó en un momento de quietud. “Es como si cada puntada me acercara un poco más a mis raíces”, dijo. Su voz era un murmullo suave, y sus palabras resonaban con una verdad que me alcanzaba. “Lo que hacemos aquí no es solo arte; es un acto de amor. Amor por lo que somos y por quienes vienen después de nosotros”. 

La tarde se deslizaba hacia el ocaso, y con cada rayo de sol que se despedía, sentí cómo una conexión más profunda se formaba entre nosotras. “Amanda, ¿cómo enseñas a las jóvenes sobre este arte?”, le pregunté. “Ellas son el futuro”, respondió.

“Las invito a sentarse aquí, a escuchar las historias de las abuelas mientras bordamos juntas. Cada puntada es una lección que les dejo”. En ese momento, entendí que no solo me estaba enseñando sobre el bordado; me estaba enseñando sobre la vida. 

Las sombras se alargaban sobre la tierra cuando me despedí de Amanda. Las palabras fueron pocas, pero las miradas lo decían todo. “Recuerda siempre tus raíces”, me aconsejó, “y no dejes que el mundo te haga olvidar quién eres”.

Me fui de Juanchaco con el corazón lleno, con la certeza de que había encontrado algo invaluable en esa mujer y en su oficio. Amanda, con su serenidad y su sabiduría silenciosa, había dejado una marca en mí. Me había mostrado que, a veces, en la simplicidad de un hilo y una aguja, se puede encontrar una paz más profunda que en cualquier otro lugar. 

Al salir, el cielo se iluminaba en tonos anaranjados y púrpuras, un espejo de las emociones que llevaba dentro. Juanchaco no solo era un lugar en el mapa; era un hogar donde el tiempo se detiene, donde el bordado se convierte en un acto de amor y resistencia, y donde una mujer como Amanda teje la historia de su comunidad con cada puntada.