Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Caricatura Esteban

Su estómago era un cultivo de lombrices

Reportaje realizado por María Paula Hernández Lemus para el Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre), con la profesora Laila Abu Shihab.

“Mientras mis hermanos y yo jugábamos a vender los mamoncillos que bajábamos de la casa de al lado, mi hermano menor se sentaba frente a una pared a engordar la panza”, recuerda Myriam Jazmine Hernández, hermana de Humberto Hernández, a sus 68 años.

Por problemas de salud de su padre, la familia tuvo que migrar a Neiva (Huila), municipio ubicado en el sur del país. En abril de 1960, el doctor Cuartas le recomendó a Luis Felipe -el líder de los Hernández- que se fuera a vivir a un clima caliente por sus reiterativos resfriados y él se contactó con un viejo amigo suyo de ‘Neivayork’, quien le dijo que la situación económica estaba muy buena. Y era verdad, pues llegó a tener dos prósperos negocios: uno de granos al por mayor y una distribuidora de cemento llamada Diamante. Luis Felipe y su esposa María Esther habían vivido por más de 20 años en Ibagué (Tolima), con sus ocho hijos.

“Nuestra nueva casa estaba ubicada en la carrera 1 número 11-46, tenía una amplia verja, un corredor hacia la puerta de madera, había una enredadera llamada copa de oro que simulaba un techito sobre el garaje sin embaldosar, la puerta tenía una mirilla que estaba casi a la medida de nosotros, aunque tocaba empinarnos un poco para ver cuando golpeaban. En el primer piso embaldosado estaban  la sala, el comedor y al lado derecho una amplia cocina -cuenta Myriam Jazmine-. Recuerdo que en ese momento habían salido las estufas a gas alemanas de marca Salman y nosotros tuvimos el privilegio de tener una en nuestra casa; tenía cuatro puestos, un asador, un horno y un gabinete que siempre estaba lleno de comida y galguerías, realmente era muy bonita. Además, teníamos otra estufa de leña que no era común y corriente pues tenía una chimenea y acabados muy finos. Al fondo de la casa estaba el patio, la habitación de Mariela, la persona que nos ayudaba con el aseo, y un lavadero cubierto. Lo único que no tenía baldosa era el garaje. Después de un pequeño cuartico entre la sala y la cocina estaban las ruidosas escaleras de madera que marcaban cada paso que alguien daba para ir al segundo nivel. El piso de arriba también era de madera, había cuatro habitaciones, una de mis padres y las otras tres de nosotros;  y teníamos una guardilla donde guardábamos las cosas de la Navidad y todo el desorden que desesperaba a Maria Esther”.

Y continúa: “Cuando llegamos a Neiva falleció una hermanita a los 12 años, Rosarito. Mi hermano menor, Humberto, tenía por ahí dos años y medio cuando descubrió que la tierra no era solo abono para las matas y que las paredes no eran solamente para colgar cuadros, sino que podrían ser un pasatiempo pues ya no solo comería mamoncillos sino algo diferente. Cuando todos nos subíamos al techo de la casa y jugábamos a alcanzar el palo de mamoncillos de la casa de al lado, primero unos para nosotros y después otros cuantos para venderlos a los vecinos, mi hermanito raspaba las paredes y comía tierra del garaje; mi madre lo veía con la boca sucia y le decía: “¡Ay! mijito le voy a pegar si sigue haciendo eso”, para después llevarlo al lavadero a limpiarle la boca. No tengo en mi memoria que le haya pegado, ella era una mujer muy tierna y tranquila”.

Myriam añade que así fueron pasando los días y los meses, con los hermanos  Hernández “jugando lazo, cogiendo mamoncillos, tirando los dados en el parques, haciendo las famosas figuras del puente y la cueva con unas fichas en forma de estrella y una pequeña pelota en el “yas” y hasta fabricando peligrosos columpios con una cuerda en un palo de totumo” que tenían en el patio. Luis Felipe y María Esther siempre les inculcaron el valor de la familia. “Hasta el día de hoy hemos sido muy unidos, nos gusta reunirnos los domingos en nuestra casa paterna, aunque ellos ya no estén”, afirma Myriam.

Floralba Hernández recuerda bien cuál fue uno de los primeros sustos que les hizo pasar Humberto: “Ese día estábamos jugando todos en el patio cuando de repente le vimos a ‘don Tuffas’, como le decía mi padre a Humberto, la cara blanca como una hoja de papel, casi que volteó los ojos cuando lo cogimos. De inmediato lo llevamos a la Clínica Nueva de Neiva, del doctor Uldarico Liévano Aguirre. Cuando llegamos a Neiva mi padre se hizo muy amigo de Uldarico porque él tenía una droguería al lado del negocio de granos de mi padre, ubicado en la carrera 2 número 9-20. Apenas llegamos el doctor Liévano lo llevó en una camilla y le miró los ojos con la linterna que cargaba siempre en su bolsillo izquierdo del pecho; nosotros estábamos muy angustiados, llorábamos de los nervios. Lo examinó y cuando le empezamos a contar la historia a la que nunca le habíamos prestado atención, ordenó que le hicieran unos lavados en el estómago pues parecía que el origen de la barriga pronunciada que tenía era la arcilla que raspaba de la pared y de la tierra que sacaba del garaje”.

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El trastorno de pica o alotrofagia consiste en comer regularmente cosas que no son alimentos como tierra, tiza, ladrillo, papel, madera, detergente, crema dental, o cabello, entre otros.

Paola Marín, psicóloga de la Universidad Arturo Michelena de Venezuela, afirma que un trastorno mental puede darse por algún maltrato o trauma, por la predisposición genética, por un choque emocional, por alguna alteración bioquímica del cerebro o por problemas familiares como desapego con los padres y sobre todo con la madre. Todo esto puede desencadenar un trastorno alimenticio como el trastorno de pica, la bulimia o la anorexia, por ejemplo. “En casa no nos explicábamos porqué le gustaba comer tierra si todos comíamos igual, nunca nos acostamos con el estómago vacío, en casa no pasábamos necesidades”, dice Myriam.

“En la etapa de desarrollo de los niños es normal que ellos quieran probar, no creo que a un niño que tenga uno, dos o tres años pueda llegar a diagnosticársele el trastorno de pica como tal, puede que lo tenga, pero que este no se diagnostique como un problema porque resulta normal que un niño quiera experimentar y saber cómo y qué se siente coger ciertas cosas. Cuando el niño pasa de los 4 o 5 años ya puede ser diagnosticado con trastorno de pica, pues se convierte en una conducta anormal del desarrollo que quiera comer cosas que no son comestibles”, asegura la psicóloga.

“Uldarico no se explicaba cómo no se habían percatado que lo que hacía el niño no era un juego y que era algo grave, cómo no se le había dado trascendencia a que al niño le comenzara a crecer el estómago con tan solo tres años como si fuera un viejo que tomara cerveza todos los días. Nos mandaron para la casa con muchos cuidados para mi hermano, le recetaron unos medicamentos, unas vitaminas, un purgante y, lo más importante, un frasco de calcio pues el doctor dijo que posiblemente era por carencia de este”, añade Floralba.

Para Nicolás Sánchez Cruz, residente de psiquiatría de la Universidad del Bosque, en Bogotá, el trastorno de pica es una enfermedad poco frecuente que se da sobre todo en niños con desarrollo precario y/o desnutrido, mujeres embarazadas, niños con autismo, personas con discapacidad cognitiva y personas que padecen trastornos de desarrollo. Aunque sea una enfermedad muy rara hoy en día ya se conocen sus causas y síntomas, así que alguien que tenga una obstrucción intestinal o esté intoxicado puede acercarse a un profesional de la salud para recibir tratamiento que restaure el déficit nutricional y los químicos del organismo.

Sánchez añade cuál es el proceso correcto para tratar un trastorno mental, como el síndrome de pica: primero se debe acudir a un centro de salud para realizar una evaluación clínica por parte de un profesional en salud mental, una identificación de los síntomas y signos clínicos, y evaluar posibles riesgos o conductas que puedan poner en peligro la integridad o vida del paciente, de sus familias o personas de la sociedad; después se debe identificar si el manejo debe ser intrahospitalario o puede ser ambulatorio, evaluar antecedentes de otras enfermedades y, finalmente, formular un tratamiento adecuado a los diagnósticos realizados por el profesional.

“Yo no me acuerdo de haber comido ladrillo, estaba muy pequeño, cuando uno tiene 2 o 3 años no se acuerda de nada, no sé porqué motivo lo hice o a qué podía saber la arcilla o la tierra. Hoy en día mis hermanos me molestan por haber comido eso de niño. Conocí la historia cuando estaba más grandecito por boca de mi madre, que contaba que cuando el médico la despidió le dijo: “Si su hijo sigue comiendo tierra, la tierra se lo va a comer a él”, recuerda Humberto Hernández, quien ahora sí tiene algo de barriga, pero ya no por la tierra sino por las sabrosas cervezas que se toma los viernes con sus amigos.

La prevalencia de los trastornos mentales sigue aumentando y causa efectos en la alteración de la salud física y psicológica. Según la Organización Mundial de la Salud, en los países de ingresos bajos y medios entre un 76% y un 85% de las personas con trastornos mentales graves no recibe tratamiento; la cifra es alta también en los países de ingresos elevados: entre un 35% y un 50%. Además, hay que tener en cuenta que hoy en día los pacientes deben tener acceso a atención médica y distintos servicios sociales para recibir el tratamiento que necesitan.

Por suerte, aunque en los años 60 no hubiera un alto conocimiento de este trastorno, gracias a los vomitivos y a los medicamentos recomendados Humberto pudo seguir creciendo junto a sus hermanos como un niño muy sano.

Hoy, en Colombia ni el Ministerio de Salud y Protección Social ni la Secretaría de Salud de Bogotá tienen una cifra exacta de las personas que padecen esta enfermedad.

“Lo que sí resulta difícil de digerir y de imaginar era a qué podía saber la arcilla del ladrillo o cómo era mandarse una manotada de tierra. Actualmente pensamos que en realidad lo que él quería era salirle económico a mis padres pues sería una porción menos de comida”, bromea Floralba.