Por las unas y por las muchas otras
¡Que tire la primera piedra la que esté libre de toda digna rabia! Las víctimas de feminicidio y las “capuchas”: hijas de una misma lucha.
Crónica realizada para la clase de Taller de Géneros Periodísticos (cuarto semestre, 2022-2), con la profesora Laila Abu Shihab Vergara.
5:46 pm. A tres minutos de haber comenzado la marcha.
Alex trepa al andén de la carrera 30, a la altura de la calle 22. Su bate es negro y está rodeado de un alambre de púas. Carga contra el cristal que protege el cartel publicitario de uno de los paraderos de buses, bajo el cual se resguarda un hombre del aguacero.
Aunque va con el torso desnudo, con los senos al aire pintorreteados de verde, el mismo verde pro aborto del pañuelo que le cubre el rostro, poco o nada le importa cuando alza el bate sobre su cabeza, empina los codos y descarga el golpe con una resolución irremediable. El cristal estalla y le aterriza a los pies.
Su fuerza no es la de una niña, pero sí su cólera.
El 22 de agosto, en las inmediaciones de Paloquemao, un grupo de policías la acorraló junto a otras 10 capuchas que acompañaban la marcha que acababa de partir de la Galería Transfeminista. Las desenmascararon y las arrastraron a punta de ultrajes hacia un lugar apartado donde las golpearon y las manosearon. Eso nadie lo sabe.
De Alex, su “nombre fantasma”, solo conocen su ímpetu.
Ni yo, que la vi a los ojos hirvientes cuando me lo relataba, pude descifrar su color bajo los lentes de contacto azules.
—¿Ustedes cuantos años tienen?
Entonces Alex había intercambiado una mirada fugaz con su amiga Led, antes de asentir y soltarlo.
—Yo tengo dieciséis.
En la tarde del 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, entre la marcha transfeminista que se derrama sobre el carril de los carros con arengas y gritos, Alex es una revoltosa más que se lleva el disgusto de los transeúntes.
***
En un bus articulado de Transmilenio de la ciudad de Bogotá, sin desafiar las leyes de la física, entran 260 usuarios. Para trasportar en sus 27 metros de largo a las mujeres asesinadas en Colombia a lo largo de 2022, habría que emplear aproximadamente 3 buses. Son 827, según cifras de Medicina Legal, las mujeres asesinadas este año hasta la fecha, de las cuales 140 fueron víctimas de feminicidio. La cifra, sin embargo, podría llegar a 659: las alertas recibidas por las personerías municipales de parte de la Procuraduría. Medicina Legal advierte que Bogotá se llevaría la mayoría, con 202.
En el violentómetro, una herramienta impulsada por la Secretaría de la Mujer, Género, Igualdad e inclusión, en conjunto con la Asociación Distrital de Trabajadores y Trabajadoras de la Educación (ADE), se miden de 1 a 20, por su nivel de gravedad, las afrentas, maltratos y ultrajes que puede sufrir una mujer por parte de su pareja dentro de una relación abusiva. En la primera alerta se puede leer: “Te culpa”. En la última: “Te ataca con ácido”.
Paola Cárdenas, miembro de la Secretaría de Género del Sindicato de Docentes de Bogotá, aborda a las manifestantes con el violentómetro en la mano.
—Nuestro objetivo principal es que las docentes lo apliquen con las estudiantes. Con los compañeros hombres también. La herramienta incluye la ruta de acceso a los servicios de prevención y acompañamiento, con la esperanza de que estos respondan a tiempo. Lo tenemos también en la página de la ADE, con hipervínculos que conectan a las páginas de estas instituciones.
En el dorso del violentómetro se encuentran los números de los organismos a los que se debe acudir según el nivel de la violencia. En la primera sección de “Alerta” están los números de la Línea Púrpura y las Casas de Igualdad de Oportunidades para Mujeres (CIOM). Les siguen las Casas de Justicia en el siguiente nivel de “Reacciona,” y la Fiscalía, las Unidades de Reacción Inmediata (URI) y las Comisarias de Familia en el tercero y más urgente.
Las manifestantes se agolpan en torno a la ambulancia que pronto saldrá a la cabeza de la marcha. Baten los pañuelos morados y verdes, sentadas sobre los bloques de ladrillos en los que están escritos los nombres y años de sus caídas. Es la Galería Transfeminista ‘Siempre Vivas’, ubicada sobre la avenida 26. Un espacio cultural de reivindicación y memoria de las mujeres, cisgénero y transgénero, víctimas de feminicidio.
—Nosotras como docentes debemos caminar junto a estas chicas y aprender de ellas. Nos han enseñado a hablar sin miedo —me dice la profesora Paola sobre los aullidos de aliento que se alzan desde la galería—, a elevar la voz.
Aunque el violentómetro es un cartón sencillo, puede llegar a ser todo un salvavidas arrojado en el más crucial de los momentos. Con suerte, porque dar con un hombre violento es un tiro al azar, llegará a tiempo a las manos de la mujer indicada. Antes de que sea muy tarde, como lo fue para María del Rocío Zapata, asesinada por su expareja sentimental en el barrio Perdomo, en Bogotá.
Su única hija, de 25 años, franquea la marcha un año después. Lleva una camiseta violeta con una fotografía de su mamá en la parte de adelante y una síntesis de su resistencia estampada en la espalda: “Mi madre me enseñó a luchar. Ella ya no está conmigo. Yo caminaré por ella”.
De la bestia resiliencia hablan muchos sin haberla domado nunca. Pero si hay alguien que se afianzó sus riendas a las manos, la ensilló y salió a correr la vida montada en ella, fue Camila.
—Mi mamá tenía 43 años y ya había dejado a su expareja. No tenían ningún vínculo amoroso —me explica ella—. El año pasado volvió con la firme intención de asesinarla.
Ocurrió el 17 de octubre de 2021, cuando Camila celebraba el cumpleaños de su hermano, y su madre se encontraba sola en casa. A su asesino lograron capturarlo a una cuadra y a 12 puñaladas del cuerpo de María del Rocío.
—Luego de varias audiencias le dieron en junio el fallo condenatorio de 20 años de cárcel. Pero como él había confesado, le restaron 2.
Es su segundo 25 de noviembre sin su mamá y la segunda vez que asiste a las marchas, animada por otra víctima de feminicidio. El asesinato de una mujer deja un cráter profundo, erosiona a sus familias desde la raíz. Por lo mismo, Camila y otras mujeres hacen parte de un grupo de víctimas de feminicidio, en el que se brindan apoyo mutuo.
—Yo quería que le dieran más años.
Después de cantar en coro su rabia, Camila espera el bus que la llevará a su casa en el barrio Perdomo. El tráfico está pasmado desde que la marcha transfeminista inundó la carrera 30. Los usuarios del transporte público caminan por el carril de Transmilenio y llueve. No, diluvia. El cielo se nos viene encima como nunca lo había sentido venirse.
—Me pareció muy poquito—medita con los ojos perdidos en las luces de la avenida, sumergida en esa templanza tan suya, tan imperturbable—. Yo iba a apelar, pero la abogada me convenció de que no lo hiciera porque nos arriesgábamos a que él quedara libre.
Empapada de cabo a rabo, con los tenis encharcados y tiritando de frío, Camila se permite reír y contarme que al día siguiente debe salir de su casa a la una de la madrugada para llegar a su trabajo en el aeropuerto a las 3. En su trozo de mundo, incompleto desde el 17 de octubre de 2021, el sol sigue saliendo y las carreteras por recorrer son cada vez más.
Lleva de pie la tarde entera y acaba de caminarse, por su mamá, dos kilómetros de una lluvia furiosa.
“¡Que cansada va a estar!”, le diría María del Rocío si estuviera. Solía hacerlo cuando ella se resistía a seguirle los planes:
—¡Usted no es una viejita! —la aguzaba —. ¡Vámonos a viajar!
25 de noviembre de 2018. Ciudad de México, México.
—Tengo todo el derecho a quemar y a romper. Yo estoy rompiendo por mi hija. La que quiera quemar, que queme. Y la que no, que no nos estorbe. Y si quemo, y si rompo y hago un pinche despadre en esta ciudad, ¿cuál es su pinche problema? ¡A mí me mataron a mi hija! —brama Yesina Zamudio frente al edificio donde Ingrid Escamilla fue asesinada por su pareja. Tenía la misma edad de Camila.
Cuatro años después. 4:07 de la tarde
Nia está sentada sobre uno de los muros que flanquean la galería transfeminista. Lleva puesta una máscara de gas y tiene la ombliguera arremangada debajo de los senos. Sin darle un segundo vistazo, alcanza a camuflarse entre la cuadrilla de capuchas que la rodean. A mis ojos, sin embargo, Nia no pasa desapercibida. Sé que tiene un mes de embarazo y que en mayo de este año perdió a su primer bebé.
Su vientre apenas luce distendido bajo la frase que le pinta una de sus amigas con pintura negra: “Gesto de resistencia”.
—¿Cómo sigues?
Los mareos típicos del embarazo la tenían pálida como un trozo de papel hacía unos minutos.
—Ya mejor —me responde medio ahogada detrás de la máscara.
No necesito preguntarle si está segura de salir encapuchada frente a los hombres del ESMAD apostados a lo largo de la avenida 30. Es intrépida, inconvencible y diestra en las dinámicas del tropel. Empezó en Cali hace algunos años y al llegar a Bogotá no perdió la costumbre. Hoy sale porque tanto ella, como su mamá y su tía han sido “violentadas” por esos “varoncitos insistentes” —de los que habla Nicole, otra amiga suya —, que, desde casa, las han acosado. Como consecuencia tuvo que dejar su hogar, si es que se le puede llamar así a la guarida del lobo.
Sus amigas, Nicole y Ángela, pintan un cartel a sus pies. Son las únicas que están vestidas de negro completamente. Ángela lleva el cabello espeso y oscuro recogido en una dona. La otra, con un buzo negro amarrado al rostro, corto como aguja.
—La gente pone atención cuando dañamos. Cuando dañamos la gente voltea a mirar—me había dicho Ángela unas horas antes, mientras le pegaba una calada honda a su cigarro. Aunque apenas tiene 18, su réplica fue entonces la de toda una demagoga.
Un monólogo poderoso y tan empecinado como la decisión de Nia de encapucharse y volver su panza un mensaje.
—Es que hay que demostrar que no nos vamos a dejar.
—Porque la que quiera romper, que rompa. La que quiera quemar, que queme. Y la que no quiera…—Nia cita la proclama que exactamente hace cuatro años Yesina Zamudio les gritó a las cámaras, una madre mexicana que perdió en 2016 a su hija María de Jesús Jaime Zamudio, víctima de feminicidio.
Su reclamo, retrato de esa digna rabia de la que tanto se habla los 25 de noviembre, cruzó 6 países. A través de los años se reprodujo hasta transformarse en legión y escucharse entre las capuchas como un rezo.
— Que no estorbe—sentencian todas al unísono.
***
—Entiendo que es la única manera de que nos paren bolas. Nos volvimos una estadística ante los ojos del Estado.
Nidia Romero enterró a su hija Ana María Castro, de 21 años, un Día de la Mujer.
—Nosotras somos más que números.
En la madrugada del 5 de marzo de 2020, Ana María fue arrojada de un auto en movimiento en la calle 80 con carrera 68. Desde entonces, no hay 8 marzo ni 25 de noviembre que Nidia no se camine Bogotá, como está a punto de hacerlo mientras se fuma un cigarrillo a la cabeza del mujerío vehemente de la marcha, sin recelo alguno de las amenazas que la acosan desde el fallo condenatorio de los responsables de la muerte de su hija, Julián Ortegón y Paul Naranjo, a 41 años de cárcel.
La denuncia por amenaza que Nidia presentó en la Fiscalía el 23 de enero de este año no dejó más que una estela de silencio a su paso. Hoy, sin garantías, es la cara de las jovencitas semidesnudas que a sus espaldas agitan desde pañuelos hasta bates. ¡A quién le importa lo que tengan en las manos! Muchas tienen la edad que tendría Ana María. Otras, las más enormes a mi modo de ver, van de la mano de sus mamás porque se perderían entre las piernas del gentío.
Nidia se abraza con Camila Carvajal, y apoyadas la una sobre la otra, ven a la ambulancia que guiará la marcha desencallar e invadir el carril con la canción de Anita Tijoux, ‘Antipatriarca’, retumbando en los parlantes: Tú no me vas a silenciar, tú no me vas a callar…
Madre e hija, ajenas la una a la otra, se desenredan del gesto solo para tomarse la calle. Tienen el paso pesado de las matriarcas atado a los tobillos; la ausencia, la llevan a cuestas.
El reloj marca las 5:43 de la tarde del 25 de noviembre de 2022 cuando el transito masivo de los carros se pasma a la altura de la calle 30 con 26. Dentro de unas horas la movilidad de la capital colapsará. El embotellamiento, que empieza ya a agolparse detrás de los gestores de paz que bloquean el paso, presencia la humareda que sueltan un par de bengalas. Más desposeídas que nunca, las agitan en el aire Nidia y Camila. Una verde, por las hijas que no regresaron a casa la mañana siguiente. Otra violeta, por las madres que cayeron en su propia morada