Facultad de Comunicación Social - Periodismo

La bulla de al lado 

Una madre y sus tres hijos vivían en un pequeño apartamento del barrio San José en Barranquilla, pero un día su tranquilidad se vio afectada por la llegada de los nuevos vecinos.

Editado por: Laura Sofía Jaimes Castrillón

Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (Cuarto semestre – 2022 II), bajo la supervisión del profesor Jesús David Mayorga.

Era el año de 1992. Irma Marrugo estaba en su sala, tarde, cerrando otro día después del trabajo. La casa en la que vivía no era muy grande, en realidad, era un apartamento. La vivienda de paredes blancas y techo laminado tenía una extensa pared que dividía el espacio en dos partes, dos apartamentos, dos hogares. Se diferenciaban porque se veía un par de puertas y ventanas, una al lado de la otra, cubiertas con rejas negras. Lo único que compartían era la terraza con las típicas baldosas blancas con puntos grises de una casa en Barranquilla.  

Mientras caminaba por los pasillos, comenzó a escuchar unos murmullos en la terraza. De repente, la sorprende un estruendo. En la puerta de al lado estaban dos hombres hablando con una pareja de hermanas que en ese momento vivían en la parte derecha. A la mañana siguiente, Irma averiguó junto a otros vecinos que el ruido que escucharon fueron tiros al aire hechos por aquellos hombres. Estaban amenazando a las arrendatarias para que se mudarán rápido y ellos pudieran ocupar ese espacio. Irma no sabía lo que le esperaba con sus nuevos vecinos.  

“¡Uh! Esos sí eran ruidosos”, dice Irma cerrando los ojos y suspira ante esas memorias de sus vecinos en la casa de la calle 63B con 15. Desde La Guajira llegaron un par de hermanos, Walter y Óscar Medina. “Era muy simpático, muy agraciado. No parecía atracador”, dice sobre Walter. Aunque inicialmente no lo sabía, con el paso de los meses, ella y otros habitantes del barrio supieron que esos hombres eran atracadores terrestres (delincuentes que cometen robos o asaltos en carreteras) y Walter era el líder.  

A cualquier hora, sin importar el día o el momento, formaban un escándalo en la terraza. No necesitaban un motivo. Sacaban el equipo de sonido, ponían varias sillas alrededor de la terraza, incluso en el espacio que le correspondía a su vecina, y ponían vallenato a todo volumen. Cantaban a todo pulmón. Entre la música y el tono de conversación, el ruido era desesperante.  

La historiadora Ana Milena Rhenals explica que el mundo guajiro está más ligado a Barranquilla que a otra ciudad de la costa. Antes de que el Magdalena Medio se dividiera en tres departamentos, la zona correspondiente a La Guajira tenía lo que ella se refiere como “dinámicas comerciales” ligadas al contrabando. Había un rápido crecimiento de dinero y se reflejaba en la ostentosidad. Los grupos que se dedicaban a esta actividad hacían fiestas más grandes, música más alta, prendas más llamativas, muchas mujeres, etc. Con la Bonanza Marimbera, el dinero se movía fácilmente. “Distintos sectores de la sociedad guajira van a estar insertos en esa actividad. Y quienes no, van a estar insertos en todas esas dinámicas propias del despilfarro de dinero”, afirma Ana Milena. Cuando la Bonanza marimbera se torna violenta, estos grupos emigran hasta Barranquilla con sus costumbres, “eso va a determinar ese choque cultural entre los otros costeños y el mundo guajiro”, dice la historiadora.

Irma no tenía más remedio que soportar el ruido, pues temía reclamarles. Se preocupaba por sus hijos: Verónica, Katia y Eduardo Fabio. Las niñas ya estudiaban en la universidad y el más pequeño seguía en el colegio. Había noches en que el ruido de los parlantes hacía vibrar las ventanas. “Uno se adapta, es una situación que uno tiene que saber sortear porque ajá… uno cierra sus puertas y oye, pero uno trata de conciliar el sueño”, dice resignada.  

En 1993 El Tiempo expuso en un artículo los resultados de un estudio hecho por Publik sobre la contaminación sonora en ciudades de Colombia. Barranquilla apareció en la cabeza de los resultados con un promedio de 90 decibeles, mientras que ciudades como Cali tenían alrededor de 89 decibeles, Medellín con 83 decibeles y Pereira 87 decibeles. La Organización Mundial de la Salud define al ruido como cualquier sonido que supere los 65 decibeles y este se vuelve dañino si supera los 75 decibeles.  

Una tarde Irma regresaba a casa. Cuando el taxi en el que venía se acercaba al destino escuchó una conmoción. Lo primero que pensó fue que era otra parranda incontrolable. Al bajar del vehículo se sorprendió con la imagen de Walter dirigiéndose hacia ella. Exaltado y furioso la abordó y entre gritos le dijo, “¡Le doy quince días de plazo para que se mude! Su hijo nos echó a la policía”.   

El equipo de sonido estaba afuera sonando a todo volumen, los miembros de la banda de atracadores sentados en la terraza y un grupo de mujeres desconocidas. Irma lo miró a los ojos, puso su mano al frente y con suma firmeza detuvo al escandaloso hombre, “Un momento, mañana hablamos. Ahora no porque usted está en tragos”. En ese instante escuchó que a dos casas la estaban llamando. Era Katia, Verónica, Eduardo Fabio y los novios de sus hijas, José Luis y Hernán. Todos los vecinos estaban asomados observando la escena.  

Irma llegó y preguntó qué pasó. Durante la parranda, uno de los hombres sacó su revólver e hizo dos disparos al aire. Verónica y Katia se asustaron ante el ruido y le dijeron a José Luis: “¡Busca a Eduardo Fabio!”. El pequeño Eduardo estaba a la vuelta jugando con sus amigos. José Luis regresó y le dijo a Katia que el niño no quiso venir. De repente, llegó la policía.  

Los vecinos pensaron que José Luis, creyendo que era hijo de Irma, había llamado a la patrulla, pero no tenían teléfono fijo. No había manera de hacer esa llamada.  

Irma regresó con sus hijos a la casa. Cuando trataron de rodear al grupo en la terraza, uno de los hombres se levantó y comenzó a desmontar su revólver. Walter lo agarró de los brazos y le gritó al hombre que forcejeaba, “¡Cálmate!”. Asustados por la escena, Irma y sus hijos corrieron adentro y en la sala se desplomaron a llorar. Sus hijas le decían:  

– ¿Qué vamos a hacer, mami? 

– ¿Pa onde cogemos?  

A la mañana siguiente, Irma confrontó a Walter. Llegó a su puerta y lo llamó.  

– ¡Señor Walter! 

– Un momentico. Ya voy, señora Irma.  

Abrió la reja, se frotó las manos, le estrechó un saludo y le dijo cordialmente como si nada hubiera pasado:  

– Cuénteme. 

– Vengo a hablar con usted. Lo que pasó anoche espero que no vuelva a pasar más.  

Y no sucedió. Irma y su familia se mudaron de inmediato. Mientras repartía sus pertenencias, el hermano del líder, Óscar, la visitó y le pidió que no se mudara, que ella era una buena vecina. “¿Buena vecina?”, dice sarcásticamente, “yo no iba a esperar a que me mataran a un hijo”. Era abril de 1993 cuando dejaron el barrio San José.  

Tres años después, Irma ya vivía en una casa propia. Era un barrio tranquilo, con personas trabajadoras, pero no faltaba ese vecino ruidoso con su parlante. Una mañana, recibió un ejemplar de La Libertad. La foto principal le espantó el color de la cara. “Walter Rangel Medina, el hombre que fue acribillado en el vehículo que conducía”. El mismo hombre que la hizo huir junto a sus hijos, ahora yacía con ocho disparos en la cabeza y el cuello. El mismo ruido de las balas que los espantó, le habrían quitado la vida.