Los rostros del teatro Faenza
Con el paso de los años ha adquirido muchos rostros mutables que han cambiado su identidad y lo han transformado en un espacio lleno de historia y cultura.
Texto realizado para la clase de Semiótica (tercer semestre, 2021-2), con la profesora Adriana Del Pilar Rodriguez.
El Teatro Faenza, inaugurado el 3 de abril de 1924, nació para ser un epicentro de la cultura bogotana. Su peculiar arquitectura lo hace resaltar, al mismo tiempo que evoca la historia de su versátil pasado. Con el paso de los años este ha evolucionado y se ha transformado en cosas que fueron impensables en su comienzo; desde una fábrica de loza, hasta un espacio de sórdidas prácticas de cine snuff y violencia, este lugar ha sido testigo del cambio de la sociedad a través de los tiempos.
El Teatro Faenza, con el paso de los años, ha adquirido muchos rostros mutables, los cuales han cambiado su identidad y le han brindado nuevos comienzos. Este ha protagonizado variedad se sucesos que, al mismo tiempo que han modificado la historia de Bogotá y la de sus ciudadanos, han transformado este espacio lleno de historia y cultura.
Dentro del recorrido fue posible apreciar como cada uno de sus detalles se convertían en un discurso que relataba la memoria del lugar; aspectos que a simple vista pasan desapercibidos, pero que, en el momento en que trascienden de la metáfora al análisis, se vuelven imaginarios que permiten la reconstrucción de sucesos e historias. Uno de sus grandes atractivos es la variedad de rostros mutables que ha tenido a través de los años. Todo inicia con José María Sáiz, propietario de lo que sería su primer rostro: la fábrica de loza Faenza en 1899; allí se producían vajillas, objetos ornamentales, aparatos sanitarios y demás. Su nombre se estableció en homenaje al pueblo italiano donde funciona un museo internacional de cerámica.
Para su segundo rostro, después de que José Sáiz y José María Montoya formaran una sociedad, este lugar se convirtió en una sala de teatro de estilo americano en la cual se proyectaba todo tipo de cine. Allí, personas pudientes asistían a ver películas con comodidad, mientras que otra gran parte de la población, de bajos recursos, ingresaba a los “gallineros” a disfrutar de lo que alcanzaban a divisar. Esto da un claro ejemplo de la desigualdad de la época y las dinámicas sociales de una población que intentaba escapar del caos con ayuda del séptimo arte.
Su tercer rostro, uno de los más controversiales, es aquel que surge cuando el sector donde se encuentra ubicado, el centro de la ciudad, sufrió un notable deterioro. Este se convirtió en una zona de tolerancia, razón por la cual este ya no era frecuentado por las mismas personas y su tipo de entretenimiento cambió con el objetivo de subsistir. Aquí es posible notar como las prácticas socioculturales hacen posible la realidad urbana. Su semiósfera es construida gracias al cine snuff y los actos violentos que, aunque no son divulgados como una realidad verificada, la memoria de la civilización y las pruebas reclutadas, gracias a la arquitectura del lugar, dicen lo contrario. La reconstrucción de los hechos se ve afectada por un proceso selectivo donde se selecciona qué información es mejor olvidar y cuál otra vale la pena conservar, siempre priorizando la identidad del teatro como una edificación artística sin manchas en su historia.
Su actual rostro es el de la resiliencia. La Universidad Central es el actual propietario del inmueble, que vio una edificación abandonada con gran potencial para la enseñanza y la transmisión de historia, por lo que decidió adquirirla. Desde 2004, la institución se encuentra realizando un arduo trabajo de restauración ya que planea convertir el lugar en una arena para variedad de eventos. Además, las diferentes etapas que el actual teatro ha tenido enriquecen su identidad; cada sociedad a la que se ha enfrentado lo ha configurado, al igual que este ha modificado la memoria de todos aquellos que la activan por medio de recuerdos que dicha restauración ha salvado del olvido. La reconstrucción de este espacio refuerza los vínculos del espacio y sus visitantes, estos permiten evocar experiencias que anteriormente habían permanecido en la ausencia. En fin, el Teatro Faenza renace de sus cenizas para seguir influenciando en la construcción de memoria de las y los bogotanos.