Facultad de Comunicación Social - Periodismo

El saqueo a los vecinos del metro

Los habitantes de El Tejar sufrieron las consecuencias de bandas delincuenciales que desmantelaron las viviendas colindantes por la construcción del metro de Bogotá.

Crónica realizada por la Unidad de Redacción de Conexión Externado (2023-1), con la asesoría editorial del profesor Fernando Cárdenas.

A principios de 2022, Adriana Rubiano, habitante de 58 años del barrio El Tejar de Bogotá e hija de las familias fundadoras del lugar, escuchó ruidos extraños. Cuando salió de su vivienda comprobó el origen de los crujidos. Una banda delincuencial estaba arrancando las tejas de la casa de su vecina.  

  • ¡ABUSIVOS, DELICUENTES! – les gritó Rubiano. 

Pero no sirvió de mucho. 

  • Esta casa me la vendieron. Me la vendieron en tres – le respondió amenazantemente un hombre del grupo, que tenía un aspecto descuidado. 
  • No sea mentiroso que para esta casa no nos han propuesto la venta. Que la señora no esté es otra cosa. Está hospitalizada y no ha podido venir en estos días.  

Ante la gravedad de esta situación y la ausencia de la ayuda de la policía, Rubiano llamó a familiares de su vecina. Les mandó una foto de las personas que estaban ingresando abusivamente a la vivienda. A los pocos minutos, ellos llegaron y estuvieron en la casa mientras que la mujer ausente estuvo internada en el hospital.  

Abandonar las viviendas no era una opción en ese momento. Más bien era el descuido que aprovechaban ciertas mafias para saquearlas. Una situación a la que se vieron expuestos los vecinos de El Tejar, ubicado en el centro occidente de Bogotá, durante el proceso de demolición de las casas colindantes a las suyas. Esto como consecuencia de ser una de las áreas afectadas por el proceso de adquisición de predios para realización de la línea uno del metro en la ciudad de Bogotá. 

Vientos de cambio 

Los rumores de la compra de las casas en esta zona empezaron antes de la pandemia. Los chismes se convirtieron en una realidad cuando la empresa Metro de Bogotá, a través de reuniones con los vecinos, lo informó directamente a la comunidad. Les contaron que sus terrenos estaban incluidos en los planos de cercanías de la estación 7, que rodea a la avenida Primero de Mayo con la 68. En las charlas les socializaron el proyecto en compañía de funcionarios de otras entidades como el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) y la Unidad Administrativa Especial de Catastro Distrital.  

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Luego, a mediados de octubre de 2020, se empezaron a citar a los propietarios y tenedores de las viviendas en las instalaciones del IDU. Después, la empresa Metro realizó visitas a sus casas pues era la que iba a continuar con el proceso de compra. “Ese predio se requiere para el avance del metro y va a formar parte de una futura estación de ese medio”, era lo que les decían a los habitantes, según Mario Riveros, presidente de la Junta de Acción Comunal de El Tejar.  

Al principio de las conversaciones hubo preocupación pues la empresa Metro informó que algunas viviendas estaban en zonas de invasión del espacio público. Pese a que muchas de las personas del barrio contaban con las escrituras de sus casas, pensar que eran ilegales les generó una desazón. “Nos iban a sancionar a todos con la demolición o dinero”, cuenta Rubiano. Sin embargo, el plano que soportaba tal situación nunca apareció y nadie se vio afectado por este hecho. 

La venta de las viviendas 

En términos generales, el precio de compra de las casas correspondió al valor del avalúo catastral más un 40% de este como indemnización. El dinero recibido por las viviendas osciló aproximadamente entre los 400 a 650 millones de pesos. “Lo que pasa es que aquí hubo mucho desacato porque la gente pretendía que se le pagarán unas mejoras, unas construcciones de hasta de 3 o 4 pisos, sin su debida licencia”, relata Riveros. Sin embargo, al no estar legalmente soportadas, a la empresa Metro no le era factible reconocerles monetariamente dichas obras a los propietarios. 

Sigifredo Ramírez era una habitante de El Tejar que había pasado toda su vida allí, desde que se creó en 1961 y en sus momentos de gloria gracias al comercio, justo antes de que su vivienda fuera expropiada por el proceso de adquisición de predios de la empresa Metro. Sus padres hicieron parte de esas familias fundadoras que se asentaron en ese espacio de Bogotá y construyeron una casa dentro de un lote que, con el desarrollo de la ciudad, pasó a conformar uno de los tantos vecindarios de la capital. Su infancia, adolescencia y adultez las pasó en esa vivienda. Luego de la muerte de sus padres, les compró la parte de la herencia que les correspondía a algunos de sus hermanos y construyó las paredes que se convirtieron en su hogar durante 40 años.  

Como los demás habitantes de El Tejar, Ramírez estuvo en las charlas en las que la empresa Metro explicó los planes de la compra de los predios. “Yo asistí a esas reuniones, pero eso fue pura mentira. Un engaño”, comenta. Para él la entidad incumplió las promesas que les hizo a la comunidad, tales como el acompañamiento sicológico, legal y la ayuda en la reubicación de una nueva casa en la ciudad. Ese incumplimiento, según él, fue lo que hizo que tuviera que alejarse de Bogotá y fuera a parar a Villavicencio.  

Desprenderse de su hogar no fue una tarea fácil. En su casa, una construcción de aproximadamente 200 metros cuadrados y dos pisos con terraza, pasó momentos inolvidables junto a su familia. Formalmente, la notificación sobre la adquisición de su predio la recibió a través de una comunicación escrita que le llegó a su vivienda. “O usted vende, vende o se va”, comenta sobre la forma en que percibió la noticia. 

El valor que recibió por su vivienda fue de aproximadamente 428 millones de pesos. Al compararse con su valor comercial, que rondaba los 250, muchos pensarían que fue un gran negocio. No obstante, Ramírez estuvo lejos de llenarse los bolsillos. La empresa Metro, según dice, no le ayudó a encontrar un nuevo espacio que se equipara al que tenía. “Lo que pasa es que el Metro nos hizo a nosotros una trampa muy grande. A mí me estafaron”, afirma. 

El desencanto de Sigifredo fue grande. Durante la parte final del proceso de negociación, su esposa falleció. A raíz de esto, la parte del dinero por la venta del predio fue consignado en una cuenta bancaria y no directamente a la de él. “Un poco de vueltas que ellos se inventan”, señala Ramírez.  

El saqueo de las viviendas 

Posterior a la adquisición de viviendas, vino su demolición. Las primeras empezaron a principios de 2022. No se realizaron por cuadras completas, pues la venta de las casas dependía de su situación jurídica. Las que estaban en procesos de sucesión demoraron más tiempo en ser adquiridas y demolidas. El problema que vino con ese proceso fue la inseguridad que trajo el derribamiento de las residencias. 

“Llegaban aquí familias de recicladores, armados y con cuchillos. Por la noche los patrones de ellos se agarraban a pistolas. A tiros con otras bandas”, cuenta Rubiano. Una demolición sucedía tras la otra, pero la empresa Metro, inicialmente, nunca se responsabilizó sobre lo que ocurría en los predios que adquiría. La alcaldía o la policía tampoco aparecieron. Al no haber una seguridad, llegaba gente extraña a reclamar sobre los lotes vendidos. “No alcanzaba el primer propietario a irse cuando ya agarraban a macetas las casas. Después se posicionaban hasta que las demolían”, agrega Rubiano. 

Esos procesos ilegales de ocupación, para los residentes de El Tejar, se asimilaban a la invasión de plagas sobre un territorio. De esas que son capaces de acabar con todo lo que se les atraviesa a su paso. A tal punto, de que lo destruyen por completo. Para Adriana Rubiano: “eran como langostas. Las personas sacaban su trasteo, se iba el camión y como a la media hora se escuchaba PA-PA-PA-PA y las ventanas y las puertas ya no existían”. A Riveros le parecían ratas de cuatro patas, “volteando por todos lados a ver qué se podían llevar. A punta de maceta tumbaban puertas, rompían ventanas, se llevaban los orinales. Se llevaban todo lo de valor”. 

Las casas desocupadas se convertían en un botín para las bandas delincuenciales. Tan pronto se desalojaba una vivienda, saqueaban los pocos objetos de los que podían sacar un beneficio económico. “Yo siempre he dicho que ahí, dentro del Metro de Bogotá y el IDU, hay un carrusel – afirma Riveros-. Una mafia que señalaba cuáles predios se entregaban y por la noche llegaban esas personas y los desbarataban con el beneplácito de ellos”. El objetivo de estos grupos era tomar posesión de las residencias deshabitadas bajo la excusa de haberlas comprado a sus anteriores propietarios; aunque la realidad fue otra. 

Esas irregularidades en el proceso de demolición de las casas hicieron que la venta de las viviendas por parte de algunos propietarios no se realizara de forma voluntaria, sino de manera forzada. “Aquí hicieron que la señora más viejita de la manzana- de 84 años-, que había dicho ‘muero aquí en mi casa’, le tocara desocupar”, señala Rubiano. Esto debido a que las bandas delincuenciales, además de saquear y demoler ilegalmente los predios desocupados, se convertían en focos de amenaza para las personas que aún vivían cerca de estos. 

Jaime Japonés, un residente de El Tejar que llegó al barrio cuando tenía 6 años, también presenció cómo bandas criminales desmantelaban las casas vendidas. “Llegaban en las zorras de recicladores, por la noche”, relata. Una vez vio como uno de esos vehículos estaba cerca de una vivienda deshabitada y, por esa razón, fijó su atención en lo que hacían un grupo de esas personas. 

  • ¿Qué me mira viejo gonorrea? – fue la respuesta que recibió un día de una mujer, ante su mirada vigilante. 

“Uno le decía a la policía, miren que están allí vandalizando y ellos nos decían eso no nos corresponde”, cuenta Japonés. Según él, esta situación se presentó de forma recurrente en El Tejar durante aproximadamente ocho meses.   

Como medida para enfrentar esa inseguridad, Riveros, en compañía del Concejo de Bogotá, convocó una reunión con las entidades involucradas en el problema. La respuesta que recibieron de la Policía Nacional fue que ellos no podían prestar un servicio de seguridad sobre los predios vendidos, ya que eran de propiedad privada. Esta obligación debía ser asumida por la empresa Metro, que era la nueva propietaria de las viviendas. “La policía debía cuidar y salvaguardar la vida y la integridad de los ciudadanos, no de predios que le pertenecían al Distrito”, recuerda Riveros sobre lo que les decía este organismo público. 

Ante los llamados de la comunidad fueron dos acciones las que se tomaron. En primer lugar, el comando de Policía de El Tejar, liderado por el comandante Cortés en ese entonces, solicitó más unidades en la zona y les quitó las herramientas a las personas que estaban vandalizando las casas. Por otra parte, la empresa Metro contrató a vigilantes para garantizar seguridad sobre las viviendas adquiridas. Sin embargo, con ellos siguieron los saqueos y demoliciones ilegales. 

  • Yo no voy a exponerme a que me maten – le contestó un día uno de los guardias de seguridad a Adriana Rubiano cuando ella le preguntó por qué continuaban los grupos delincuenciales en los predios adquiridos por la empresa Metro. 
  • Ese tipo nos vendió la casa en tres millones, o niéguelo, hermano – fue la respuesta que la dejó atónita cuando confrontó a uno de los recicladores ante lo que le dijo el vigilante. 

A diferencia de las primeras viviendas adquiridas, los últimos procesos de demolición se han desarrollado sin generar focos de delincuencia. Para fortuna de los habitantes de El Tejar, la empresa Metro supo capitalizar sus errores. Ahora, son técnicamente más adecuados con el derribamiento de las casas. Llega la maquinaria, demuele, se llevan los escombros y por último hacen el encerramiento de la zona. 

Aunque en el barrio han quedado atrás esos días de inseguridad, son muchas las especulaciones en torno a lo que generará la infraestructura que se construya sobre las antiguas casas que la empresa Metro convirtió en terrenos baldíos. En donde antes había aglomeraciones de recicladores, ahora solo queda uno que otro pastizal con piedras y arena. Una zona en la que se cultivan las esperanzas de personas como Yurany Zárate, de 49 años e hija de una de las familias fundadoras de El Tejar, quien sostiene que “es una obra que va a beneficiar a muchos. En ese momento estamos pasando situaciones difíciles, pero creo que va a favorecer a la comunidad”. 


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