El Castillo que encontró la paz
Esta crónica fotográfica enseña las ruinas y consecuencias del conflicto armado en un pueblo del Meta, que, por fin, volvió a la tranquilidad.
Crónica fotográfica realizada para la clase de Taller de Géneros Periodísticos (cuarto semestre, 2023-1), con el profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández.
Se puede pensar que llevar el nombre de El Castillo refleja la impetuosidad de un lugar grave y lujoso. De un lugar célebre, de gestas heroicas, cubierto de focos y noticieros. Pero no es así. Es un pueblo humilde, como cualquier otro de El Meta, oculto entre el verde de las planicies del llano y del río Ariari, un arroyo macabro y amplio, del que se necesita un viaducto considerablemente extenso para atravesarlo.
Es El Castillo una población agraria y ganadera. Llegar a él es cruzarse con vacas, cultivos de plátano y yuca. Es, entre otras cosas, percibir un olor a estiércol puro, virgen, reciente, escuchar el chasquido ensordecedor de las chicharras, esos insectos que su misión en su corta vida no es más que la de anunciar un verano seco y bochornoso.
Pero, de hecho, no sería absurdo mencionar que sí hay algo que diferenciaría a El Castillo, que lo haría único. Es que, a veces, el turista más curioso percibirá de soslayo, alrededor de la carretera, un pasado despiadado, cruel, una cicatriz que a los castillenses, por supuesto, les ha costado sanar. Se daría cuenta de las ruinas de antiguos hogares, de atentados contra la vida, contra la paz. Verá un pueblo reducido a cenizas, que hasta hace poco volvió a habitarse.
El Castillo convive con las ruinas grises entre casas reconstruidas, con una memoria perfecta y un deseo irrefrenable de jamás volver a sufrir. El centro del municipio, donde las familias van a comprarse un helado, y algunos personajes a dormir en sus bancos, expone, casi que sin temor alguno, la destrucción de la que ahora buscan recuperarse. Su área metropolitana, si es apropiado el término, no cuenta con una atracción tentadora. Sus calles desconocen al pavimento liso… Y las casas son viejas y monocromáticas. Hay un cementerio viejo y desordenado, con tumbas puestas en desorden, en las que yacen, en algunos casos, los cuerpos de las familias asesinadas implacablemente en el período de La Violencia.
Aquello le concierne al ayer. Quizá cruel. Pero ayer, en todo caso. Ahora el pueblo se sabe en paz. Se divierte. Juega. Bebe. Juega al tejo, al fútbol. Va al río a disfrutar de la brisa. Se restaura, sana, crece. Poco a poco.
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