Educar es combatir
En la Comuna 13 de Medellín, donde la violencia y el miedo reinaban, Manuel López Ramírez emergió como un héroe.
Editado por: Laura Sofía Jaimes Castrillón
Perfil realizado para la clase de Taller de géneros periodísticos (Cuarto semestre-2024 I), bajo la supervisión del profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández.
Vine a esta escuela con la expectativa de permanecer como rector por solo dos meses antes de marcharme. En mi primer día, fui confundido por un vendedor de libros. Durante ese encuentro, los profesores compartieron conmigo numerosos detalles sobre la institución. Me di cuenta de que el colegio apenas estaba dando sus primeros pasos; todo era muy rudimentario y estaban en proceso de establecer el bachillerato. Resultó muy gracioso cuando les revelé mi verdadera identidad como el rector. En sus rostros se reflejaba tanto sorpresa como arrepentimiento por haberme compartido tantas confidencias.
La zona era increíblemente hermosa, rodeada de un paisaje verde natural. Como alguien que había trabajado en la selva, me sentía especialmente atraído por este tipo de paisajes. Con el tiempo, comencé a encariñarme con mi labor como rector y decidí quedarme en la institución. Sin embargo, nunca imaginé los desafíos que vendrían después. Me vi enfrentando decisiones sumamente difíciles, algunas podían tener un impacto en la seguridad y el bienestar de las personas. Afrontar estas situaciones era aún más complicado cuando estaba en juego la vida de las personas.
En esa época, la violencia era una presencia constante. Habíamos suspendido las clases en la institución como forma de protesta por las dificultades de movilidad. En una ocasión, me encontraba en una reunión con los padres de familia. Sabía que en cualquier momento los paramilitares vendrían por mí; ya habían intentado contactarme tres veces para hablar con su líder, a lo que siempre me negaba rotundamente. Recuerdo que el teatro estaba lleno y yo estaba hablando por el micrófono, mientras de fondo se escuchaba la balacera constante, un sonido al que uno nunca se acostumbra. De repente, el secretario me hizo una seña; conocía esa seña y, efectivamente, habían venido por mí otra vez…
Le pasé el micrófono a una profesora, quien se mostraba un poco confundida, y le dije que hablara de lo que quisiera. Salí a la puerta y allí estaba él, uno de los conocidos “gorilas”, un hombre enano y barrigón. Mientras me dirigía hacia la puerta, sentía que el tiempo transcurría lentamente, como si estuviera caminando sobre el aire. Al llegar, le negué la entrada a la institución; siempre los atendía afuera. Por suerte, para garantizar mi seguridad, salí acompañado por un profesor.
– Yo no debo entrar en acción con ustedes – respondí secamente a sus intentos de llevarme.
– Venimos a ayudarlo
-No. Si quieren ayudarnos, saquen a la guerrilla de acá. Hagan campo de combate y lleven las mangas al bote, allá se pueden disparar y matar entre ustedes, no en medio de nosotros.
-Va a tener que hablar con el patrón – el gorila me comentaba refiriéndose a Don Berna – este hombre tenía su finca en San Cristóbal, allá “atendía” a las personas y dirigía todo ese bloque (tomado a la fuerza).
-Discúlpeme, pero su patrón no es mi patrón, mi patrón es el alcalde- yo le decía este tipo de cosas a propósito para darle a entender que yo solo funcionaba bajo la legalidad y no iba a seguir sus órdenes.
-Nosotros también trabajamos en la alcaldía- respondió en un intento de convencerme, pero me mantuve firme y lo aparté de la institución. Aunque podía sentir miedo, sabía que ellos lo sentirían aún más si lo reflejaba en mi mirada. Mi objetivo era inyectar ese temor, manteniendo mi carácter con una expresión firme y decidida.
Cuando regresé, todos estaban en silencio. Al verme, comenzó la algarabía. Tomé calmado pero firme el micrófono y, sin rodeos, les dije:
-¿Ven? la lucha no es solo nuestra, es de todos.
Sentí molestia. Yo con el último rector que quedaba en la zona estábamos dispuestos a acompañar a la comunidad y no abandonarlos, pero me resultaba injusto que mostraran cobardía mientras yo sí me enfrentaba directamente al problema.
-Todo lo que hacemos es por la vida, la educación, la paz y la dignidad. Hemos manifestado y marchado de muchas maneras, pero al ver a un tipo armado, todos cagados de miedo.
-Ellos tienen armas- me contestó alguien en el público
-Miren, aquí somos como 300, él era uno. Puede que mate a 10, pero los demás seguimos. Esa es la clave que debemos tener presente para vencer el miedo.
Definitivamente éramos más, teníamos la oportunidad de ganar. Debíamos superar el miedo. Mi discurso sonó casi como una reprimenda, porque en serio quería que lucháramos y pudiéramos resistir hasta alcanzar la victoria.
Durante todo ese tiempo, me esforzaba por combatir mi miedo. Sabía que para mantener la calma de los demás debía poseerla primero yo. Me sentía reconfortado por las oraciones de una monjita amable que, cada vez que me veía, me decía: “Manuelito, siempre te tenemos en cuenta en nuestras oraciones. También a todos ustedes, para que no les pase nada”. Además, en ese mismo año (2002), junto con el comité educativo, constituimos una brigada. Nos comunicábamos constantemente entre rectores, compartiendo información sobre posibles balaceras o ataques en el territorio. Actuábamos para determinar si dejar salir del colegio a los niños antes o después, priorizando su seguridad. Siempre íbamos acompañados, nos encontrábamos en un punto antes de entrar a la comuna y subíamos juntos.
Nuestra mayor arma era la comunicación; decidimos hacer ruido y no callar. Escribimos manifiestos conmovedores y los compartimos en las emisoras o los distribuimos por las calles. Exigimos nuestro derecho a la vida, a la movilidad, etcétera, pero a pesar de todo, las operaciones violentas continuaban. Una de las más impactantes fue “la operación Mariscal”. Afortunadamente, sí logramos hacer una diferencia. La gente comenzó a hablar del tema y, aunque el gobierno no nos brindó apoyo, recibimos acompañamiento por parte de la OEA, la Cruz Roja y la ONU.
En el colegio, también nos capacitamos gracias a la Cruz Roja. Nos enseñaron cómo actuar en situaciones de emergencia, como las balaceras. Debíamos aprender a contener las emociones y actuar de manera eficaz. El colegio estaba perfectamente ubicado en medio del peligro; a un lado veíamos a los milicianos correr por la loma y al otro a los paramilitares, por lo que los disparos siempre nos pasaban por encima.
En momentos de emergencia, muchos estudiantes y profesores lloraban. Sin embargo, comenzamos a tomar acciones de manera inteligente. Desde un micrófono en la rectoría, yo los guiaba, los mandaba a ponerse en posición baja y, una vez en el suelo, los profesores actuaban. Organizábamos rondas infantiles o incluso jugábamos con fichas o muñecos para calmar el miedo y hacer pasar el tiempo.
A partir de 2003, la situación empeoró drásticamente. La época posterior a Orión fue especialmente mortificante. Aunque el ejército ya no estaba presente, los paramilitares aún acechaban. Las desapariciones y los crímenes continuaban sin cesar. En el colegio, hubo numerosos intentos de entrar por la fuerza para sembrar terror. Nos vimos obligados a sacar a estudiantes escondidos en el baúl de los carros para evitar que fueran capturados. Los grupos armados se justificaban diciendo que necesitaban controlar todo, incluso las vidas de los jóvenes. Si un estudiante fumaba o vendía droga, aunque fuera una vez, tenía dos opciones: ser reclutado o convertirse en enemigo de ellos.
Hubo varios días en los que intentaron entrar al colegio repetidas veces, especialmente buscando a un pelado de sexto grado. Lamentablemente, a la salida del colegio, alrededor de las 6 de la tarde, con el sol poniéndose y entre la multitud, lo capturaron y se lo llevaron. No sabíamos qué hacer; ya era de noche, y ¿quién iba a subir hasta allá? Lo que hacíamos era caminar y solo subir un poco para que vieran que lo estábamos buscando. Por suerte, no lo mataron, y alrededor de las 9 de la noche apareció, aporreado, trasquilado y con su pequeño cuerpo lleno de moretones. Intentábamos que nos contara lo que había sucedido, pero el niño estaba aturdido y solo repetía que veía botas que le preguntaban dónde estaban los otros, pero él no entendía de qué le hablaban.
A este punto, mi enojo e indignación habían alcanzado su punto máximo; la situación se había vuelto intolerable. Decidí exigir una explicación al comandante, así que, al día siguiente, temprano en la tarde, nos encontramos en un punto acordado y me llevaron a su casa. Fue una tarde larga y tensa. Entre tinto y cerveza, finalmente logré mi cometido: obtener los nombres de los estudiantes fichados. En total, saqué 12 nombres, mis pequeños 12 apóstoles. Curiosamente, el hombre parecía no darse cuenta de la cantidad de información que nos había proporcionado. Nos retiramos con el compromiso de que ellos nos avisarían si un niño la cagaba, para que pudiéramos actuar legalmente por nuestra cuenta.
Al día siguiente, comenzamos de inmediato a comunicarnos niño por niño con su padre, reuniéndonos todos en una pequeña habitación sin ninguna evidencia. Todo era una simple pregunta “cuéntele a su papá lo que hace usted después del colegio” ellos al inicio negaban todo “si usted no está haciendo nada, ¿por qué está en esta lista? le van a quebrar el culo por huevon” La situación causaba miedo y lágrimas, pero en coordinación con los padres, logramos que cada niño fuera llevado de inmediato a un pueblo y desaparecido. Eran niños de 12 a 13 años, incapaces de comprender las consecuencias de sus acciones. Por suerte, todos se salvaron.
La situación en el colegio y en la comuna experimentó cambios graduales, pero lamentablemente, la seguridad continúa siendo insatisfactoria. la violencia sigue solo que cambió de presentación. A pesar de los esfuerzos por mejorar las condiciones, queda mucho por hacer para garantizar un entorno seguro y tranquilo.
Desde el inicio, mi compromiso como rector del colegio Eduardo Santos en la Comuna 13 de Medellín ha sido no solo con la educación, sino también con la preservación de la memoria y la historia de nuestra comunidad. Después de todas estas experiencias comprendí la necesidad de crear un espacio donde pudieran preservarse la historia de todo lo que vivimos; por lo tanto, decidí crear el museo escolar de memoria, un lugar cuyo objetivo es honrar la resiliencia y la valentía de aquellos que han enfrentado tiempos difíciles.
El MEMC13 hará que se mantenga el recordatorio de las situaciones tan aterradoras que vivimos y que a pesar de eso seguimos luchando gracias a nuestra fuerza y determinación. A través de este proyecto, espero que podamos inspirar a las generaciones futuras a seguir luchando por un futuro más justo y pacífico en nuestra querida Comuna 13.
“la educación es un campo de combate, educar es combatir y combatir es liberar” Manuel López Ramírez.