Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Donde manda capitán, no manda marinera

Los giros que da la vida cambiaron varias veces su rumbo y su futuro soñado se hundió en un mar lleno de resignaciones.

Crónica realizada para la clase Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2020-2), con el profesor David Mayorga.

Fue difícil dejar hundir aquellos sueños en el mar revuelto de la vida. Con una brújula rota en una mano y un mapa borroso en la otra, yendo a un rumbo que ya no era el suyo, terminó tripulando el barco que soñaba navegar.

Licenciatura en Pedagogía habría sido el título que resaltaría junto a su nombre en aquel diploma de la Universidad Distrital. Probablemente lo habría enmarcado y colgado, perfecta y obsesivamente derecho, en alguna pared de tono azulado, su color favorito.  Hoy, un poco más de veinte años después, en aquella línea de tiempo alterna no solo una de sus paredes luciría diferente.

Como la vida no viene envuelta en papel de regalo, tuvo que abandonar su carrera a los veintidós años, uniéndose al 2,1% de jóvenes que desertaron de su carrera universitaria por motivos relacionados con el embarazo, según un estudio realizado por la Universidad de Caldas. Cuando una noche, luego de notarse diferente, decidió comprobar la sospecha de que quizá estaba comiendo por dos y no lo sabía. Quedar embarazada fue como un balde de agua helada cayendo en cámara lenta sobre sus hombros.

No podía continuar con su loca rutina de trabajar en las mañanas y estudiar en las tardes mientras llevaba una vida dentro, sabía que debía renunciar a alguna de las dos y, por razones obvias, con la esperanza llenándole el pecho, optó por hacer a un lado su sueño de ser maestra de infantes. “Siempre quise ser mamá y por eso no lo tuve que pensar dos veces”.

El tiempo pasó y, sin darse cuenta, aquel sueño quedó guardado, cubierto de polvo y olvidado en lo profundo de las que, de ahí en adelante, fueron sus preocupaciones. Desde entonces se ha dedicado a buscar la forma más sustentable de sostenerse.

Fue así como con los años aumentó su tiempo de experiencia laboral en uno de los contados trabajos que una mujer joven, madre soltera y sin título universitario puede mantener, claro está, destripándose con las largas jornadas, las horas extras y el mínimo sueldo, como cajera, de banco, de supermercado y de tienda.

Cuando desistió de la idea de siempre ser empleada, la palabra emprendimiento llegó a su cabeza como caída del cielo; junto a su madre como inversionista, iniciaron una salsamentaria que con sus primeros meses, solo “generó pérdidas”, razón por la que tuvo que cerrarla. Devastada y asustada, aquellos a quienes solía llamar amigos le propusieron, como por arte de magia, convertirse en su socia y participar en su nuevo proyecto, un café internet, de esos que solían reventar de gente en el 2008. Para bien o para mal, tampoco fue una decisión que floreciera correctamente pero que sí le permitió conocer a quien ahora es no solo su esposo sino su jefe.

A sus cuarenta y dos años tiene las manos ligeramente maltratadas, quizá producto de los residuos del dinero que manipuló por once años. Algunas arrugas que no deberian le adornan los dedos y su piel, un tanto áspera y reseca, la obliga a usar cremas hidratantes unas cuantas veces al día, probablemente, para contrarrestar el impacto que ha de tener en su piel la grasa, el polvo y los jabones fuertes con los que ha estado en contacto desde que trabaja en aquella ferretería con, o más bien, para su jefe.

Diez años son los que lleva junto a él, su pareja, su compañero y, como dijo ella, su “buen patrón”. Diez años cumplió la ferretería y distribuidora de mercancía automotriz que emprendieron. Diez años en los que ella tuvo que aprender cada una de las pequeñas y grandes cosas que componen su trabajo, guiada por su esposo. Tal vez no la ama pero sí ha aprendido a disfrutar del saber de aquella profesión, la suya, pues, aunque no tiene título ni diploma, ahora la maneja a la perfección, casi como si la hubiera estudiado en una universidad.

A pesar de eso, lo que su voz expresó cuando lo comentaba, cuando me decía en qué consistía lo que hacía, parecía una mezcla de nostalgia y conformismo. Tal vez porque se autoproclamó ayudante de su esposo. Tal vez porque, pese a conocer casi lo mismo que él, estuvo, está y probablemente estará como la segunda al mando. Quizá porque muchas veces debe cerrar la boca y agachar la cabeza, pues las grandes decisiones no le corresponden. Quizá porque está cansada de ser la empleada y no la socia, o mejor, la dueña.

A veces, cuando llega a su límite, ha pensado en desistir, buscar un trabajo diferente, al menos en lo que mejor sabe hacer, siendo cajera, pero es consciente de que, a pesar de ser totalmente competente, en el país en el que vive las probabilidades de encontrar empleo a su edad, sin título universitario y con lo que ellos llamarían poca experiencia, aunque han sido más de quince años, no lo conseguiría; tal vez es pesimismo o miedo, tal vez es resignación o conformismo.

Sea como sea, gústele o no, pese a que siempre quiso ser la jefa, la maestra o la dueña, parece que su esperanza, y por ende su motivación, quedaron guardadas en el mismo lugar donde están aquellos sueños, olvidados y empolvados. Parece que los dejó junto con todo lo que siempre ha querido, como queriendo que se cumplan en otra vida. Por ahora busca sonreírle a su día a día, verle el lado bueno a ser la ayudante (“ayudándole he aprendido mucho”), sacándole el lado positivo a cada día difícil y respirando profundo cuando quisiera dejar de ser marinera y convertirse en la capitana de un barco que, desafortunadamente, no le pertenece.