Desterrados
No hay que ir tan lejos para comprender la historia del país, son nuestros abuelos quienes la han vivido y es la hora de escucharlos.
Texto realizado para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2020-2), con el profesor David Mayorga.
Cuando en la escuela enseñan sobre la historia de Colombia, uno ignora que este país es joven y terco, y que los protagonistas de esas historias pueden estar ahí, sentados a nuestro lado viendo la novela de la tarde. Son nuestros abuelos quienes guardan con ellos los más tristes recuerdos de un país de guerra
A Ana Cecilia siempre la recuerdo radiante, su cabello rubio recién tinturado para ocultar las canas, sus rizos delicados que luego borra con la plancha, sus pómulos rosados que sobresalen de su blanquecino rostro, sus cejas maquilladas con un café que tira más a rojo, sus joyas siempre bien puestas y sus uñas arregladas. Mi abuela es bastante vanidosa, pero tiene de qué serlo. Es hermosa, y no lo digo porque sea mi abuela sino porque la generación anterior a la de mi madre dio luz a unos ejemplares muy bellos. Tan bellos que mi abuela fue reina de belleza en su pueblo, al igual que su hermana Flor.
Su pueblo, ese lugar que recuerdan ocasionalmente durante los almuerzos familiares, y al que Flor siempre desvía de la conversación al mencionar a su padre.
—Él ambientaba las noches al son de su guitarra, y junto a sus amigos, que también eran unos músicos empíricos, cantaban, armaban la fiesta y bebían guarapo.
Mi tía Flor rescata esos momentos y sonríe nostálgicamente, pero no dice nada más. Sólo una vez, cuando comencé mi carrera de periodista y me di cuenta de que mi familia conservaba historias añejas de Colombia, le di unos vinos de más y la emborraché. No era vino blanco, del que les dan a los loros para que suelten la lengua, pero mi tía parecía pajarito.
Me contó, ahora sí, sin vacilar, pero tratando de mantener el equilibrio, sobre su pueblo. Yo sabía que ellos no eran de Bogotá, sabía que el último que había nacido en tierras foráneas había sido mi tío Oscar, pero no comprendía en realidad cuál había sido la razón por la que todos los integrantes de la familia Mahecha Aguilar abandonaron su hogar.
—Era un lugar hermoso, tranquilo. Yo, que era una de las hijas mayores, ayudaba a mi mamá en la cocina para alimentar a los obreros de la finca, porque mi papá necesitaba ayuda para sacar los cultivos
…Y mi abuela metió la cucharada y aportó a mi prematura investigación:
—Yacopí, el pueblo en el que nacimos, era muy próspero, la gente era sana y se cultivaba de todo.
Mis primas llegaron para irrumpir nuestra conversación y derrumbar mi tan luchado trabajo de hacerlas hablar. Era tarde y debían irse a sus casas. Así que, con esos datos quedé esa noche, pero no era suficiente. Al menos, ya sabía que tenían una gran finca con obreros a los cuales debieron pagar, y que cultivaban. ¿Qué cultivaban? ¿Yacopí era próspero? Pero si allá ahora no se siembra casi nada, ¿qué fue lo que pasó?
Lo que pasó es una historia que hace poco mi hermosa abuela me reveló.
***
Mi abuela nació en 1953 en Yacopí, Cundinamarca, un pueblo a 161 kilómetros de Bogotá. En realidad, nunca fue un lugar completamente tranquilo. Cuando la vida le dio la bienvenida a Ana Cecilia, lo hizo junto a la época de la violencia bipartidista entre Liberales y Conservadores. Yacopí era un pueblo que se declaraba liberal pero no faltaba el que untaba su dedo de azul y traicionaba a sus vecinos. Ana creció junto a esa violencia, escuchando en las calles cómo ordenaban matar al godo que osaba desafiar los ideales liberales heredados del político y guerrillero Saúl Fajardo.
Pero no estuvo allí tanto tiempo. La familia Mahecha Aguilar se trasladó a una vereda a las afueras de Yacopí, llamada Churupaco. En ese lugar, en el que la tierra no era de nadie sino del que se acomodara y la trabajara, la familia se apropió de un latifundio, del cual las hermanas Mahecha no pueden hacer cuentas sobre cuántas hectáreas eran. Pero ese era el momento de la vida al que Flor se refería cuando hablaba de la tranquilidad de su pueblo. Estaban a las afueras y se alejaron un poco de la violencia. Sin embargo, unos años más tarde la guerra golpeó a sus puertas.
***
En 1957 se realizó un plebiscito en Colombia para hacer que los partidos Liberal y Conservador firmaran un pacto que terminaría con la guerra bipartidista, pero que, además, se realizó con el fin de derrocar de la presidencia al general Gustavo Rojas Pinilla. Este se llamó el Frente Nacional, y como bien lo afirma un artículo del Banco de la República de Colombia acerca de este suceso histórico, “posiblemente el Frente Nacional fue un remedio a la violencia bipartidista de las décadas anteriores pero produjo enfermedades peores: violencia social, represión selectiva, exclusión, desintegración, corrupción, un país a medio camino y un pueblo desilusionado”, enfermedades de las cuales Yacopí no se salvó.
Luego que de que fue declarado el Frente Nacional en el país, Yacopí recibió una llegada inesperada. Unos hombres que se hicieron pasar por civiles irrumpieron en el pueblo liberal para conseguir trabajo, y en sus tiempos libres hablar con los jóvenes para reclutarlos en la creación de una nueva guerrilla. Así fue como se creó el frente XI de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en 1970, que fue el antecedente del frente 22 de 1998 que se posó en Yacopí para controlar toda la zona de la Cordillera Oriental con el fin de acercase a la ciudad de Bogotá. Fue el frente más poderoso de Cundinamarca porque, según guerrilleros desmovilizados, este era el que más aportaba económicamente a la guerrilla de las FARC; mensualmente contribuían con 500 millones de pesos que recolectaban a causa de extorciones, robos y cosecha de cocaína en la región. La familia Mahecha Aguilar, junto a los vecinos del caserío, fueron víctimas de las extorciones y robos por parte de este grupo guerrillero.
Muchas personas del pueblo que les daban dinero a las miembros de la guerrilla lo hacían más allá que por la intimidación de sus armas, por la pérdida de legitimidad del Estado en la zona. La guerrilla era la que los protegía. Pero no todos pensaban lo mismo, los campesinos de las veredas se mostraban reacios a “mantener a esos vagos”, sostenían que ellos no los estaban protegiendo sino que la misma guerrilla era el problema.
En varias ocasiones las tropas del Frente XI visitaron los terrenos de los Mahecha. Pedían dos cosas: dinero y algunos de los 11 hijos que ya eran mayores de 10 años. El padre de Ana y Flor se negó rotundamente desde un principio en entregar dinero o dar a alguno de sus hijos. Tras esta negativa comenzaron las largas noches en la vereda de Churupaco.
***
Cuando se escondía el sol era escogido un hombre de la vereda para que vigilara la posible aproximación de la guerrilla. Pasaban las noches en vela, pero el miedo no les permitía cerrar los ojos. Cuando las tropas llegaban, el hombre que vigilaba gritaba:
—¡Escóndanse que están llegando! ¡Escóndanse que están llegando!
Los cuerpos durmientes se despertaban como si les hubiesen inyectado un expreso de cafeína. No prendían ninguna luz, eran quizá las 8:00 de la noche, o 1:00 o 3:00 de la madrugada, pero como sea debían empacar una que otra ropa y salir corriendo por la puerta de atrás de la finca. Todos cogidos de la mano, haciendo una cadena humana, se seguían los pasos y se botaban por una montaña que les indicaba que iban por buen camino a su escondite.
La patrulla avanzaba y el que vigilaba corría tras los que ya llevaban varios metros de ventaja. Se escuchaban disparos, pero sólo eran de la guerrilla haciendo bulla, indicando que habían llegado y que era hora de cobrar la mensualidad que ninguno había querido pagar.
El corazón estaba acelerado por los nervios de mandar sangre a las piernas con el fin de no perder el ritmo de la huida. Su destino estaba a 200 metros de la finca, los esperaba el árbol más grande que Ana ha visto en toda su vida. Lo llamaban árbol de minaz, pero en realidad ignora si se ese sea su verdadero nombre. Todos aún agarrados de la mano, llegaban bajo el inmenso árbol y se escondían en unas entradas de las grandes raíces que salían de la tierra. Allí permanecían escondidos, a los más pequeños les hacían señas para que se mantuvieran en silencio; a pesar de lo lejos que estaban, podían escuchar a los guerrilleros.
A veces pasaban la noche entera refugiados en el árbol, y en el amanecer mandaban al más valiente para que se asegurara de que las tropas habían abandonado sus hogares. El valiente —o el obligado— llevaba un pito, y cuando llegaba al lugar de los hechos, pitaba una vez por si el terror había cesado y podían todos volver a sus casas, pero si pitaba dos veces significaba que era mejor que no regresaran: ellos estaban ahí, esperándolos para matarlos.
***
En 1971, un año después de que Luis Fernando Cifuentes, alias ‘El Águila’, conformó y se convirtió en comandante del Frente 22, toda la familia Mahecha huyó de la vereda y le dijo adiós al pueblo. Se cansaron del hostigamiento de los guerrilleros, del abandono del Estado y de que los cultivos de sus tierras no pudieran ser vendidos porque la zona de Rionegro estaba vigilada por los de las FARC.
Abandonaron su finca que daba arroz, yuca, papa, café, cebolla, plátanos y todas las frutas que podía ofrecer esa altitud de 1.416 metros sobre el nivel del mar. Cambiaron sus bestias, ganados, gallinas, chivos, ovejas y caballos por los buses que pasaban por el barrio Las Colinas, en Bogotá. Pero no tenían más opción y no pudieron sacar nada más que unas mudas de ropa. Todo lo dejaron a merced de unos que no habían trabajado con sudor esa tierra.
La guerrilla de las FARC convirtió a Yacopí en una zona de siembra de mata de coca. Los campesinos vieron en eso una gran inversión al darse cuenta de que la producción de yuca y otros tubérculos y semillas salía cada año y correspondía cincuenta mil pesos a su bolsillo, mientras que la coca les generaba un millón de pesos mensuales. Fue alias ’El Águila’ el que convenció a los campesinos de cambiar sus cultivos, lo que potenció la economía de la región. ‘El Águila’ era para los de Yacopí un héroe, se hacía lo que él quería porque él mismo puso alcalde y había sacado adelante ese pueblo.
Los Mahecha, en Bogotá y ya sin nada que ofrecer, eran hostigados por el grupo armado, recibían panfletos de búsqueda y amenazas de muerte en la puerta de sus casas. En 2002 colocaron una denuncia en la Defensoría del Pueblo y las amenazas cesaron un poco.
El 9 de diciembre de 2004, 147 miembros del Frente 22, junto al comandante Luis Fernando Cifuentes, se desmovilizaron. Sin embargo, aún hoy Ana Cecilia teme volver al pueblo y prefiere no contestar llamadas de números desconocidos, porque, según ella, hace dos años ellos la llamaron.
“Aaaah, ¿usted todavía existe? Ni crea que está a salvo todavía”.
—Así me dijeron y colgué de una, rápido —me dijo mi abuela.