Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Nómada

Bogotá oculta en sus calles húmedas y frías historias que no todos son capaces de conocer: asesinatos, violaciones... ¿Serás capaz de conocer esta?

Cuento realizado para la clase de Lenguaje Escrito II (segundo semestre 2019-2), con el profesor David Mayorga. 

La noche era fría y la típica llovizna de la ciudad dificultaba la huida de Andrés, quien iba dejando lo que alguna vez llamó hogar. Tras trece años de vivir con su padre, aquel hombre era solo un borroso recuerdo de lo que significaban aquellas entrañables canciones ochenteras. Trece años que más allá de resguardar recuerdos, se convirtieron en una noche de ritmos agresivos, una maleta Totto color verde llena de discos viejos y la esperanza de encontrar un futuro.

En los últimos dieciocho años lo único que he hecho es aprenderme canciones. Pero no canciones común y corrientes, sino que cada día tiene su propio ritmo melódico. Un día podía ser:”Yeah I, will love you, baby always and I’ll be there forever and a day, always”; otros llegaban a subir tres veces su tono con “I go crazy, crazy baby, I go crazy, you turn it on, then you’re gone. Yeah, you drive me crazy, crazy, crazy for you baby what can I do, honey? I feel like the color blue”. No importaba cómo fuera, cada noche era ritual reproducir sus discos a todo volumen y corear cada maldita frase de la canción… Una completa mierda que a la final terminó formándome.

***

Hace frío y estoy lejos de casa. Supongo que dormir sobre heno no fue una de mis mejores ideas, lo pintan mejor en las caricaturas. Es fácil en estas circunstancias imaginar una cama, de preferencia doble para no asemejar a esos lobos esteparios que tan de moda están hoy en día. Almohadas grandes rellenas de plumas, o por lo menos de algodón, para reposar por un momento el pensamiento. Cobijas gruesas. No gruesas como las que tienen estampados de tigres, pero tampoco delgadas como las que usan para enrollar a los bebés cual comida. ¿Si eran delgadas esas cobijas? Mierda, ya no lo recuerdo. No sé si son los estrechos doce metros cuadrados o la borrosa infancia que tuve la que me impide recordar. No soy exigente, pero haber vivido con un padre que cada viernes se bañaba con tequila, enjabonaba con vodka y perfumaba con brandy no era el mejor ejemplo para un niño, y menos cuando además de ese maldito olor a fracaso, repetía sus típicas canciones de los 80. Hotel California, Immigration Song, Every Breath You Take. Todas me parecían canciones deprimentes y de perdedores. Es difícil admitir a mis dieciocho años de edad que realmente me gustan esas canciones. Supongo que eso me convierte en un perdedor al igual que mi padre.

De pequeño soñaba con viajar. No sé si se debía a la moda que tenían los jóvenes de querer conocer el mundo con su pareja y no tener hijos, o si realmente había sido yo quien había creado ese sueño, de cualquier forma, era un sueño hecho por y para mí. Un día, mientras mi padre se encontraba en sus noches de viernes, me dejó encerrado en mi cuarto. Recuerdo haber recibido uno que otro golpe. El imbécil no paraba de hablar de una visita especial y que yo no iba a arruinarle la noche. Él no solía ser agresivo, pero ese día algo dentro de él se liberó. Supongo que entre tanto licor encontró la forma de soltar lo que cada ser humano reprime. La noche pasaba y el espacio se llenaba de un ritmo diferente, ya no eran las canciones deprimentes que siempre escuchaba sino que ahora eran golpes a la pared los que llevaban el ritmo en el lugar. ¿Yo? Yo solo esperaba a que amaneciera y que ojalá la anhelada visita de mi padre hubiera preferido no venir, o por lo menos que se hubiera quedado en algún trancón, uno de esos que tanto caracterizan a la ciudad, pero ¿en verdad podría haber trancones a esa hora?

Mientras dormía estaba atento a cualquier sonido. No pensé que fuera posible, pero supongo que es una habilidad que se desarrolla al ser hijo de un alcohólico. El tiempo pasaba y no se escuchaban más que gritos provenientes del cuarto de mi padre, le enojaba que su tan anhelada visita no llegase. Recuerdo que una parte de mí se mantenía tranquila en saber que no llegaría, y la otra estaba asustada al imaginar cada posible escenario que se creaba si llegaba la visita.

Eran las dos de la mañana. No sabía si era el timbre de la entrada o si era el despertador de mi reloj de muñeca. Pero mi reloj no tenía alarma. Ya no recuerdo cómo fue que desperté, es por eso que le digo “borrosa infancia”;  lo que sí recuerdo muy bien fue la adrenalina que recorrió mi cuerpo al escuchar los pasos de la invitada. Era una mujer la que había llegado. No pude tener una idea acertada de la edad, antes de que ella pudiera terminar una oración mi padre la empujó hacia el sofá de la sala. Golpes. Gritos. Gemidos. El sonido de la mujer pidiendo ayuda. Todo ocurrió muy rápido. Nunca había sentido a mi corazón latir así, mi cuerpo estaba completamente inmóvil, las palmas de mis manos frías, pero sudorosas, los sonidos de los golpes rompían el silencio del lugar. Tenía miedo.

Es difícil imaginarse el destino de alguien como yo, normalmente en las películas siempre se solucionan las cosas de una forma u otra, pero aquí no. Han pasado seis años desde que escapé esa madrugada del sábado. Entre gritos y sirenas se hacía más fácil correr, pero ¿a dónde? ¿Dónde puede terminar un niño de trece años corriendo por las calles de una fría ciudad?

Es cierto, hace frío y estoy lejos de casa. Puedo fantasear con cómodas camas para dos personas, o con almohadas rellenas de plumas u algodón, incluso con cobijas de cualquier tipo, pero después de lo de esa noche, ¿a qué le puedo llamar casa?