Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Las rutas hacia la vocación

Cecilia Cartagena, una mujer que pasó de ser monja en la Cárcel Buen Pastor a docente en zona roja en Colombia

Editado por: Laura Sofía Jaimes Castrillón

Entrevista realizada para la clase de Introducción al Lenguaje Periodístico (Tercer semestre 2024 – I), bajo la supervisión de la profesora Estefanía Fajardo de la Espriella

Se le ve ansiosa y alegre. Bastó un saludo entre sonrisas mutuas y una breve presentación de la otra parte para que Cecilia sintiera la confianza suficiente y hablara de sí misma, de su historia. Lleva consigo un blazer colorido entre tonalidades naranjas y rojizas que combinan con su actitud despreocupada; de su cuello cuelga un accesorio perlado y en sus manos lleva una pequeña cartera que, con el paso de las palabras, va dejando escapar para enumerar historias con sus dedos y para ejemplificar distancias sobre la mesa.  

Intenta romper el hielo y aclara desde el principio que tiene mucho por contar y que no tendrá problema en hacerlo. “Desde que nací mi vida ha sido toda una tragedia, nací en una parte, me registraron en otra parte y me crié en otra parte”, menciona entre risas, una actitud que empieza a interpretarse muy propia de sí misma. No existe su partida de bautismo que valide su nacimiento en Tolima y, aunque se crió en Neiva, su cédula dice que es de Nariño, Cundinamarca. Contarlo le causa gracia, porque en el intento pareciera que estuviera recitando un trabalenguas que ella utiliza como preámbulo de todo lo que tiene por contar. Se traslada en el tiempo y se ubica en su niñez, justo cuando cursaba el colegio o lo que más bien fue su casa.  Un contexto que le permitió descubrir una vocación que le pareció toda una revelación: servir a la mujer caída. “Le dije a la hermana Beatriz, vea sabe qué, quiero meterme de monja. Pero con ustedes no, con las del Buen Pastor. Entonces ella me llevó a la cárcel y me gustó. Pobres mujeres cómo las han maltratado” comenta Cecilia entre un sentimiento de pesar, pero se deja alcanzar por la risa y enumera cuantas caras cortadas y asesinas conoció ese día. Paradójicamente, un ambiente que pudo generarle temor, más bien, representó una labor que le implicaría renegociar el futuro que su familia ya planeaba para ella.  

Fueron siete años que pasó como postulante, incursionando con las mujeres de reeducación, pero se enorgullece cuando habla de su estadía junto a las mujeres que son madres tras las rejas. Pues era un pabellón que representaba una dificultad mayor para quienes ingresaban postulantes. Allí el código de convivencia era muy claro: las mujeres presas eran leonas con sus crías y cualquier individuo ajeno a la manada sería vigilado con cautela, pero amenazado con rudeza. Muy pocas postulantes soportaban la presión, se veían en la obligación de hilar muy fino cuando debían relacionarse con los niños. Cecilia se mantuvo allí, encontró la forma de jugar con astucia y eso era prueba de su vocación, pero también de su inteligencia. Sin embargo, como cualquier otra institución, la religión tiene sus reglas y a Cecilia le negociaron su salida, por lo que debía ser un año y no toda la vida.  

Osciló como péndulo entre la vida universitaria, como impulso inicial se balanceó hacia la psicología y del otro lado se dio luz verde con la contabilidad. Pero la vida le distorsionaba el camino no como un mal final, sino como la apertura de un nuevo comienzo de la mano de dos pequeños seres que la acompañarían para toda la vida. Su gesto sentada en la mesa, indica que está haciendo memoria desde la emocionalidad, entre el pasar de la charla no deja un solo indicio de arrepentimiento, sino solo la impresión de una mujer que nunca reprochó la llegada de sus dos hijos. Este episodio propició que viera de frente un recuerdo de su capacidad innata de caminar hacia adelante y, aunque sus hijos no crecerían con una figura paterna, crecieron de la mano de una maestra. 

“Eran cuatro horas de camino en mula y yo con mis dos niños. Una mula llevaba a la niña y las maletas y yo iba con mi niño. Yo lloraba en el camino y pensaba que, si nos matamos, nos matamos los tres o salimos adelante los tres” narra Cecilia mientras da apertura a ese nuevo capítulo de su vida siendo maestra de permuta en zona roja para la escuela “La Julia” de Neiva; sin carretera y cercada por ruralidad absoluta, ubicada en el punto alto de una de las montañas, Cecilia encontró la labor que la acompañó toda su vida e incluso la pensionó. Sin duda, además de ser una escuela, era un lugar estratégico para la guerra, ningún camión o helicóptero de “la tropa” (como Cecilia denomina a los paramilitares) pasaría desapercibido para las FARC, cuyo jefe era Tiro Fijo, en el año 1984.  

Con este grupo guerrillero, ella y sus hijos convivían en medio de un contexto social donde los niños iban a la escuela a estudiar con sensación de despropósito, pues sabían muy bien que con su llegada a la adolescencia también llegarían las armas. Esto enmarcaba a todos en un reto: para el que educaba y para el que quería ser educado. Para Cecilia, presentarse como maestra en esta escuela no pintaba de la mejor manera; lo sabía ella y lo sabía todo aquel que le advertía de la peligrosidad del lugar y de lo difícil que era poder conseguir un eventual reemplazo, pero no pensaba dar más larga a la escasez de plata que la sofocaba y aun en medio de la necesidad, se mantenía en su actitud alegre frente a lo que podía generarle temor. Una especie de cordura que le permitió afrontar su trabajo como una experiencia que dejó innumerables recuerdos. “La Navidad más bonita que yo he tenido en mi vida la pasé allá”. Con comida para todos y con los fusiles guardados, los residentes de la vereda recibieron la noche buena.  

Cecilia reconocía la precariedad del territorio, sus posibilidades de seguridad para ella y sus hijos eran bajas. Pues si la tropa le tocaba las puertas, el consejo de guerra la obligaba a elegir dos caminos: confesar y atestiguar sobre los integrantes del grupo guerrillero o callarse y sumarse a lista de profesoras que terminaban desaparecidas. Ninguna de las dos fue considerada opción para Cecilia, solo optó por aferrarse a su rosario y proclamar diez aves marías a cambio de un profesor que aceptara ir en su reemplazo. Efectivamente corrió con la suerte o con lo que ella percibe como un milagro.  

Su tez morena hace una sola melodía en su sonrisa. Sus facciones narran por sí solas su historia, incluso presuponen el final: no había ido para tocar un arma y tampoco para ser una víctima del conflicto. Su norte era la docencia, que poco a poco se convirtió en su práctica mejor acertada, allí se cultivaron los frutos que se reafirmaron en su credibilidad y firmeza. La espontaneidad no guardó silencio durante su relato y eso personificó a una mujer entre estas cortas líneas, a Cecilia.  


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