Aún veo la vida a color
Reportaje escrito por Luisa Juliana Rubiano – Estudiante de Comunicación Social y Periodismo
Suena el reloj, Octavio lo agarra de la mesa de noche y oprime el botón que sobresale de él “la hora es: ocho y cuarto de la mañana” dice el alta voz del reloj. Con dificultad, empieza a palpar lo que hay a su alrededor hasta que logra encontrar un tubo de metal que está instalado a la pared, se apoya en él y consigue ponerse de pie. Cuenta cinco pasos hacia el frente y toma su bastón blanco. Moviéndolo de lado a lado llega al comedor, empieza a tocar cada una de las sillas hasta que puede sentir una O marcada en la silla. Sobre la mesa se encuentra un termo lleno de café, lo sirve en un vaso y se dispone a comer la arepa que está en el plato. Ya sentado estira su brazo derecho y después de varios intentos prende el equipo de sonido «Quiero volverme a enamorar, así otra vez me duela – canta en voz baja – Si pa’ morir sólo hace falta tener vida, y mientras haya vida quedan esperanzas – canta una vez más subiendo el tono de la voz – Menos mal para escuchar al maestro Jorge Oñate solo se necesitan los oídos».
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Me llamo Octavio Zalabata. Tengo 91 años y soy de Barranquilla. Llevo más de 52 años viviendo en Bogotá, usted puede ver que ya no tengo mi acento tan marcado, pero yo soy más costeño que el vallenato. Hace más de 35 años empecé con unos dolores de cabeza y luego se pasaba a los ojos, siempre pensé que era sinusitis y ajá, no le puse mucha atención a eso.
Hace seis años empecé a sentir que a veces se me nublaba la vista, veía como unas luces. Fui al doctor de los ojos y ahí me di cuenta que tenía glaucoma, pero como nunca me hice ningún tratamiento, eso provocó que después de seis meses perdiera la vista. Antes de esos meses, cuando me dijeron que iba a quedar ciego, intenté empezar con el tratamiento; me echaba cuatro veces al día unas gotas y me tocaba tomarme unas pastillas para la tensión del ojo, pero no funcionó. Yo fui perdiendo la vista poco a poco, no fue de la noche a la mañana, cada vez veía menos, un día viajé a Cali y cuando llegué a Bogotá tenía los ojos rojos e hinchados como los de un boxeador después de una pelea, a los seis días de eso ¡tas! todo quedó negro, en una oscuridad total.
Yo le puedo decir que a mí ninguna enfermedad me acongoja. Yo tuve tuberculosis, me fracturé la cadera y como si nada. Ahorita perdí la vista y no me acongojo por eso, con tal de que yo pueda comer bien, todo lo demás no importa. Eso es parte de los chicharrones que trae la vida. Yo pienso que el que se acongoja porque tiene una enfermedad es un cobarde.
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Cuando entro al apartamento veo a Octavio sentado en uno de los muebles de la sala. El hombre de 91 años con el que me habían dicho que me encontraría, parecía ser de unos 70 años: tenía muy pocas arrugas en su rostro, hablaba lucidamente y podía moverse sin ningún impedimento. Al lado de él se encontraba su esposa Sara Ortiz, quien es 25 años menor que él «Octavio parece de mi edad – dice Sara – los años de diferencia no se notan».
El apartamento tiene aproximadamente 55 metros cuadrados, perfecto para él y su esposa. En la entrada hay un tapete que se encuentra pegado al piso con cinta para que Octavio no se resbale al pisarlo. Luego está un comedor de cuatro puestos, el de Octavio tiene una O grande gravada en la madera de la silla. Al lado hay un equipo de sonido y enseguida está la sala con dos muebles, el que tiene el cojín es el de él. En la esquina se encuentra una virgen de aproximadamente 40 cm de alto rodeada de luces y flores.
No tienen muchos objetos, pues estos podrían convertirse en un obstáculo. Sara dice que su casa es como una fotografía de hace seis años, todo sigue intacto, desde que Octavio perdió la vista no ha cambiado casi nada. «Él ya tiene una imagen mental de cómo era la casa antes, si le cambio algo después no vaya a ser y se me caiga – cuenta Sara».
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Cuando yo quedé ciego dije: “bueno, Jesús, ya que esta es una enfermedad como cualquier otra, y yo sé que no fue algo que me mandaste tú, te la pongo en tus manos, y el día que me quieras devolver la luz, con mucho gusto yo la recibo, así sea después de muerto”.
A mi está enfermedad no me acobarda, y es que como le dije ahorita, para mí todo es igual, es como si estuviera viendo. Es que no poder ver no me ha impedido ni siquiera poderme comer un buen pescado. A mí me ponen un bocachico con bastantes espinas y me lo como todo, como si nada, todos los que me ven comiéndomelo se quedan mirándome sorprendidos. Pídame que deje lo que quiera, pero eso sí, el pescado no lo dejo por nada en este mundo.
Yo creo que la única vez que me acobardé tenía como veintitrés años. Yo estaba en el Catatumbo trabajando, más exactamente en Salazar (Norte de Santander), en ese momento estaba la violencia bien brava del Partido Liberal con el Partido Conservador, las cabezas de las personas rodaban rio abajo, se regaba sangre todo el tiempo. Además, ese 31 de diciembre de 1948 hubo un temblor la cosa más horrible, ese fue el primer temblor que yo sentí en mi vida. En esa época sí puedo decir que yo andaba asustado a toda hora.
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Octavio se levanta todos los días a las ocho y media de la mañana. De lunes a viernes se queda solo en la casa hasta que su esposa llega de trabajar a las cuatro y media de la tarde. Sara trabaja limpiando casas desde hace seis años, casi desde que su esposo perdió la vista.
Todo se encuentra arreglado para que él pueda defenderse por sí solo. En su cuarto hay un tubo que se encuentra adherido la pared, este le sirve como soporte para cuando quiere levantarse. Encima de la mesa de noche se encuentra un calendario braille y al lado está su celular que, por cierto, él mismo adaptó; en cada lado del celular le hizo unas ranuras cerca a las teclas y él ya sabe que a la izquierda está el botón de contestar y a la derecha está el de colgar.
El viejo, como le dice Sara, se desenvuelve muy bien solo. Sabe dónde queda cada cosa en el apartamento, dónde queda la silla en la que se sienta en la sala y en el comedor. Como se queda solo todo el día, sirve su almuerzo por su propia cuenta. Sara le compró una lonchera eléctrica y así es como él calienta su almuerzo; gracias a su reloj de mano puede calcular el tiempo en que lo deja calentando, al oprimirle el botón que más sobresale este le dice la hora en altavoz. «Yo le he dicho que mientras yo no esté en la casa le puedo contratar una enfermera que lo ayude, pero él no quiere, me dice que él es capaz de hacer lo que se proponga, que solo es cuestión de práctica – dice Sara. Es más, las últimas veces el viejo recoge su lonchera y me la deja en el lavaplatos»
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Mi vida diaria es lo más de feliz. Escucho radio todo el día, pongo música, si me da hambre voy y cojo mi comida. De verdad, es como si tuviera mi vida completa, lo único que no puedo hacer por mi cuenta es bañarme, porque a veces sufro de vértigo y de pronto se me va el cuerpo, eso me puede tumbar en cualquier momento, me toca ir de pared en pared, o con el bastón blanco, pero no me acobardo, pa ‘ lante como si nada.
Además, Dios me dio una compañera bondadosa, con un corazón muy grande que después de 36 años de casados, aun con mi enfermedad, me ayuda en lo que necesito. En cambio, mis hijos solo vienen a ver qué hay en la mesa para llevárselo, pero yo rezo siempre por ellos, acá yo los recibo como si nada, les sigo dando el mismo amor. Así pasó con mis amigos, yo antes tomaba mucho y después de quedarme ciego no volví a hacerlo, fue una promesa que le hice a Dios, y ninguno se acercó a visitarme, solo servían para invitarme a tomar.
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Octavio toda la vida ha sido muy independiente, se da la maña de hacer todo lo que se propone, «Qué día se me quedaron las llaves. Llegué en la noche y le marqué y le dije “mijo, se me quedaron las llaves”, eso sí, yo dejo sin llave, pero él se levantó y me abrió la puerta, cuando yo subí estaba la puerta abierta y él estaba esperándome sentado».
«¿Qué si la vida cambia? ¡Por completo!» – dice Sara. Octavio estaba acostumbrado a ser muy independiente, pero a pesar de su ceguera, todavía intenta serlo; mientras hablamos se para varias veces, contesta su celular, no le gusta quedarse quieto. Sí, Octavio es un hombre invidente de 91 años, pero que se ve y actúa como si tuviera veinte años menos «él no ve, pero es como si viera. De vez en cuando sí me dice ¡ay yo por qué tendré que estar en este estado sin poder hacer mis vainas! Pero vuelve y se levanta, él es el que me sube el ánimo a mí, no yo a él»– cuenta Sara.
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Yo tengo la memoria intacta, eso me ha ayudado mucho. Por ejemplo, esa virgen que está ahí en la esquina tiene seis bombillos: tres rojos y tres verdes. Yo todavía me acuerdo de todo: que los muebles son blancos, que las sillas del comedor son de madera, me acuerdo del bollito de mi esposa (risas).
Yo le puedo decir que yo no veo absolutamente nada, como cuando se cierran los ojos y todo está totalmente oscuro, pero eso de ver negro es solo una cuestión más, porque yo veo la vida en colores, como buen costeño. Menos mal para escuchar mis buenos vallenaticos no necesito los ojos. Es más, si en este momento hubiera buena música, estaría bailando con Sara.