Las cadenas de la libertad
Labranzagrande ha sufrido innumerables atentados a causa del conflicto armado. Hoy, las víctimas esperan la paz y reparación.
Editado por: profesor Fernando Cárdenas
Reportaje realizado para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2023-1), con el profesor Fernando Adrián Cárdenas Hernández.
¡USTEDES SON GUERRILLEROS!
Eran las 6:15 de la mañana del 1 de diciembre de 2001. Un bus de la empresa Cootracero acababa de salir de la terminal de transportes de Sogamoso, Boyacá. Como es recurrente, hacía mucho frío. Pasados cincuenta minutos desde su partida, el bus fue detenido. Se les pidió a los pasajeros que bajaran de la buseta, los pusieron de rodillas y apuntándoles por la espalda les dispararon. Mientras tanto, un niño miraba todo desde una esquina, miraba incluso cómo asesinaban a sus padres.
Se dice que al vehículo lo pararon porque venían guerrilleros del ELN y de las FARC dentro de él; es por eso por lo que paramilitares ejercieron el ataque. Lo que no sabían era que en el bus solo iban campesinos que durante años han sido señalados de ser guerrilleros.
Durante los más de 10 años que duró el conflicto armado en Labranzagrande, la población fue señalada de ser parte de algún grupo guerrillero. Las acusaciones efectivamente eran falsas; sin embargo, existía la exclusión hacia los labranceros cuando viajaban o iban a otras partes del país.
La población entera ha sido tildada de guerrillera. “Teníamos un estigma en la frente, estábamos marcados. En los retenes nos tocaba negar de donde éramos”, afirma Patricia Parra, habitante del municipio y víctima del conflicto armado. A donde quiera que fueran eran discriminados, en las calles del departamento les gritaban cosas ofensivas, diciéndoles que se devolvieran a su pueblo.
Hay un elemento recurrente entre las poblaciones estigmatizadas. Todas ellas fueron tomadas en algún punto por grupos al margen de la ley. Apenas llegaba algún grupo que amenazaba la armonía del lugar, inmediatamente la población quedaba resignada a colaborar. Las guerrillas solían quedar a cargo del sitio, siendo así la fuerza gobernante, por encima de la policía o el ejército. Es por eso que a los habitantes de lugares donde había presencia de grupos al margen de la ley se les consideraba como aliados de algunas guerrillas.
“Me decían que yo colaboraba con la guerrilla porque llegaron a mi finca allá en El Guayabal”, afirma Pablo Patiño Aguilar, víctima del conflicto armado. En Labranzagrande había un constante enfrentamiento entre las guerrillas, los paramilitares y el ejército. A Pablo lo acusaron de servir a las guerrillas, así que grupos paramilitares lo tuvieron detenido por supuestamente ser “aliado” de las FARC.
Los paramilitares llegaron a Labranzagrande y asesinaron a cientos de personas. Ellos tenían el argumento de que mataban a la población porque hacían parte de la guerrilla. Bajo ese estigma se asesinó y mató a campesinos de Labranzagrande que no tenían nada que ver con grupos al margen de la ley. Hoy, según Carmen Omalia Puerto, quien trabaja en el Enlace municipal de víctimas, hay un total de 349 personas afectadas.
La estigmatización produjo rechazo en los pueblos contiguos e incluso en las vías a las grandes ciudades. Patricia, cuando viajaba, no decía de dónde era porque la detenían o le gritaban cosas groseras. “En el caso de zonas dominadas por la guerrilla, se buscaba que el sobreviviente entendiera el mensaje de lealtad”, explica Andrés Suárez en investigaciones relacionadas con el conflicto armado colombiano.
“Las personas con más dinero eran las que podían salir de aquí”, afirmaba Patricia. Muchas personas tuvieron que salir de sus tierras por el miedo de ser tildados de pertenecer a un bando o a otro. Incluso las personas que llegaban a salir de Labranzagrande seguían viviendo la discriminación por parte de la población en general. “En los retenes nos paraban y nos decían que éramos guerrilleros solo porque veníamos del pueblo”.
Los estereotipos surgen y perduran en la mente de las personas a medida que pasa el tiempo. Hoy en día aún se les discrimina a los labranceros. “Cuando mi hija fue a la universidad le decían que ella era guerrillera, por lo que era de acá”, afirma Francelina Urbano. Ella, como muchos de los jóvenes que han crecido en Labranzagrande, también ha sufrido la estigmatización que dejó el conflicto.
Durante aproximadamente 15 años el pueblo sufrió un fuerte rechazo. Incluso muchas veces, las masacres hacia el pueblo eran justificadas por miembros de grupos paramilitares e incluso por personas de pueblos cercanos que no vivían de igual forma el conflicto como lo vivía Labranzagrande.
Las fuerzas militares existían alrededor del pueblo, sin embargo, la persona que cruzara palabra con ellos era tildado por la guerrilla de colaborador. Incluso las mujeres que saludaban a algún militar eran tildadas de tener algún lazo sentimental con alguien del ejército. Así mismo, condicionados con normas absurdas eran discriminados.
Uno de los hechos que Patricia recuerda con tristeza, fue cuando asistió a una conferencia en Paipa y cuando dijo que era de Labranzagrande le gritaron de inmediato: “Querrá decir de Matanzagrande”. Patricia recuerda ese momento toda su vida. Las personas la apartaban y no prestaban atención a que en realidad ella era una víctima pidiendo ayuda cuando nadie hacía nada.
Es importante que las víctimas del conflicto tengan una reivindicación no solo económica y psicológica, también social. Hay que tener en cuenta que Colombia tuvo territorios enteros estigmatizados y victimizados por el estigma. Hay incluso secuelas en la salud mental de los habitantes del sitio.
Muchas de las víctimas hoy en día tienen trastornos mentales por el conflicto, por esta razón ha incrementado la demanda en los servicios de salud. En el año 2009, Ibáñez y Velázquez hicieron un estudio sobre las víctimas del conflicto armado. Se descubrió que aproximadamente el 25% de las personas implicadas negaron ser víctimas de la guerra, no porque no lo fueran, sino porque hay una connotación negativa que está asociada al fenómeno de desplazamiento y al fenómeno del estigma y la discriminación.
Una de las formas más comunes de estigmatización es la culpabilidad de las víctimas, se les atribuye la responsabilidad de lo que les ocurrió. Sucede por prejuicios arraigados, desinformación o incluso intereses políticos. Se responsabiliza incluso a las víctimas de desplazamiento interno, se carga sobre sus hombros la culpabilidad de actos que no cometieron. Se argumenta que por vivir en zonas de conflicto directamente ya hacen parte de algún grupo guerrillero.
Incluso por las marcas que quedaron en su piel a causa del conflicto, muchas víctimas son estigmatizadas. En Labranzagrande hay personas que presentan algún tipo de discapacidad a causa de las minas antipersona o por torturas hechas por grupos guerrilleros o paramilitares. “En los hospitales nos miraban raro, nos miraban con desprecio cuando nos tocaba ir”, dice Patricia en una charla con Diego Armando Parra Castro, víctima del conflicto armado, quien quedó lesionado por un artefacto explosivo que lo dejó ciego.
Es importante destacar que la estigmatización de las víctimas del conflicto armado en Colombia es un obstáculo significativo para la construcción de una paz verdadera. La estigmatización socava la reconciliación y la convivencia pacífica, ya que impide el reconocimiento y la valoración de la experiencia de las víctimas.
Hoy en día aún se sigue estigmatizando a la población de municipios como Labranzagrande, por eso es fundamental, desde la educación integral, promover la empatía, la comprensión y el respeto hacia las víctimas del conflicto armado en Colombia.
Se necesita fomentar una cultura de no estigmatización. Una cultura en donde se respeten los derechos de todas las víctimas y se promueva la inclusión en todos los ámbitos de la sociedad. Hay que proteger a las víctimas, así como también a los defensores de derechos humanos.
A pesar de la creciente estigmatización y los ataques perpetrados a la población labrancera, se puede decir que están un poco mejor hoy en día. Aún persiste cierta discriminación, pero no es comparada con la que vivían hace algunos años. Así, como con la masacre de la Sarna, fueron justificados muchos ataques a causa de que se tenía la percepción de que la población de Labranzagrande era guerrillera. El bus Cootracero y el páramo de la sarna dejaron una marca imborrable de lo que fue la época de violencia en el lugar, y de cómo la desinformación acerca de los temas de conflicto se difundía y se hacía una doble victimización.
Ese grito recurrente que tuvieron que escuchar muchas veces “¡Usted es un guerrillero!”, hoy se ha convertido en una forma de recordar los momentos duros por los que pasaron. Muchas veces quien crea las diferencias es quien está para proteger a la gente. “El ejército mismo estigmatizaba a la población, era el mismo Estado. No somos guerrilleros”.
UN VIAJE PARA REFLEXIONAR
Incertidumbre se respiraba en el ambiente mientras entrabamos a Sogamoso, Boyacá. El clima era bastante cálido y el terminal pequeño. El cansancio era inevitable pero aún faltaba camino. A lo lejos se veía la cordillera oriental, su aspecto era imponente, lucía gigante. Dentro de la estación de buses las tienditas y demás se acompañaban de operadores de transporte que gritaban con desespero “¡Aquí, aquí, compre su pasaje aquí!”, pero para llegar allí solo funcionaba una línea, y esa era la única forma de llegar al pueblo capitalino de la provincia de la libertad.
La espera no fue mucha, ya eran las 2 de la tarde y el sol pegaba fuerte. Dentro del bus no había aire acondicionado, lo cual ya era desesperante. El viento apenas entraba, pues las ventanas al ser tan diminutas no aliviaban el calor. El sudor recorría mi espalda y mi frente, pero eso ya no importaba, lo crucial era llegar y el bus ya comenzaba a arrancar.
El paisaje era hermoso. Los cultivos y familias que se veían eran tenaces. En cada cierta parada se subía algún campesino ofreciendo sus cosechas. Frescas, baratas y limpias, libres de químico alguno. Otras veces, eran niños los que se montaban. El ruido era inexistente en el bus, sólo algunos murmullos y vallenatos de fondo acompañaban el viaje. Se comenzó a pasar por varios pueblos de Boyacá, pero ninguno indicaba si ya el destino final se aproximaba.
Luego de varias horas, al fin se visualizó el cartel que con ansias ya venía esperando “Bienvenidos a la capital de la provincia de la libertad, Labranzagrande”.
El camino comenzó y al infierno se adentró. El bus avanzaba con lentitud y sumo cuidado. La carretera era tan estrecha que apenas podía pasar un vehículo, sin contar el estado tan deplorable y las constantes amenazas de derrumbes. Lo único que separaba la vía del vacío eran unas finas líneas de hilo del que guindaban unas tiras cortas de papel que decían peligro. Llovía, eso lo hacía peor, y a través de la ventana se veían los grandes barrancos que, si usted veía al fondo, se mareaba. Abajo se encontraba un río furioso que lleva por nombre río Cravo. Era como estar en una caracola sin fin, no avanzaba, todo lucía igual, y esta vez, por la espesa niebla, hacía frío.
Los minutos pasaban y se transformó agotador el sendero. Muchos de los que estaban sentados estaban tranquilos, pero yo, ya incómoda, no sabía cómo sentarme o de qué forma distraerme. Sentía envidia por algunos que podían descansar, pero al parecer, para aquellos que tenían que realizar aquel trayecto, ya era normal, rutinario. Me sorprendió ver que en las paradas que hacía el conductor no siempre eran para recoger gente, sino encargos que enviaban algunas familias y pagaban, más específicamente, comida.
La noche se asomaba y la imponente cordillera oriental se comía la vía. El bus era un grano de arena al lado de semejante monstruo. Pensé que el caracol no tenía fin, pero a lo lejos se visualizaba el pueblo. Para poder pasar, se encontraba un enorme puente rojo que era el único conector entre la ruta de Sogamoso y el pueblo. La felicidad se instaló en mí, por fin había llegado a aquel pequeño pueblito rodeado por una espesa montaña.
El bus se estacionó al frente de la iglesia de Labranzagrande, no avanzó más, pues se realizaba una ceremonia religiosa en la que todos desfilaban mientras entonaban salmos y santos. Los trajes que portaban eran azules y blancos.
El clima ya no era frío, ahora estaba húmedo y cálido. Policías portaban fusiles al igual que muchos militares. En el pueblo los habitantes observaban curiosos la llegada de nuevas caras. Era como si nos juzgarán. Caminé junto a mis compañeros en busca de hospedaje, y sorpresivamente, casi todo el pueblo estaba construyendo y mejorando sus calles.
Logramos conseguir hospedaje y el agotamiento era infinito. Cuando la noche finalmente cayó, se volvió un mártir el poder dormir. Se escuchaban tiros y algunos gritos. Cada diez minutos podía oírlos. La tranquilidad no era opción, pero al final, nunca se supo de donde provenían aquellos ruiditos.
Al día siguiente se apreció mejor la belleza del pueblo, era sereno y lo acompañaban los cantares de pájaros amarillos. Por la tarde, recorrimos algunas casas en las que fuimos bienvenidos. Escuchamos con atención cada testimonio, y lo fascinante del asunto, es que todos estaban conectados. El mismo dolor, el mismo sufrimiento, y todo causado por el mismo enemigo, las FARC. Era desgarrador. Frustrante. Jodido.
El pueblo entero se sometió a un daño colectivo que ahora buscan reparar. Sus vías siempre han sido dos. La primera fue por donde llegó el bus, vía Sogamoso, y la segunda va hacía Yopal, Casanare. No se tiene alternativa alguna, y además, muchas de sus veredas fueron infestadas por minas antipersonas que ahora ya han sido removidas. Labranzagrande fue secuestrada por años y la presencia del estado no existía, y ni hablar de sus carreteras que estuvieron abandonadas por años.
Para los habitantes antes era terrible salir o llegar al pueblo. Se solía empezar el camino en bus y se terminaba a caballo. Hoy en día ha mejorado un poco, pero no lo suficiente, aún es peligroso. “Cuando llueve, es imposible viajar, además, solo existen dos horarios para salir de aquí”, relata Patricia, secretaría de la alcaldía. Aunque pareciera que no fuera nada, para ellos es un logro poder salir del pueblo o que al menos algún operador de transporte llegue. Antes, quienes daban el permiso para salir eran las FARC, los amos y señores de ese entonces, pero ahora son libres, más no olvidan, como muchas víctimas.
Me causaba ternura e impotencia al mismo tiempo cuando escuchaba los testimonios de algunos labranceros, como el de la señora Francia Elena Urbano, que decía: “Gracias a Dios y a la Virgen hemos podido continuar. Hemos podido resistir como pueblo”.
Cuando llegue a la casa en la que me hospedaba solo podía pensar en una cosa. ¿Cómo es que pueden? ¿Cómo le hacen para sacar fuerzas luego de tan espantoso hecho?, era triste, pero la vida no siempre es sencilla y los gobiernos son irresponsables e indolentes.
Rezábamos para que no lloviera a la mañana siguiente, pues el camino se ponía feo y era imposible volver, afortunadamente no fue así. Subimos al bus y la travesía de vuelta comenzaba. Pero ya no me preocupaba como en un inicio. Solo pensaba en lo afortunada que era de poder ir a donde quisiera, lo suertuda que era de poder coger a la hora que se me pegara en gana un carro o bus, lo privilegiada de sentirme segura sin el temor de que alguien invada el lugar en el que vivo, y lo más importante, lo bendecida que era por no cargar con el peso de la pérdida de un ser querido a manos de grupos armados.
Labranzagrande, capital de la provincia de la libertad, que hermosa y resiliente es, la admiración es grande y las lágrimas abundantes. Allí, está escrita una historia en la memoria de las personas. La gente es buena y humilde. Las calles pequeñas, pero con cicatrices que alguna vez dolieron más de lo que duele ahora. Sus carreteras solo son dos, pero ojalá pronto sean más. Pasó por mucho el pueblo y para cualquiera que vaya por primera vez sería agotador y hasta fastidioso, pero una vez conoces por lo que pasan los pueblerinos, reflexionas. Que siga así es un milagro, y su resistencia no es más que deslumbrante y admirable.
EL PODER DE LA RESILIENCIA
Colombia es un país que lleva una cruz que nadie puede ignorar, esta cruz es la del conflicto. Miles de personas se han visto afectadas por las diferencias ideológicas de un país que está plagado de violencia. Entre miles de historias que se pueden contar, existe la de Patricia Parra. Una mujer que vivió en carne propia los daños colaterales de una sociedad violenta.
Entre montañas y caminos culebreros se encuentra el municipio de Labranzagrande. Llegar a este pequeño lugar puede significar una larga travesía, pues las vías de acceso se encuentran en mal estado y dificultan llegar con facilidad. Al llegar te puedes encontrar con una pequeña gran familia, pues los habitantes de este departamento han crecido los unos con los otros, se conocen perfectamente desde hace varios años.
Al ya conocerse los unos a los otros, puedes recibir miradas por parte de ellos. Te miran de la cabeza hasta los pies, como si fueras un ser completamente extraño, de otro planeta. Puede ser que no tengan normalizado recibir visitas por parte de completos extraños. Puede ser que la historia colectiva que cargan a sus espaldas los haya convertido en personas desconfiadas del ser que no conocen.
Nos encontramos con Patricia Parra, en la plaza principal. Nacida y criada en el municipio de Labranzagrande. De una familia numerosa, ella es la mayor de seis hermanos, cuatro mujeres y dos hombres. Afortunadamente todos cuentan con estudios profesionales, la mayoría de ellos se encuentran radicados en el departamento del Casanare.
Actualmente se encuentra casada y con cuatros maravillosos hijos. Hace muchos años también estuvo casada, pero el conflicto armado cobró la vida de su primer amor.
− Me casé con otra persona y no alcanzamos a vivir cuatro años − relata Patricia−, la violencia también nos tocó las puertas de la casa.
− Mi esposo se llamaba Jorge y a él le quitaron la vida grupos al margen de la ley −agregó Patricia.
Sufrir la pérdida de familiares es un común denominador en Labranzagrande, pues casi todos sus habitantes tuvieron que despedirse de sus seres queridos a causa de las situaciones de conflicto que sucedían en Colombia.
Ella siente que fueron abandonados por el estado en el momento que más lo necesitaban. En 1997 ocurre un suceso que cambiaría por completo el rumbo de los habitantes del municipio. En esa fecha ocurría una toma hacia el pueblo. Solo existía una estación de policía que escasamente contaba con catorce policías que no iban a poder hacer frente a más de doscientos integrantes de grupos al margen de la ley. Debido a la toma por parte de grupos armados, cuatro agentes de policías perdieron la vida.
− Entonces quedamos a merced de ellos sin ninguna presencia del estado − menciona Patricia −, fueron casi seis años donde no veíamos las instituciones del estado por ningún lado.
Desde ese momento todo cambió completamente, estaban a la merced de lo que ellos quisieran hacer. Los grupos armados imponían el orden y la justicia. Se encontraban como prisioneros dentro de sus propias casas. No tenían la libertad para viajar libremente o que los visitaran cuando quisieran.
− Si iba a llegar una persona tocaba pedir permiso, al igual que para salir − menciona Patricia −, cualquier persona que estuviera ligada con un cargo policial o del ejército pues obviamente no podría venir por acá.
Y aunque eso pareciera no pareciera suficiente, la vida se encargó de ponerles aún muchos más obstáculos. Empezaron a lidiar con el rechazo de la sociedad, pues habían empezado a cargar con el peso de ser señalados por todos a su alrededor por la terrible situación que estaban pasando.
− Pues obviamente que sufrimos la estigmatización − dijo Patricia −, no podíamos ir a ningún lado y mencionar que éramos de acá porque teníamos como el estigma en la frente.
− Estábamos marcados y muchas de las veces en los retenes, en Yopal o Sogamoso, nos tocaba negar de donde éramos −agregó Patricia.
Vivir en estado de alerta fue algo a lo cual los habitantes de Labranzagrande tuvieron que acostumbrarse, pues al vivir siempre con ese miedo y con los malos tratos de la nueva ley, ya era algo a lo que se iban acostumbrando y normalizando, como si no fuera algo completamente deshumanizado.
− Es muy irónico saber que diariamente o cada ocho días hacían hostigamiento al pueblo, ya nos habíamos familiarizado tanto que nosotros no nos escondíamos −menciona Patricia−, no salíamos a ver dónde sonaban los tiros, de cierto modo habíamos perdido el temor.
En cierto momento el estado empezó a tener más presencia sobre el municipio, pero resultaba contraproducente. Incluso la comunidad llegaba a preferir que no vinieran, porque terminaba siendo peor. Los grupos armados salían del pueblo y se escondían mientras el ejército visitaba el pueblo y pasaban helicópteros por encima del lugar, duraban alrededor de 20 minutos y se marchaban. Después de unas horas los grupos armados regresaban.
Ahí es donde empezaba el ajuste de cuentas, pues empezaban una inspección con todos los habitantes para saber quién pudo haber “metido la pata”, la chica que de pronto cruzó palabras con el soldado, la persona que le vendió cualquier cosa a un militar. Estaban en la mira. Los habitantes eran quienes directamente pagaban las consecuencias de todo lo que pudiera suceder en esos momentos. Tenían que fingir como si nada estuviera pasando, si no sus vidas corrían peligro.
Las FARC no fueron el único grupo que llegó a someter al pueblo de Labranzagrande, pues el ELN también llegó al pueblo a mostrar su fuerza en armas.
− Llegaba un grupo, llegaba otro −menciona Patricia−, nos sacaban de las casas a reuniones acá en el parque, nos explicaban cómo funcionaban ellos, que eran el ejército de pueblo.
− Obviamente les teníamos miedo porque tenían armas −agrega Patricia.
Incluso llegaron al extremo de ir casa por casa, preguntándole a cada una de las personas que habitan ahí, a cuál grupo armado pertenecían o a cuál grupo armado querían pertenecer. Incluso llegaban a preguntar cuántos hijos varones tenían en sus hogares, seguramente para realizar algún tipo de reclutamiento, el miedo empezaba a ser demasiado fuerte en esos momentos. La posibilidad de perder un hijo a causa de la guerra era estremecedora.
− Uno aprende a perder el miedo, después de que mataron a mi esposo a mí me secuestraron como dos o tres veces −menciona Patricia.
Después de que asesinaron a su esposo, pasaron alrededor de veinte días cuando fueron a buscarla y le mencionaron que tenía que subirse a la camioneta porque el camarada la necesitaba. El camarada era el comandante. El comandante la necesitaba porque quería darle un motivo por el cual habían decidido terminar con la vida de su esposo.
− Primero dijeron que posiblemente él había sido informante del ejército −dice Patricia−, mi esposo tenía 33 años, era una persona trabajadora. Era empleado de la electrificadora de Boyacá.
En repetidas ocasiones su esposo le contaba que, al estar tan retirado del pueblo, en varias ocasiones los grupos armados pasaban a pedirle favores, donde él tenía que cumplirlos, pues sabía las consecuencias que podría tener al no ayudarles. Seguramente en algunas ocasiones él empezó a rehusarse a cumplirlos. Donde empezaron a tenerlo en la mira, especulando que probablemente había empezado a ser un informante del ejército.
− Esa charla terminó con el comandante diciéndome que alguien se había adelantado. A él no lo iban a matar, le iban a hacer un consejo de guerra, pero alguien se había adelantado −menciona Patricia.
− Pasó eso y yo tenía que encontrarme con el asesino material todos los días −agrega Patricia−, porque yo venía al trabajo y me lo encontraba ahí por las calles.
Lo único que ella quería era verle la cara, pero estando en un estado de ira se pueden pensar cosas inimaginables. Incluso se pueden volver realidad debido a ese estado en el que ella se encontraba. El asesinato de su esposo fue algo que quedó marcado en el pueblo. Fue en noviembre. Las fiestas del pueblo se celebraban en enero, pero por el asesinato de su esposo y los demás que habían sucedido decidieron esperar dos meses más. Para ella y su familia fue un evento traumático.
− Es como cuando uno tiene un globito en la mano y le dicen cuídenlo, porque ese es el amor de su vida. Que le venden a uno los ojos y le pinchen ese globo y uno queda sin nada… −dice Patricia.
Las circunstancias del asesinato fueron que posiblemente ellos se iban a escapar del pueblo. El esposo de Patricia salió a hacer una llamada en la esquina de la plaza principal, donde funcionaba un Telecom, pues en esos momentos no contaban con un celular. El motivo de la llamada era porque ellos sí tenían pensado viajar, pero el motivo del viaje era un problema dental que Patricia estaba presentando debido a un accidente, se le había formado un absceso dental que le estaba comprometiendo los dientes.
El único acceso a ese tipo de servicios era cuando se realizaban brigadas de atención. Dos días antes del asesinato había asistido una brigada en la cual se encontraba un odontólogo
− Por favor, doctor, hágamele algo a esta mujer, ya está desesperada −dijo Jorge.
− Yo gritaba, lloraba de dolor −menciona Patricia.
− No, pero es que si yo me atrevo a hacerle algo es de cirugía −dijo el odontólogo−, aquí nosotros no podemos hacer eso.
El odontólogo en medio del desespero que Patricia estaba sufriendo decide hacerle una pequeña incisión, eso ayudó bastante a calmarle el dolor. Sin embargo, el odontólogo le había manifestado a Jorge que tenía que viajar con Patricia para Sogamoso, donde podría hacerse exámenes médicos para tratar el problema dental. Por eso su esposo se encontraba en el Telecom, estaba intentando contactar a uno de los hermanos de Patricia para contarles la situación y el viaje que tenían que emprender.
Ninguno de los tres intentos de llamada fue contestado. Por lo que Jorge salió a la esquina, un carro iba bajando y lo llamaron. Le hicieron una seña y él fue hacia el vehículo, colocó las manos sobre el capó del carro, el tipo sacó la pistola y le disparó.
Cuando se escucharon los disparos todo el mundo salió a la puerta y decían “Ay, Dios mío, ¿a quién matarían?”.
− Yo salí a la puerta. Sentí una corazonada, me levanté de la cama con mi bufanda. Salí y me encontré con una vecina −relata Patricia.
− Ay, yo no sé qué pasó por allá −dijo la vecina.
Patricia empezó a caminar y, a manera de visión relata ella, vio a Jorge de pie en la esquina de su casa. Mientras tanto comentaba su problema dental con la vecina, le comentó que tenía que viajar con Jorge, que estaba esperando la razón. Patricia le señaló y le dijo que estaba parado allá, la vecina no pudo observar nada. Mientras ellas dos conversaban el comandante pasó por el frente de la casa de ella, se detiene y le dice lo siguiente:
− Vamos a mirar qué fue lo que pasó por allá.
Dos conocidas subieron y se encontraron con Patricia, las dos se encontraban completamente pálidas por lo que había sucedido.
− Patico, es que ahí vieron a Jorge −dijeron las conocidas.
− Díganme la verdad, de una vez no tuve nada más que pensar.
− Está herido, está herido. La ambulancia se lo va a llevar.
Cuando Patricia se acercó a la escena, estaba toda la familia de Jorge. También había una cantidad absurda de personas armadas. Nuevamente vuelve a pasar el comandante por el frente de ella y le dice:
− Doña Patricia, Jorge está muerto.
− Que le digan eso a uno es… no hay manera de explicarlo −menciona Patricia−. El dolor que uno siente, la ira intensa.
Ella reaccionó de manera muy agresiva, empezó a gritarles infinidad de cosas, pues se encontraba en un estado incontrolable por la pérdida de su esposo. El día siguiente después del hecho, todas las personas allegadas a él y Patricia se encontraban en un lugar realizando la velación. De la nada vuelven los grupos armados al lugar, para Patricia fue repetir la escena que había tenido suceso el día anterior. Los uniformados aparecen en el lugar y le dicen:
− Vinimos a ver si es que había resucitado…
La resiliencia es una capacidad que Patricia puede ver en cada uno de los habitantes de Labranzagrande, pues, así como ella tuvo que pasar por situaciones terribles debido al conflicto armado, muchas personas más también tuvieron que hacerlo. Pero afortunadamente siempre encontraban y encuentran las maneras para salir adelante frente a las adversidades de la vida.
− Solo hasta en el año 2004 fue que todos tuvimos como una reivindicación −menciona Patricia−, ya en ese año el municipio tiene nuevamente autoridades militares, ya regresó la tranquilidad.
Los profesores regresaron a las escuelas, empezaron a entrar nuevamente vehículos de la gobernación. Se podía sentir en el ambiente una tranquilidad que desde ya hace varios años atrás no se sentía de manera tan natural.
Los conflictos armados de este país hicieron que todo un departamento sufriera durante varios años a la merced de las personas que tenían como propósito salvar al pueblo, pero que realmente se encargaban de oprimirlos y sembrarles terror. Ellos nunca perdieron la capacidad de salir adelante, aunque tuvieran que perder familiares, ser rechazados por comunidades aledañas o simplemente ser olvidados por su propio estado. Ellos lograron continuar contra todo pronóstico, aunque estuviesen siendo olvidados por todos, en el pasado y hoy en día siguen luchando contra ese olvido.
− Poco a poco hemos ido superando, hemos sido resilientes −dice Patricia−. Aprendimos a llevar ese dolor, nunca olvidaremos a nuestros familiares, jamás serán olvidados.
Patricia hoy en día se encuentra mucho más tranquila, sigue su vida en el municipio de Labranzagrande. Es completamente feliz con sus cuatro hijos y con su esposo. Cada día ve cómo el municipio encuentra maneras para seguir adelante, buscan potencializar el turismo y se encargan de mantener en perfecto estado el lugar. Aunque el pasado no se puede cambiar y las heridas puede que siempre queden ahí, deciden concentrarse en el futuro y tratar de mejorar la calidad de vida para todos en Labranzagrande, capital de la Provincia de la Libertad.
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