Una juventud marchita
La vida de los menores de edad que crecieron y se formaron en el Bronx se tambalea en los riesgos y sinsabores de las adicciones.
Perfil realizado para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2022-1), con la profesora Laila Abu Shihab.
Una flor creciendo en tierra seca no tiene sueños ni aspiraciones, no obstante, sigue creciendo, sobrevive. A su alrededor solo hay un suelo craquelado, el panorama no es prometedor. Está sola, sus pétalos caen uno a uno como lágrimas y las grietas del sórdido terreno cada vez se hacen más grandes, más amenazantes, más inminentes. Sus raíces se aferran a cualquier gota de elixir de vida que toque su cuerpo para poder sobrellevar su desolación. Espera un milagro que la salve o una muerte que le brinde descanso, ya sea luz u oscuridad, todo es mejor que la incertidumbre de un tono grisáceo.
Por la carrera 15 con calle 10 de Bogotá se formaba una H incompleta de cemento y ladrillos a la que le temía toda la ciudad. La ‘olla’, como es conocido coloquialmente el Bronx, albergaba hasta tres mil personas que vivían en condiciones deplorables. Esta se dividía en secciones: cobijas 1, basuras 1 y basuras 2, cada calle con un peligro y una tentación diferente. El sábado 28 de mayo del 2016, en la madrugaba, inició un operativo que pretendía darle fin a este foco del peligro. Este fue ordenado por el alcalde de Bogotá del momento: Enrique Peñalosa y efectuado por la policía, el Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía (CTI), funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y la Secretaría de Integración Social.
Según la Fiscalía General de la Nación, se efectuaron 40 allanamientos, se capturaron 11 personas, se incautaron 30 armas, 100 mil dosis de estupefacientes, 37 millones de pesos en efectivo, 900 máquinas tragamonedas y 521 botellas de licor adulterado. Además, el ICBF identificó 136 menores de edad; no obstante, después aclararon que habían sido 134: 8 niñas entre 0 y 5 años; 6 niños y 3 niñas entre 6 y 11; 51 niños y 65 niñas de 12 a 17, y uno con edad sin identificar.
Los menores iban sin saber las repercusiones de sus actos, no eran conscientes de que se estaban metiendo en el corazón de la barbarie, no habían alcanzado la madurez para comprender lo que implicaría crecer allí.
Polo es un hombre de 50 años al que le faltan los dos dientes incisivos delanteros, tiene la piel morena, los labios voluptuosos y unos ojos negros y pequeños que se tornan grandes cuando relata su historia. “En estas calles yo me crie”, dice Polo. En su infancia vivió en el barrio Las Cruces, situado en la zona suroriental del centro de Bogotá: allí empezó a consumir. A los cinco años salió a jugar con un aro de bicicleta, lo empujaba y corría tras él. Su juego lo dirigió a lo que era conocido como El Cartucho, en el barrio vecino al suyo: Santa Inés, allí vio a dos hombres peleando con cuchillos y se devolvió a contarle a su madre. “Mamá allá arriba se estaban peleando con espadas”, recuerda que le dijo. Ella no le creyó, por lo que el día siguiente decidió regresar para comprobar lo que había visto; sin embargo, lo que encontró fue un camino sin retorno protagonizado por las drogas, el alcohol y el delito. “Yo no sabía”, dice mientras recuerda su niñez. A los cinco años empezó a pedir comida en la calle. A los siete aspiraba gasolina y consumía marihuana. A los 13 comenzó a robar. A los 50 no le teme a la muerte.
Quienes buscaban ganar dinero allí se aprovechaban de la ingenuidad e inocencia de los menores y los inducían a consumir. Primero una pastilla, después dos y así sucesivamente, hasta convertirlos en fieles compradores. Muchos iban en busca de las famosas ‘farras’ del Bronx, otros huían de sus problemas familiares. Trataban salir del infierno en el que vivían sin saber que se dirigían al Cocito.
“Llegué acá (al Bronx) por el desprecio de mi familia”, dice Jennifer Valentina, una joven de 17 años, piel morena, ojos cafés, cabello café hasta la cintura y una sonrisa que cuando aparece se adueña de su rostro y achica sus ojos. Desde los 12 años deambula por el Bronx, consume drogas, alcohol y roba para poder mantenerse. Patricia, otra habitante del sector, es quien la acogió cuando llegó. “Ella es mi segunda madre, ha estado en las buenas y en las malas”, relata Jennifer. La conoció ya que su hermana era la esposa del hijo de Patricia. A él lo mataron: “fueron dos disparos: uno aquí (en el centro de la frente) y otro aquí (en el pecho derecho), pero murió por un ataque al corazón”, dice Jennifer.
Actualmente trabaja en El Cañito, un bar en la carrera 16, limpiando baños. Allí frecuenta fiestas, es su lugar para liberarse de sus problemas. La dueña, Dianita, le da para la comida; para dormir intenta alquilar una pieza por noche en el Santa Fe junto a Patricia, si no lo logran, duermen “por ahí”. “Antes era más ‘farrera’, ya no tanto”, dice. El alcohol, las fiestas y las drogas le ayudan a olvidar su dolor y a matizar su presente. Se convierten en un placebo para apaciguar las voces de su pasado, aquellas que en un estado neutro logran hablarle al oído y recordarle que su corazón está fisurado.
Según el estudio “Consumo de alcohol en menores de edad en Colombia” de la Corporación Nuevos Rumbos, los niños que empiezan a tomar licor antes de los 14 años tienen hasta 10 veces mayor probabilidad de desarrollar consumos problemáticos, dependencia o adicciones al llegar a la adultez. Igualmente, tienen mayor posibilidad de consumir otras sustancias psicoactivas que aquellos que empiezan a tomar después de los 18 años. El consumo de alcohol y drogas es un tabú para la sociedad, se cree que, si se habla del tema, se está fomentando; sin embargo, este desconocimiento ha provocado el efecto contrario. Los menores caen con frases tentativas como “solo una probadita” o “usted ya está grande”, sin saber que esto puede llegar a afectar su capacidad intelectual, el desarrollo de sus órganos y su salud mental y emocional. Sus ganas de crecer, algo que llega con el tiempo, arrebatan su infancia, que jamás vuelve.
Tiene 16 años y es el menor de seis. David, un joven de aproximadamente 1.70, con el cabello y los ojos negros, ocultos detrás de una cachucha, se crio bajo la barra de la cantina El Trébol “IN”, un lugar “solo para bandidos y ladrones”, según Omaira, su madre. Su padre fue asesinado cuando era un niño, por ello considera a Polo su figura paterna. Mientras que su madre estaba de fiesta, él y sus 5 hermanos esperaban bajo la madera blanca del mostrador que servía como una venda ante la realidad. Doña Gladys, la dueña del lugar, los cuidaba. “Esa señora terminó de criar a mis hijos”, dice Omaira. No obstante, David ya no pasa su tiempo bajo el estante, ahora apoya su cerveza encima de él. Trabaja “en la rusa”, en construcciones, deja la otra parte de donde provienen sus ganancias a la imaginación, como dice el dicho: a buen entendedor, pocas palabras.
A pesar de su corta edad, aquellos menores que crecían en el Bronx debían adaptarse a las situaciones que ocurrieran allí. Debían aprender a mirar y olvidar. Debían “hacer la vista gorda”. Debían comprender que lo que vieron fue periódico de ayer.
“Ese día probé el LSD, la marihuana y me tomé una Corona. Desde ahí empezó mi consumo”, relata John Sebastián, un joven de 21 años que se sumergió en el Bronx a los 15. Mide aproximadamente 1.80, tiene la piel morena, un cuerpo fornido y los ojos y el cabello negro. En su colegio, el San Benito Apóstol, hizo dos amigas de su misma edad: Catalina y Sofía, ellas le dijeron que tenían problemas en sus casas y que iban a huir a Medellín; pero esto fue mentira, ellas estaban en el centro. Como Sofía le gustaba, decidió ir a buscarla, no sabía dónde se estaba metiendo. “Yo no conocía, solo el Tunal”, dice John. Cuando llegó y las encontró, le propusieron consumir, él aceptó. Desde ahí no hubo marcha atrás, iba a fumar marihuana los lunes, martes y miércoles sin falta. Comenzó a ir a fiestas a menudo y se alejó de su familia. “Le respondía altanero a mi mamá, le decía que era mi vida y que, si yo quería fumar, lo iba a hacer”, dice.
Los ‘sayayines’, el ejército privado que vigilaba el lugar, se encargaban de observar quiénes entraban y quiénes salían, quiénes hablaban de más o quiénes no cumplían con las reglas. Quien incumplía sufría las consecuencias. Según la Inteligencia de la Policía Nacional que participó en la intervención del Bronx, ellos estaban armados con fusiles, granadas, ametralladoras M-60 y revólveres. No discriminaban por edad cuando se trataba del trabajo, nadie quedaba exento.
Catalina y un ‘sayayin’ empezaron a salir, por esto, ella tenía las llaves de una de las casas en las que su novio residía. Una noche John y Catalina fueron a verlo, abrieron la puerta e ingresaron al lugar. Dieron unos cuantos pasos y se percataron de unas lonas que estaban en una esquina de un cuarto, cuando las detallaron, notaron que un charco de sangre salía por debajo de estas. Catalina le señaló el líquido espeso que se esparcía lentamente por el suelo, John levantó los hombros con desinterés, siguieron con su camino. No le dio relevancia, al rato lo olvidó. “Allá lo que uno vea, yo no sé nada. Desde que no sea conmigo, todo está bien”, relata John.
Al ver su situación, sus padres decidieron internarlo durante ocho meses en la corporación Sembrando vencedores, allí cumplió los 16. Cuando salió del lugar recayó, como temía que lo vieran con los ojos rojos por la marihuana, empezó a consumir ‘Perico’.
El Bronx que conocía ya no estaba y Sofía había desaparecido. Se reencontró con Catalina, primero hacían una parada en el “Sanber”, la zona que se convirtió en el principal expendio de drogas después de la caída del Bronx, ubicado en el barrio San Bernardo, para comprar lo que iban a consumir y después iban de fiesta al barrio aledaño: El Restrepo. Para conseguir dinero empezó a robar, su grupo de amigos ya lo hacía, entonces no vio ningún problema con ello. “Si yo veía la cuadra sola y alguien viniendo, yo le quitaba sus pertenencias”, dice John. En diciembre del 2016 sus padres lo volvieron a internar, esta vez durante seis meses. Allí validó el colegio y se graduó; no obstante, cuando salió, volvió a recaer. Cumplió los 17 y entró a la universidad Cafam para estudiar un técnico en software que nunca terminó. Trabajaba en la papelería de su familia, le pagaban 30 mil pesos diarios y él los ahorraba durante 15 días para después gastarlo en tusi, una droga sintética de un llamativo color rosado, y alcohol. Cuando sus padres se enteraron lo metieron a la fundación Caminemos juntos: educar es amar, allí estuvo un año, un mes y 15 días. Apenas salió, volvió a recaer. Su vida parecía una obra del romanticismo: la historia de un hombre que vaga por un mundo desconocido que lucha por lograr un ideal inalcanzable que, cuando está a un paso de alcanzar, desaparece.
Aprendió a cocinar tusi y empezó a vender ‘puntos’: dosis personales de la droga distribuidas en pequeñas bolsas de cierre hermético. Lo que ganaba se lo gastaba en fiestas, más drogas y alcohol. Como el negocio no le daba muchas ganancias, comenzó a robar a diario. “Me fui al centro y le quité a una señora el celular, un Huawei P20 Lite, me acuerdo tanto. Le quité 80 mil pesos en efectivo y ella no hacía nada. Entonces yo le dije ‘usted por qué no grita’”, narra John. Segundos después se dio cuenta de que debajo del saco cuello tortuga que llevaba la mujer tenía un collar de oro y lo robó. Se ganó un millón 500 mil pesos con el collar y 120 mil pesos con el celular.
Empezó la pandemia y cumplió 19. “Toqué fondo”, dice. Volvió a la fundación, ya no consume, ni roba. “Robar es una fantasía, un día estás en un restaurante caro y al otro estás en la casa con un cigarrillo comiendo pan con gaseosa. Es ‘paila’”, dice. La tierra seca no consiguió marchitarlo. Le causó heridas y cegó su juicio. Le quitó su adolescencia y lo marcó de por vida. No obstante, vive.