Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Impotencia racial en la urbe

Un texto reflexivo de una estudiante afrocolombiana que sueña con romper las estructuras del racismo y sacudirse de los estereotipos de la infancia.

Texto realizado para la clase de Pensamiento crítico y argumentativo I (Primer semestre, 2022-1), con el profesor Samuel Castillo.

Soy una mujer negra nacida en Bogotá, y antes de que el prejuicio mental se anteponga, aclaró que en la capital nacemos personas negras, que hablamos con acento rolo, tristemente desconocemos nuestra historia: la no colonialista ni eurocéntrica, sino esa que se pierde en los discursos académicos y se traduce en esclavitud. Nací en la urbe que educa a partir de una historia que desconoce las problemáticas estructurales que impactan a las comunidades y opta por construir salvadores que cumplen con el estereotipo de héroe. Según ellos, para “civilizar” y echarles una manito a las comunidades.

Recuerdo cuando estaba en el jardín, como a pesar de ser una niña con mucho mundo -como dirían mis papás-, mis profesoras siempre querían que bailara, que actuara en las escenas de servidora o fuera sumisa ante los comentarios hirientes de mis compañeros blanco mestizos. Según ellas, todas las críticas hacia mi cabello, mi comunidad o mi herencia eran simples chanzas. En su percepción, la violenta era yo al reaccionar cada vez que mis compañeros desde un papel de poder y  privilegio se creían con la potestad de minorizarme solo por ser una niña negra, la única por cierto.

No olvido mi primaria, cada vez que mi profesora me gritaba ¡lenta!, cuando me recordaba en repetidas ocasiones que no servía para estudiar, que eso no era lo mío. Se viene a mi mente el día en el que decidí contarle a mis padres, después de aguantar todos los días el trato de la profesora frente a todos mis compañeros, dejando claros los roles en el salón de clase: en el que me situaba, como ignorante y bruta, “como los negros”, según mi profesora. Al comentarles a mis padres, hablaron con la profesora desde una postura no conflictiva, para evitar alimentar los prejuicios sociales de la gente negra a pesar de lo impotentes que se sentían.

Me convencieron de que era rápida, capaz, eficiente y muy valiosa, que nada ni nadie podría quitarme los valores enseñados en casa ni la gracia de Dios. Oraron, me llenaron de fuerza y descansé de tanta  impotencia suprimida, pero llena de motivación para demostrarle a la profesora y a mis compañeros abusivos que no era lo que ellos me decían y que su discurso no iba a hacer parte de mi proceso de aprendizaje.

Me volví la mejor, cambié el discurso, por fin. Había pasado de ser la lenta y bruta a la inteligente y rápida, ahora mis compañeros me pedían ayuda, lo cual progresivamente se convirtió en un problema. Comencé a hacerles los trabajos para hacer parte de sus círculos sociales, no como la niña linda, eso era inimaginable. Lo más importante era pertenecer, hacer parte y no ser excluida.

Comencé a golpear a mis compañeros desde el momento en que decidí no hacerles los trabajos,  ellos decidieron hacerme bullying. Los golpeaba con rabia, estaba cansada de vivir siempre como lo peor, por más que me esforzara, nunca era suficiente para permitirme vivir y ser tratada como ellos.

Siempre he vivido en Bogotá, una ciudad que, a pesar de acoger infinitud de culturas, siempre se ha pensado desde la misma concepción, completamente ignorante y centralista, desde el ser blanco y el privilegio. Una concepción en la que se dice que el racismo no existe y “esa gente es muy exagerada”, la cosmovisión que ciega ante las problemáticas estructurales y lleva a pensar que el día de la afrocolombianidad es la forma de pagar la deuda histórica que tiene el mundo occidental con las comunidades.

Más allá de la experiencia, he pensado los espacios educativos como el lugar en el que puedo romper los estereotipos. Decidí ser la mejor, estudiar en una de las mejores universidades del país, tener el mejor o de los mejores promedios, sacar adelante mis proyectos, exigirme el doble, representar a mis hermanos de lucha que no han podido acceder a la educación superior porque en sus territorios la presencia estatal es nula y la corrupción inminente.

Entiendo mi privilegio y sé que he tenido oportunidades a diferencia de otras personas negras, por esto soy consciente de que debo utilizar los espacios para construir pensando en el beneficio colectivo: las necesidades de mi gente y nuestros territorios. He decidido enaltecer el nombre de mis ancestros que murieron luchando para que yo pudiera estar en el mismo espacio educativo que personas blanco mestizas, el de mis padres que a pesar de que el conflicto armado les arrebató muchas oportunidades, han trabajado sin parar para que cumpla mis metas y logre graduarme en la universidad y con la carrera de mis sueños.

Mi lucha es porque quiero dejar de ser la única mujer negra en mi salón de clases, que mis amigos y familia puedan estudiar, que mis primas y primos dejen de contarme que los molestan por su nariz, por su cabello o color de piel en la calle, trabajo o espacios de estudio. Espero con ansias el día en que mis profesores me pongan a leer autores de la diáspora africana, aquel día en que la ancestralidad y la lucha de las personas negras sea el tema de conversación y no para que nos validen, sino para que se etnoeduquen.

Sueño con llegar a espacios inalcanzables y poder decirle a mi gente que las estructuras se están rompiendo, que somos valiosos, dignos y suficientes.