La pesadilla americana
El sueño americano no es lo que parece y mientras muchas personas van a este país en busca de estabilidad, la realidad es que solo unos pocos lo cumplen.
Relato realizado para la clase de Introducción al lenguaje periodístico (tercer semestre, 2021-2), con el profesor Sergio Ocampo.
¿Quién no se ha despertado con ganas de ir a Estados Unidos y comerse el mundo? Estoy seguro de que la mayoría hemos soñado con esto, debido a que crecemos viendo películas y series en las que este país salva el mundo, también como personas viajan a este “paraíso” para triunfar y luego su vida se vuelve la soñada. Sin embargo, esa es una realidad para unos pocos, los más privilegiados. Y es que el relato del “sueño americano” se ha vuelto la esperanza de millones de personas, tanto que Estados Unidos es el país que más recibe inmigrantes: actualmente tiene más de 50 millones de acuerdo con datos de Naciones Unidas.
Estados Unidos ha hecho lo posible para crear un relato llamado “sueño americano” mediante series, videos, canciones, entre otros. Son millones de personas que han creído en esta fantasía, pero al llegar se darán cuenta que nada es como lo pintan en las películas.
Un día desperté decidido y deseaba ser parte de los que van a Estados Unidos a cumplir sus sueños. Me quería divertir con encanto y con primor solo quería vivir un verano en Nueva York, cómo en la canción del Gran Combo. Así que hablé con mi tío que vive en Paterson, Nueva Jersey, para ir y trabajar dos meses, probar lo que era este país. Él me ayudó sin problema, me ofreció dos empleos, uno en una fábrica de manufactura donde me pagarían 14 dólares por hora, y otro en una empresa de recolección de residuos llamada Gaeta; ahí supuestamente pagaban 17 dólares por hora, más las horas extra. La avaricia me ganó y escogí trabajar en el lugar con mejor pago.
Cuando por fin llegó el día del viaje estaba bastante nervioso, porque nunca había trabajado. Me hacía una idea de que ese trabajo no sería nada fácil. Sin embargo, nunca imaginé que sería tan horrible, con decir que el primer día me tocó recoger la grama podada de un pueblo llamado Franklin Lakes desde las seis de la mañana, pero la noche anterior había llovido, entonces los dos kilos que pesaba la grama se convirtieron en 15.
El pasto lo dejaban en bolsas de papel que al mínimo contacto se rompían, o en canecas que eran de la mitad de mi tamaño. Éramos el conductor y yo, así que solo tenía que encontrar la forma de subir la basura al camión. Al final lo logré, aunque fueron casi 11 horas de sufrimiento puro, que no terminarían ahí, porque también había conseguido un trabajo de medio tiempo en la noche que consistía en limpiar oficinas. Mi jornada laboral se convertiría en la más esclavizante posible, de 6:00 am a 5:00 pm y de 6:00 pm a 10:00 pm. No puedo decir que todos los días del mes fueron así; no obstante, unos 20 de 28 lo fueron. Los días difíciles fueron los miércoles y los jueves, el resto eran imposibles.
El lunes consistía en recolectar reciclaje en un pueblo llamado Maywood. Suena fácil en principio, pero Amazon es una de las empresas que más vende en USA. Las calles suelen estar repletas de sus cajas y el recorrido no fue para nada corto, era casi la mitad del pueblo para una persona. Luego llegaba el martes, el peor día. Era cuando tenía que recoger basura de los restaurantes; lo que significaba miles de larvas por la descomposición de la comida debido al calor. Sin embargo, esa no era la parte más complicada, lo más difícil era sacar cajas acumuladas del sótano de un restaurante llamado “Noches de Colombia”.
El problema: no eran cajas normales, eran tan pesadas que las tenía que deslizar por una tabla para subirlas. El dolor de espalda al siguiente día era inhumano, pero de igual forma había que trabajar, porque por más enferma que una persona esté en este país si no trabaja, no hay paga. Por último, el viernes tenía que vaciar los contenedores repletos de varios edificios. Muchas veces encontraba ratas o zarigüeyas. Luego de eso y para terminar la jornada, seguían las pescaderías. Ahí debía tener mucho cuidado, porque al meter las cajas de icopor donde estaban los peces, salpicaba mucho, y el olor no iba a ser nada fácil de quitar.
Al finalizar mi primer mes me di cuenta de que los derechos laborales eran nulos. La hora de almuerzo cada vez disminuía más; algunas veces no había. Era pleno verano con una sensación térmica de casi 40 grados celsius y los camiones no tenían aire acondicionado; el calor era tanto que muchas veces tuve que mojarme en aspersores de las yardas. Yo no decidía mi horario laboral y me obligaban a trabajar más de las ocho horas diarias. Se cometían abusos en los salarios, no pagaban lo acordado, algunas veces se atrasaban en el pago semanal y consignaban dos salarios en una semana, por lo que los impuestos aumentaban casi al doble. Por ejemplo, yo esperaba ganar unos 2000 dólares, pero por horas que no me contaron y el retraso en la paga se convirtieron en 1300, algo que a cualquier persona que dependa de este salario le puede arruinar el mes. Por más que esto sea injusto no hay nadie con quien quejarse, ya que muchos de estos trabajos son hechos por migrantes ilegales y corren el riesgo de ser deportados, es por esto por lo que la explotación es una constante.
Cuando por fin volví a Bogotá fue imposible no sentirme triste. Por suerte tengo el privilegio de decidir si sigo trabajando o no. Sin embargo, hay más de ocho millones de ilegales, de acuerdo con el Centro de Investigaciones Pew. Muchos de ellos no tienen la oportunidad de elegir, tienen que trabajar bajo estas condiciones y aguantar los constantes abusos laborales. Viven una esclavitud moderna. Y es que, para personas que vienen de países en vía de desarrollo -como es mi caso-, 17 dólares la hora suena muy atractivo, pero como se gana en dólares se gasta. Además, para vivir con un poco más de lo justo, la jornada laboral es casi de 15 horas diarias de lunes a viernes y los sábados de 10 horas. Este ritmo de trabajo no solo destruye físicamente, también acaba la salud mental de cualquier persona.
Después de esta experiencia y escuchar a David, un mexicano de 50 años que llegó a Estados Unidos con 17 años, muchos de los sueños y esperanzas nunca se cumplieron. Desde su llegada siempre estuvo trabajando en recolección de basura, así que me di cuenta de que el sueño americano no existe, y como dice en la canción, no hay marcha en Nueva York, simplemente nos comen el coco con telefilmes y todo es un ardid.