Una Navidad iluminada
Crónica de una celebración en un territorio destinado para los exmilitantes de Las FARC, después de dejar los fusiles.
Crónica realizada para la clase de Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2021-1), con el profesor David Mayorga.
Entre las montañas, en uno de los corregimientos de Caquetá, está Miravalle, mi casa desde hace 6 años, el lugar que me recibió luego de bajar del monte y soltar el fusil, que gracias al señor Raphael y a los integrantes del ETCR (espacio de concentración) hoy cuenta con electricidad derivada de un gran tornillo.
“Con mi burrito sabanero voy camino de Belén…”. Suenan los villancicos y oigo a mis compañeros y su familia cantarlos con alegría. En el centro está el árbol, es pequeño pero tiene luces, luces de todos los colores que brillan a través de los muñequitos que le cuelgan [sonríe].
Pero para que usted me entienda por qué tener una Navidad con luces es tan especial, déjeme contarle un poco de mi vida. Yo tenía nueve años cuando llegué al monte. Soy de Pereira y estudiaba en una escuela pequeña, con puestos de cemento y una que otra silla medio rota. Un día, así como hoy, con sol y calor, estábamos jugando fútbol con los panas dándole a una botella y llegó Caronte, ese fue el que cogió a los que mejores nos veíamos, que si más altos, que si más flacos, que si más rápidos, y nos llevó pal’ monte. No pude despedirme, mi madrecita y mi hermana se quedaron solas y este es el día que aún no me entero de ellas.
Allá ser niño no es una opción, uno tiene que aprender rápido a hacer caso, a coger un fusil y a matar sin que te peguen un pepazo; nos entrenaban de día y de noche, aprendí a arrastrarme por la tierra cual culebra y a no ser detectado si andaba escondido. Los días los pasábamos entre las matas o escuchando a Caronte y al comandante hablar, nos decían que había que luchar contra la doctrina yanqui, que eso era lo que nos tenía jodidos, que Colombia vivía detrás del culo de ellos por el dinero que tenían, y los pobres como nosotros teníamos que matar pa’ ser escuchados. Imagine, usted, a un peladito de nueve años escuchando semejante parla: yo vivía convencido de que hacía lo correcto.
Así pasé 25 años de mi vida entre el monte. Las armas se volvieron un brazo más en mi cuerpo y empecé a dar charlas a los peladitos nuevos sobre el capitalismo yanqui y la corrupción de nuestro Estado. Entre mis compañeros había una vieja, vieja para estar buena; con esas camiseticas blancas que usábamos, sus tetas se veían muy ricas durante los recorridos y entrenamientos. Le decían La Chula. Una noche después de haber dado de bajo a un tombo sapo que andaba por ahí en el pueblo investigando de más sobre el comandante, se armó una buena farra en el chuzo del pueblo de doña Anita; guaro y plomo ventiao’. La Chula se veía más buena y pasó lo que tenía que pasar, me la comí entre chorros de guaro y chicharrón.
Para hacerlo rápido y que no se me aburra, La Chula se preñó y, ¿puede usted imaginar que el comandante estaba tragado de ella? Pues tampoco yo, cuando ese man se enteró de que La Chula estaba preñada se volvió loco y me la mató, un pepazo en la frente, y eso fue todo. No era que yo la amara, pero le tenía mucho aprecio y el pelado o pelada que tenía era de mi sangre. Después de eso no me quise quedar más: agarré todos mis chiros y una noche me bajé del monte, cogí la primera flota y llegué a Florencia. Allá trabajé con un mecánico, yo no sabía nada de llaves ni de tuercas o tornillos, pero le aprendí fácil la vuelta, aprendí de pistones, motores, frenos, repuestos; incluso aprendí a manejar, nunca había conducido antes.
Ahí fue donde los integrantes de la ETCR (Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, áreas de ubicación temporal creadas en Colombia por el gobierno colombiano para los exmilitantes de las FARC – EP) me conocieron, y alma de Dios que me ofrecieron una casa en Miravalle. Solo tenía una pieza y una cocina bien pequeña, pero era mía y eso era lo que más me importaba; sin embargo, al corregimiento le fallaba mucho la luz, algo nos explicaban de que los cables no mandaban suficiente potencia o alguna vaina así, pero eso cambió cuando el señor Raphael llegó a Miravalle. Imagine usted mi sorpresa cuando el ingeniero me explica que ese tornillo verde era capaz de dar electricidad. Aprendí de muchos tornillos, pero ninguno que pudiera dar luz.
Fue el ingeniero quien nos explicó cómo funcionaba ese tornillo de nombre raro, arquí…algo, eso se conectaba a un generador eléctrico y el agua que gira entre sus bandas empieza a producir energía. Imagine usted a todos mis compañeros, todos exguerrilleros, viendo cómo nuestro corregimiento mantenía con luz. No más velas ni faroles, ¡sino luz de bombillo!
Ese tornillo me cambió la vida, mi casita ahora tenía luz, ahora podríamos observar los partidos en el televisor que compartíamos. Pudimos ver a la Selección jugar en el mundial de Rusia; me compré un celular de esos bien baratos, lo podía cargar y llamar a quien quisiera para pedir media de guaro, podría llamar a la tienda de Lolita en vez de echar pata; incluso el estar trabajando con el ingeniero fue algo nuevo en mi vida. Él sabía mucho inglés como los yanquis, pero lejos de considerarlo mi enemigo era como un maestro. Pensar que un tornillo me hizo más fácil el mundo es una vaina muy loca [se ríe].
Yo viví una vida muy dura, pero tras de todo trato de ser mejor ahora que puedo. Sé que una casa pequeña y amigos exguerrilleros no son la mejor redención del mundo, pero en mi mundo es demasiado, y el tener luz, poder cargar la batería de un celular, poder ver partidos de fútbol en un televisor, eso es una chimba.
Aunque si usted me lo pregunta, lo mejor han sido las navidades, poder colocarles luces a un árbol y celebrar con guaro y buñuelo…no le puedo pedir más a la vida, no soy muy devoto a Dios por esto de que le debo cuentas pendientes de mis pecados, pero si lo fuera, le daría gracias por una Navidad iluminada.