Facultad de Comunicación Social - Periodismo

Pintar es un deporte de alto riesgo

El grafitti requiere valor, pintura y voluntad. Se puede pintar donde sea, siempre y cuando seas lo suficientemente temerario para hacerlo.

Crónica fotográfica realizada para Taller de géneros periodísticos (cuarto semestre, 2021-1), con el profesor Fernando Cárdenas.

Para los empleadores, pagar el sobrecargo que representa el trabajo de un día festivo a su nómina es algo inconcebible, en especial en las empresas de seguridad, por eso en los turnos festivos está menos de la mitad de los guardias y es más fácil colarse en un lugar que antes parecía imposible.

Son unas vacaciones forzadas -o como lo quieran llamar-, gracias a eso, además del poco tráfico de personas en Bogotá y sus vías aledañas, nos animamos a meternos dentro de uno de los lugares más extraños de las afueras de la capital: la cementera Samper, ahora propiedad de Cemex, abandonada en 1999 y uno de los puntos favoritos para los amantes de la exploración urbana.

También existen múltiples rumores de que está habitada por fantasmas y otras entidades paranormales, así que apenas escuché el chisme de que el sábado en el cambio de turno solo iba a quedar el guardia permanente, me decidí a llamar a GG -conocido grafitero y amigo de años- para que nos fuéramos a mandar unos Tags en las ruinas de Siberia, el pueblo que la cementera construyó para los trabajadores y sus familias.

Ese día me levanté tarde, y tarde también tenía un poco de resaca, pero no iba a dejar pasar la oportunidad. Llamé a Manuela -una amiga que vive en las cercanías de La Calera- para saber toda la información sobre cómo llegar. Ella, apenas escuchó mi entusiasmo, inmediatamente me advirtió:

– Juan, los guardias allá por lo general suelen estar armados… -Dijo pasando saliva desde el otro lado de la línea.

– Más rigor, mi reina. Total, si nos pelan nos morimos en la nuestra –Le repetí múltiples veces durante la charla.

Morir en la nuestra sonaba tentador en ese momento y durante algunos momentos fue un pensamiento que rebotaba en las paredes de mi cabeza. Recogí a GG en el centro, treinta y cinco minutos después ya estábamos en La Calera y por cuatro mil pesos una buseta destartalada cruzó la trocha de dos kilómetros mejor que cualquier Amarok último modelo.

Ya en la entrada, donde empiezan los perros a gruñir y los lugareños a cruzar miradas de forma compasiva, reiteramos la decisión de adentrarnos en la espesa maleza.

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